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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L OS 23, 24, 25 y 26

C A P I T U L O 23

La hora de mi ausencia había sido una de ansiedad para el cura y los vicarios. Pero mi pronto regreso les llenó de gozo.

—¿Qué noticias hay? —exclamaron todos.

—Buenas noticias, —respondí, —la batalla ha sido feroz, pero corta. Hemos ganado el día y si nos movemos rápidamente otra gran victoria nos espera. El obispo está tan seguro de que nadie nos seguirá que no moverá un solo dedo para detenerlos. Esto nos asegurará nuestro éxito. Pero no debemos perder un solo momento, vamos a mandar nuestra circular a todos los sacerdotes de Canadá.

Dentro de veinticuatro horas, más de trescientas cartas fueron llevados a todos los sacerdotes explicándoles las razones por las cuales debemos intentar, por todos los medios justos, poner fin al vergonzoso comercio simoniaco de misas traficando entre Canadá y Francia.

La semana apenas había terminado cuando llegaron cartas al obispo de todos los curas y vicarios, pidiéndole respetuosamente que les retirara de la Sociedad de Tres Misas. Solamente cincuenta rehusaron acceder a nuestra petición.

Nuestra victoria era más completa de lo que esperábamos. Pero el Obispo de Qüebec esperando recuperar su terreno perdido escribió inmediatamente al Obispo de Montreal, mi Sr. Telemesse para acudir a socorrerle y mostrarnos la monstruosidad del crimen de revelarnos contra la voluntad de nuestros superiores eclesiásticos.

Algunos días después, para mi consternación recibí una nota corta y fría del secretario, diciéndome que los obispos de Montreal y Qüebec querían verme en el palacio sin dilación. Nunca había visto al Obispo de Montreal y esperaba ver a un hombre de proporciones gigantescas. Me sorprendió ver que era muy pequeño. Sus ojos eran penetrantes como los de un águila, pero cuando se fijó en mí, vi en ellos las marcas de un noble corazón honesto.

Los movimientos de su cabeza eran rápidos y sus frases cortas; parecía conocer una sola línea, la recta, al tratar cualquier tema o relación humana. Tenía la reputación merecida de ser uno de los hombres más instruidos y elocuentes de Canadá. El Obispo de Qüebec se quedó en su sofá dejando al Obispo de Montreal recibirme. Me postré a sus pies para pedir su bendición, la cual me dio de la manera más cordial. Luego, poniendo su mano sobre mi hombro, me dijo en el estilo cuáquero: —¿Será posible que tú eres Chíniquy, ese sacerdote que hace tanto ruido? ¿Cómo puede un hombre tan pequeño hacer tanto ruido?

Puesto que había una sonrisa en su rostro al decir estas palabras, vi inmediatamente que no había enojo ni malos sentimientos en su corazón. Repliqué: —Mi señor, ¿No sabe usted que las perlas y los perfumes más preciosos se ponen en los frascos más pequeños?

El obispo vio que esto era el complemento de su alocución y sonriendo, respondió: —Bien, bien, si tú eres un sacerdote ruidoso, no eres un tonto. Pero dime, ¿Por qué quieres destruir nuestra Sociedad de Tres Misas y establecer esa nueva sobre sus ruinas a pesar de tus superiores?

—Mi señor, mi respuesta será la más respetuosa, corta y clara posible. He salido de la Sociedad de Tres Misas porque era mi derecho hacerlo sin permiso de nadie. Espero que nuestros venerables obispos de Canadá no desean ser servidos por esclavos.

—Yo no digo, —respondió el obispo, —que tú estás obligado a quedarte, pero ¿Puedo saber por qué has dejado una asociación tan respetable encabezada por tus obispos y los sacerdotes más venerables de Canadá?

—Otra vez, mi señor, seré claro en mi respuesta: Si Su Señoría desea ir al infierno con sus sacerdotes venerables por hacer desaparecer 20 centavos de cada uno de nuestros penitentes honestos y piadosos por misas que mandan decir por cinco centavos por los sacerdotes malos de París, no les seguiré. Por otra parte, si Su Señoría desea ser echado al río por la gente furiosa cuando sepan cuanto tiempo y cuan sutilmente les hemos estafado con nuestro comercio simoniaco, yo no quiero seguirle a esa corriente fría.

—Bien, Bien, —respondió el obispo, —olvidemos ese asunto para siempre.

El dijo esta corta oración con tanta sinceridad y honestidad que vi que estaba hablando en serio. De un vistazo, reconoció que su terreno era insostenible. Sentí verdadero gozo ante una victoria tan pronta y completa. Me postré nuevamente a los pies del obispo y pedí su bendición antes de despedirme de él para ir y decir a los curas y vicarios las alegres noticias.

Desde ese tiempo hasta ahora, al morir algún sacerdote, la prensa del clero no falta en mencionar si el sacerdote difunto pertenecía a la Sociedad de “Tres” o de “Una” misa.

Hasta cierto punto habíamos disminuido el comercio simoniaco e infame de las misas, pero desgraciadamente no lo destruimos y yo sé que hoy ha resucitado. Después que dejé la Iglesia de Roma, los obispos resucitaron la Sociedad de Tres Misas de su sepulcro. Es un hecho público que el comercio de misas con Francia todavía se conduce en gran escala. En París y otras ciudades de ese país, hay agencias públicas para llevar a cabo ese tráfico vergonzoso.

En 1874, la Casa de Mesme conducía un negocio inmenso con su reserva de misas. Al sospecharlo el gobierno, hizo una revisión de su contabilidad y se descubrió que un número increíble de misas nunca llegaron a su destino, sino solamente llenaron la bolsa del mercader de misas Pariciano. Así, el desdichado Mesme fue enviado a la penitenciaría para meditar en los méritos infinitos del sacrificio de la misa. Pero estos hechos se desconocen entre los pobres Católico-romanos que son desplumados más y más por sus sacerdotes bajo el pretexto de salvar las almas del purgatorio.

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C A P I T U L O 24

Una de las primeras cosas hechas por el cura Tetu, luego que sus nueve vicarios fueron escogidos, era dividir, echando suertes, a su gran parroquia en cuatro partes. Mi suerte me dio la parte noreste de la parroquia que incluía el hospital Marinero de Qüebec.

El número de marineros enfermos que tenía que visitar casi diario en esa noble institución variaba entre 25 y 100. No habiendo lugar ahí para celebrar la misa y guardar el santo sacramento, me encontraba en lo que al principio me parecía una grave dificultad. Frecuentemente tenía que administrar el viático (santa comunión) a algún marinero moribundo.

Hasta entonces, nunca había llevado el “buen dios” a los moribundos sin ser acompañado por varias personas caminando o montado a caballo. Yo me vestía con un sobrepelliz blanco encima de mi larga sotana negra para impresionar a la gente. Un hombre, sonando una campana, iba delante de mí para anunciar a la gente que el gran dios pasaba por ahí y ellos tenían que caer de rodillas en su casa o junto al camino o en el campo para adorarlo.

Esto funcionaba bien en St. Charles o en Charlesborough, pero, ¿Podría hacerlo en Qüebec donde tantos miserables herejes estaban más dispuestos a reírse de mi dios que adorarlo? En mi celo y fe sincera, sin embargo, yo estaba determinado a desafiar a los herejes en todo el mundo y exponerme a sus insultos antes de abandonar el respeto supremo y adoración que correspondía a mi dios dondequiera. Dos veces lo llevé al hospital con la solemnidad normal.

En vano mi cura intentó persuadirme a cambiar de parecer. Entonces él me invitó amablemente a acompañarle a conferir con el obispo. No puedo expresar la consternación que sentí cuando el obispo me dijo, con una ligereza que nunca había observado en él, que debido a tantos Protestantes que teníamos que confrontar dondequiera, sería mejor hacer a nuestro “dios” viajar incógnito por las calles de Qüebec. Luego añadió en un tono humorístico: —Guárdalo en la bolsa de tu chaleco como los demás sacerdotes de la ciudad. Nunca aspiras a ser reformador y superar a tus hermanos venerables en el sacerdocio. Nunca debemos olvidar que somos un pueblo conquistado. Si fuéramos los amos, lo llevaríamos a los moribundos con los honores públicos que solíamos rendirle antes de la conquista, pero los Protestantes están más fuertes. Nuestro gobernador es Protestante como también nuestra reina. La guarnición de los muros de su baluarte impregnable se compone principalmente de Protestantes. Según las leyes de nuestra santa Iglesia, tenemos el derecho de castigar aun con la muerte a la gente miserable que ridiculiza los misterios de nuestra santa religión. Pero aunque tenemos ese derecho, no somos lo suficiente fuertes para ponerlo en vigor. Entonces tenemos que llevar el yugo en silencio. Después de todo, es nuestro dios mismo quien en su juicio inescrutable nos ha privado del poder de honrarlo como él merece. Si en su buena providencia pudiéramos romper nuestros grillos y libertarnos para adoptar nuevamente las leyes que impiden a los herejes fijar su residencia entre nosotros, entonces lo llevaríamos como solíamos en aquellos días felices.

—Pero, —dije, —cuando camino por las calles con mi “buen dios” en la bolsa de mi chaleco, ¿Qué haré si me encuentro con algún amigo que quiere saludarme y bromear conmigo?

El obispo se rió y respondió: —Le dices a tu amigo que tienes prisa y sigues tu camino lo más pronto posible. Pero si no hay remedio, platica y bromea con él sin ningún escrúpulo de conciencia. Lo importante en este asunto delicado es que la gente no llegue a saber que llevamos a nuestro dios incógnito por las calles, porque este conocimiento seguramente conmovería y debilitaría su fe. El hombre de la calle permanece en nuestra santa Iglesia por virtud de las ceremonias impresionantes de nuestras procesiones y señales de respeto público que expresamos a Jesucristo cuando lo llevamos a los enfermos, porque la gente se convence más por lo que ven con sus ojos y tocan con sus manos que por lo que oyen con sus oídos.

Me sometí a la orden de mi superior eclesiástico, pero la manera jocosa en que habló del misterio más temible y adorable de la Iglesia me dejó con la impresión de que él no creía ni jota del dogma de Transubstanciación.

Duré varios años acostumbrándome a llevar mi dios en la bolsa de mi chaleco como los demás sacerdotes sin más ceremonia que una picadura de tabaco. Entre tanto que caminaba solo, me sentía feliz, porque podía conversar en silencio con mi Salvador y darle toda la expresión de mi amor y adoración. Pero cuánta tristeza sentía cuando, como me sucedía frecuentemente, me encontraba con algunos amigos obligándome a saludarlos y entrar en esas pláticas ociosas tan comunes dondequiera. Con el mayor esfuerzo, asumía una máscara sonriente para ocultar la expresión de adoración y con ganas maldecía el día en que mi país cayó bajo el yugo de los Protestantes.

¡Cuántas veces pedí a mi dios oblea a quien apretaba a mi corazón que nos concediera la oportunidad de romper esas ataduras y destruir para siempre el poder de Inglaterra Protestante sobre nosotros! Entonces estaríamos libres nuevamente para rendir a nuestro Salvador todos los honores públicos que corresponden a su majestad. Entonces pondríamos en vigor las leyes por las cuales ningún hereje tendría derecho de residir ni vivir en Canadá.

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C A P I T U L O 25

Cuando por suerte llegué a ser el primer capellán del hospital marinero de Qüebec, estaba seguro que Dios había ordenado esto para mi bien y para su propia gloria y resulta que tenía razón. A principios de noviembre de 1834, el director llamado Sr. Glackmayer vino a decirme que había un extraordinariamente alto número de enfermos dejado por la armada del otoño. Por el peligro de la muerte, me llamaban día y noche. En secreto, me avisó que varios de ellos ya habían muerto de la peor especie de viruela y que muchos también morían de la terrible Cólera Morbo que todavía hacía estragos entre los marineros.

Estas tristes noticias me llegaron como una orden del cielo a acudir al rescate de mis queridos marineros enfermos. El primer hombre que conocí era el Dr. Douglas quien confirmó el número de enfermos y añadió que las enfermedades prevalecientes eran de las más peligrosas.

El Dr. Douglas era uno de los fundadores y directores del hospital como también uno de los cirujanos mejor capacitados de Qüebec. Aunque era un fiel Protestante, me honraba con su confianza y amistad desde el primer día que nos conocimos. Diré que nunca conocí un corazón más noble, una mente más abierta, ni un filántropo más auténtico.

Después de agradecerle la triste pero útil noticia, le pedí al Sr. Glackmayer una copa de brandy, la cual tragué de inmediato.

—¿Qué está haciendo? —preguntó el Dr. Douglas.

—¿No ve, —respondí, —que he tomado una copa de brandy excelente?

—Pero, por favor, dígame, ¿Por qué?

—Porque es un buen preservativo contra el medio ambiente que respiro todo el día, —repliqué, —tengo que oír las confesiones de toda esa gente muriendo de la viruela o de la Cólera Morbo y respirar el aire pútrido alrededor de sus almohadas. ¿No me advierte el sentido común que debo tomar alguna precaución contra el contagio?

—¿Será posible, —respondió, —que un hombre a quien estimo tanto sea tan ignorante de los efectos mortales del alcohol en el cuerpo humano? Lo que usted ha tomado no es más que veneno y lejos de protegerlo contra el peligro, ahora está más expuesto a ello que antes de tomarlo.

—Pobre de ustedes Protestantes, —respondí de broma, —son una banda de fanáticos con sus doctrinas extremosas de abstinencia. Nunca me convertirá usted a su punto de vista sobre ese tema. ¿Será para el uso de los perros que Dios creó al vino y al brandy? ¿No es para el uso de hombres que lo tomen con moderación e inteligencia?

—Mi querido Sr. Chíniquy, usted bromea, pero yo le hablo en serio cuando le digo que se ha envenenado con esa copa de brandy, —dijo el Dr. Douglas.

—Si los buenos vinos y brandy fueran veneno, —respondí, —pronto sería usted el único médico en Qüebec, porque usted es el único del cuerpo médico que conozco que se abstiene. Pues, aunque me agrada mucho su plática, con su permiso voy a visitar a mis queridos marineros enfermos cuyo clamor por ayuda espiritual suena en mis oídos.

—Una palabra más, —dijo el Dr. Douglas, —mañana por la mañana haremos una autopsia de un marinero que acaba de morir repentinamente aquí. ¿Tendrá usted alguna objeción de venir y ver en el cadáver de ese hombre lo que su copa de brandy ha hecho en su propio cuerpo?

—No, señor, no tengo ninguna objeción, —contesté, —desde hace mucho tiempo he tenido la inquietud de hacer un estudio especial de la anatomía. Esta será mi primera lección; no podría tener un mejor maestro.

Me despedí de él y fui con mis pacientes con los cuales pasé lo que restaba del día y la mayor parte de la noche. Cincuenta de ellos querían hacer confesiones generales de todos los pecados de su vida y di los últimos sacramentos a veinticinco que morían de viruela o de Cólera Morbo. A la mañana siguiente a la hora citada, estaba al lado del cadáver del hombre muerto. El Dr. Douglas amablemente me prestó un microscopio potente.

—No tengo la menor duda, —dijo, —que este hombre fue matado instantáneamente por una copa de ron. Ese ron ha causado la rotura de la aorta.

Mientras hablaba así, el cuchillo hacía su obra tan rápido que el espectáculo horrible de la arteria rota estaba delante de nuestros ojos casi al salir las últimas palabras de su boca.

—Fíjese aquí, —dijo el doctor, —por toda la arteria verá usted miles y tal vez millones de puntos rojos que son los muchos hoyos perforados por el alcohol. Igual como los ratones almizcleños del río Mississippi cavan hoyos pequeños en las presas, desatando las aguas y llevando desolación y muerte por todas sus riberas, así el alcohol, cada día, causa la muerte repentina de miles de víctimas, perforando las venas de los pulmones y de todo el cuerpo. Mire a los pulmones y cuente si puede los miles y miles de puntos rojos, oscuros y amarillos y las pequeñas úlceras. Cada uno de ellos es la obra del alcohol causando corrupción y muerte en todos estos órganos maravillosos. El alcohol es uno de los venenos más peligrosos; ha matado a más hombres que todos los demás venenos juntos.

—El alcohol no puede ir a ninguna parte del cuerpo humano sin llevar desorden y muerte con él. Porque no puede de ninguna manera unirse a ninguna parte de nuestro cuerpo. El agua que tomamos y la comida nutritiva que comemos son enviados a los pulmones, el cerebro, los nervios, los músculos y los huesos. Dondequiera que van reciben, por decirlo así, cartas de ciudadanía que los permite quedar ahí en paz y trabajar para el bien público. Pero no es así con el alcohol; al momento mismo que entra al estómago trae desorden, ruina y muerte según la cantidad ingerida.

—Mire aquí con el microscopio y verá que dondequiera que el rey alcohol ha puesto su pie, el cuerpo se ha convertido en un campo de batalla produciendo ruina y muerte. Por la obra tan extraordinaria de la naturaleza o más bien por orden de Dios, cada vena y arteria por el cual el alcohol tiene que pasar, de repente se contrae como para impedir su paso o para ahogar a su enemigo mortal. Cada vena y arteria evidentemente ha escuchado la voz de Dios, diciendo: “¡El vino es escarnecedor, muerde como la serpiente y como el áspid da dolor!” Cada nervio y músculo que toca el alcohol, tiembla y se estremece como en presencia de un enemigo implacable e invencible. Sí, ante la presencia del alcohol cada nervio y músculo pierde su fortaleza, igual que el hombre más valiente que en presencia de un monstruo horrible o demonio, de repente pierde su fuerza natural y se estremece de cabeza a pies.

No puedo repetir todo lo que oí ese día de los labios del Dr. Douglas y lo que vi con mis propios ojos de los horribles efectos del alcohol por cada miembro de ese cadáver; sería demasiado largo. Basta con decir que me horrorizaron mi propia necedad y la necedad de tantas personas que usan bebidas intoxicantes.

Durante los cuatro años que duré como capellán del hospital marinero, más de cien cadáveres fueron abiertos delante de mí. Es mi convicción que la primera cosa que un orador sobre la abstinencia debe hacer es estudiar anatomía; examinar los cadáveres tanto de bebedores templados como de borrachos incurables y estudiar ahí los efectos del alcohol en los varios órganos del cuerpo humano. Esos cadáveres eran libros escritos por la mano de Dios mismo y me hablaron como ningún hombre puede hablar. Pero ahora es el momento para contar cómo Dios me obligó casi a pesar de mí mismo a abandonar para siempre el uso de bebidas intoxicantes.

Entre mis penitentes había una dama joven que pertenecía a una de las familias más respetadas de Qüebec. Tenía una niña de casi un año de edad y por supuesto la joven madre la adoraba. Desgraciadamente esa dama, como ocurre con demasiada frecuencia aun entre las familias más refinadas, había aprendido en la casa de su padre y por el ejemplo de su propia madre a beber vino en la mesa y cuando visitaba a sus amigas. Poco a poco empezó a tomar, cuando se encontraba sola, unas gotas de vino, al principio por consejo de su médico, pero pronto solamente para saciar un apetito descontrolado que crecía más fuerte cada día. Con la excepción de su marido, yo era el único que sabía este hecho. El era un íntimo amigo mío y varias veces con lágrimas escurriendo por sus mejillas me había suplicado en el nombre de Dios que la persuadiera a abstenerse de tomar.

Ese varón vivía muy feliz con su esposa elegante y su niña incomparablemente hermosa. Era rico, tenía una posición elevada en el mundo, amigos sin número y su hogar era un palacio. Cada vez que hablé con esa dama, sea a solas o en presencia de su marido, ella derramaba lágrimas de arrepentimiento, prometía reformarse y tomar únicamente lo poquito que su médico le había recetado. Pero, ¡Ay! esa receta mortal del médico era como aceite derramado sobre ascuas ardientes. Estaba encendiendo un fuego que nadie pudo apagar.

Un día, el cual nunca olvidaré, un mensajero llegó apresuradamente y me dijo: —El Sr. A. quiere que vaya usted a su casa inmediatamente. Una desgracia terrible acaba de suceder. Su hermosa hija acaba de morir. Su esposa está media loca y él teme que se suicide.

Subí de un salto a la calesa elegante jalado por dos caballos finos y en pocos minutos estaba en la presencia del espectáculo más angustioso que jamás había visto. La joven señora, destrozando su vestido, arrancando los cabellos con sus manos y rasguñando su cara con sus uñas, estaba gritando: —¡Ay, por amor de Dios, denme un cuchillo para cortarme la garganta! ¡He matado a mi hija! ¡Mi querida está muerta! ¡Soy la asesina de mi propia querida Lucy! ¡Mis manos están teñidas con su sangre! ¡Déjenme morir con ella!

Yo me quedé horrorizado y al principio permanecí mudo e inerte. El joven esposo junto con otros dos caballeros, el Sr. Blanchet y Pannet, el juez de primera instancia, intentaban detener las manos de su esposa desgraciada. Por fin, la mujer, fijando sus ojos en mí, dijo: —Oh, querido Padre Chíniquy, por amor de Dios déme un cuchillo para que pueda cortarme la garganta. Estando borracha, levanté a mi preciosa hija para besarla. Pero me caí y su cabeza pegó contra la esquina puntiaguda de la estufa. ¡Sus sesos y sangre están esparcidos en el suelo! ¡Mi hija, mi propia hija está muerta! ¡Yo la he matado! ¡Maldito licor, maldito vino! ¡Mi hija está muerta, estoy condenada! ¡Maldita bebida!

Yo no podía hablar, pero sí podía verter lágrimas y llorar. Lloré y mezclé mis lágrimas con las de aquella madre desgraciada. Luego con una expresión de desesperación, que penetró mi alma como una espada, dijo: —Pase usted a verla.

Entré al cuarto contigua y ahí vi a esa una vez hermosa niña, muerta con su cara cubierta de su sangre y sesos. Había un boquete en la sien derecha. La madre embriagada, cayéndose con su niña en sus brazos, golpeó su cabeza contra la estufa con una fuerza tan terrible que volcó la estufa al suelo.

Los carbones encendidos estaban esparcidos por todos lados y por poco se había encendido la casa. Pero ese golpe y la muerte espantosa de su hija, de repente la volvió en sí y puso fin a su intoxicación. De un vistazo comprendió la totalidad de su desgracia. Su primer pensamiento era correr al aparador, agarrar un agudo cuchillo largo y cortarse la garganta. Providencialmente, su esposo llegó en ese instante. Con gran dificultad y después de una lucha terrible logró quitar el cuchillo de sus manos y lo tiró a la calle por una ventana.

Para entonces eran como las cinco de la tarde. Después de pasar una hora de agonía indescriptible de mente y de corazón, intenté salir para regresar a la casa parroquial. Pero mi joven amigo desgraciado me suplicó en el nombre de Dios que pasara la noche con él. —Usted es el único, —me dijo, —quien nos puede ayudar en esta noche horrible. Mi desgracia es bastante grande sin destruir nuestro buen nombre difundiéndola públicamente. Quiero guardarlo lo más secreto posible. Aparte del médico y el juez de primera instancia, usted es el único hombre sobre la tierra en quien confío para ayudarme. Por favor, quédese con nosotros.

Me quedé, pero en vano intenté calmar a la desgraciada madre. Constantemente quebrantaba nuestros corazones con sus lamentaciones y sus esfuerzos convulsivos de quitarse la vida. Cada minuto gritaba: —¡Mi hija, mi querida Lucy! Justo cuando tus pequeños brazos me acariciaban tan suavemente y tus besos angélicos eran tan dulces a mis labios, te degollé. Cuando me abrazabas a tu corazón amante y me besabas, yo tu madre embriagada te di el golpe mortal... ¡Mis manos están teñidas de tu sangre y mi pecho cubierto de tus sesos! ¡Ay, por amor de Dios, querido esposo, quítame la vida! No puedo consentir en vivir un día más. Querido Padre Chíniquy, déme un cuchillo para poder mezclar mi sangre con la de mi hija. ¡Ojalá me enterrasen en el mismo sepulcro con ella!

En vano intenté hablarle de la misericordia de Dios hacia los pecadores. No escuchaba nada de lo que le decía; estaba absolutamente sorda a mi voz. Como a las diez de la noche, tuvo el ataque más terrible de angustia y desesperación. Aunque éramos cuatro hombres que la cuidábamos, ella era más fuerte que todos nosotros. Tenía la fuerza de un gigante. Ella se zafó de nuestras manos y corrió al cuarto donde la niña muerta yacía en su cuna. Asiendo del cadáver frío con sus manos, rompió las vendas blancas puestos alrededor de la cabeza para cubrir la herida horrible y con gritos de desolación apretó sus labios, mejillas y sus mismos ojos sobre el boquete que rezumaba sesos y sangre, como queriendo sanarlo y hacer volver la vida a la pobrecita.

—Mi querida, mi amada, mi pobre querida Lucy, —gritó, —abre tus ojos y mira nuevamente a tu madre. ¡Dame un beso, abrázame nuevamente a tu pecho! Pero tus ojos están cerradas; tus labios fríos ya no sonríen; estás muerta y yo tu madre te degollé. ¿Puedes perdonarme tu muerte? ¿Puedes pedir a Jesucristo nuestro Salvador que me perdone? ¿Puedes pedir a la bendita Virgen María que ruegue por mí? ¿Nunca volveré a verte? ¡Ay no, estoy perdida, estoy condenada, soy una madre borracha que ha asesinado a su propia querida Lucy! ¡No hay misericordia para una madre borracha, la asesina de su propia hija!

Cuando hablaba así a su hija, a veces se arrodillaba, pero luego corría como huyendo de un fantasma. Pero siempre abrazaba al cadáver inerte a su pecho o convulsivamente pasaba sus labios y mejillas sobre la herida horrible a tal grado que sus labios, toda su cara, su pecho y manos estaban embadurnados de la sangre que fluía de la herida. ¿Diré que todos estábamos “derramando lágrimas y llorando”? Pues la palabras “derramando lágrimas y llorando” no pueden expresar la desolación y horror que sentimos.

Como a las once, cuando ella estaba de rodillas abrazando a la niña muerta, levantó sus ojos hacia mí y dijo: —Querido Padre Chíniquy, ¿Por qué no he seguido su consejo cariñoso cuando más con sus lágrimas que con sus palabras, tantas veces intentó persuadirme a abandonar esos malditos vinos intoxicantes? ¡Cuántas veces me ha dado usted las palabras que vienen del mismo cielo: “El vino es escarnecedor, muerde como serpiente y como áspid da dolor”! ¡Cuántas veces me rogó usted en el nombre de mi querida hija, en el nombre de mi querido esposo y en el nombre de Dios, abandonar el uso de esas malditas bebidas! Pero ahora, escucha mi petición. Vaya usted por todo Canadá; mande a todos los padres que nunca pongan ninguna bebida intoxicante ante los ojos de sus hijos. Fue en la mesa de mi padre donde primero aprendí a tomar ese vino que maldeciré por toda la eternidad. Mande a las madres a nunca probar esas bebidas abominables. Fue mi madre quien primero me enseñó a beber ese vino que maldeciré mientras Dios exista.

—Lleva la sangre de mi hija y tiñe el dintel de las puertas de cada casa en Canadá y anuncie a todos sus habitantes que esa sangre fue derramada por la mano de una madre homicida cuando estaba borracha. Con esa sangre escriba en los muros de cada casa de Canadá que el vino es escarnecedor y diga a los canadienses franceses cómo sobre el cadáver de mi hija he maldecido a ese vino que me ha hecho despreciable, miserable y culpable.
Se detuvo un momento para respirar un poco; luego añadió: —Dígame en el nombre de Dios, ¿Puede mi hija perdonarme su muerte? ¿Puede ella pedir a Dios que me mire con misericordia? ¿Podrá ella hacer que la bendita Virgen María ruegue por mí y obtenga mi perdón?

Pero antes que pude contestar, ella nos horrorizó con sus gritos desesperados: —¡Estoy perdida! ¡Borracha, maté a mi hija! ¡Maldito vino!— Luego cayó un cadáver en el suelo. Torrentes de sangre fluían de su boca sobre su hija muerta que abrazaba en su pecho aún después de su muerte.
Ese drama terrible nunca fue revelado a la gente de Qüebec. El veredicto del juez de primera instancia fue que la muerte de la niña era accidental y que la madre angustiada murió de un corazón quebrantada seis horas después. Dos días después, la madre desgraciada fue enterrada con el cadáver de su hija agarrado en sus brazos.

Después de una tempestad tan terrible, yo necesitaba soledad y descanso, pero sobre todo, necesitaba oración. Me encerré en mi pequeño cuarto durante dos días y ahí a solas en la presencia de Dios meditaba en la terrible justicia y retribución de las cuales él me hizo testigo. Esa mujer desgraciada había sido mi penitente; ella y su esposo contaban entre mis más queridos y devotos amigos. Solamente en días recientes se había esclavizado a la borrachera. Antes de eso su piedad y sentido de honor eran de la clase más exaltada que se conoce en la Iglesia de Roma.

Sus últimas palabras no eran expresiones comunes proferidas por pecadores ordinarios al confrontarse con la muerte; para mí, esas palabras tenían una solemnidad que casi transformaron a ella en el oráculo de Dios a mi mente.

Esa noche memorable, en medio de la profunda oscuridad y temible quietud, si estaba despierto o dormido no lo sé, pero vi la calmada forma hermosa de mi querida madre, de pie a mi lado, tomada de la mano de la difunta asesina todavía cubierta de la sangre de su hija. Sí, mi amada madre estaba delante de mí y me dijo con tal poder y autoridad que cada una de sus palabras quedaron grabados en mi alma como si fueran escritas con letras de lágrimas, sangre y fuego: —Ve por toda Canadá, manda a cada padre de familia a nunca poner ninguna bebida intoxicante delante de sus hijos. Manda a las madres a nunca probar ni una gota de esas bebidas malditas. Manda a todo el pueblo de Canadá a nunca tocar ni mirar a la copa envenenada y tú, mi amado hijo, abandona para siempre el uso de esas bebidas detestables que son malditas en el infierno, en el cielo y en la tierra y muerden como serpiente y dan dolor como el áspid.

Cuando cesó el sonido de esa voz tan dulce y poderosa y mi alma dejó de ver esa extraña visión, me quedé muy agitado e inquieto. Dije a mí mismo: —¡Tal vez las cosas terribles que he visto y oído en estos días pasados destruirán a mi mente y me mandarán al manicomio! Me caí de rodillas a llorar y orar. Esto me hizo bien y pronto me sentí más fuerte y calmado.

Elevando nuevamente mi mente a Dios, dije: —Oh Dios mío, hazme saber tu santa voluntad y concédeme la gracia para hacerla. ¿Provienen de ti las voces que acabo de escuchar o son nada más los sueños vanos de mi mente afligida? ¿Será tu voluntad, oh Dios mío, que yo vaya a decir a mi país lo que tan providencialmente me has revelado de los horribles daños insospechados que causan el vino y bebidas alcohólicas tanto al cuerpo como al alma del hombre o será tu voluntad ocultar de los ojos del mundo las cosas maravillosas que tu me has revelado y que las entierre yo conmigo en el sepulcro?

Rápido como un relámpago me vino la respuesta: —¡Lo que te he enseñado en secreto, predícalo desde las azoteas!

Rebosando de una emoción indecible y mi corazón lleno de un poder que no era mío, levanté mis manos hacia el cielo y dije a mi Dios: —¡Por amor a mi querido Salvador Jesús, y por el bien de mi país, oh Dios mío, te prometo que nunca volveré a usar bebidas intoxicantes; además haré todo lo que haya en mi poder para persuadir a otros sacerdotes y a toda la gente a hacer el mismo sacrificio!

Cincuenta años han pasado desde que hice esa promesa y gracias a Dios, la he guardado.

Durante los próximos dos años, yo era el único sacerdote en Canadá quien se abstuvo del uso del vino y de otras bebidas alcohólicas; y sólo Dios sabe cuántos desprecios, reprensiones e insultos de toda clase tuve que soportar. Cuántas veces los apodos de fanático, hipócrita, reformador, y medio hereje fueron susurrados en mis oídos no sólo por los sacerdotes, sino también por los obispos.

Pero yo estaba seguro que mi Dios conocía los motivos de mis acciones y por su gracia permanecí calmado y paciente. En su infinita misericordia, él se fijó en su siervo inútil y escogió el día en que mis humillaciones se convirtieran en gran gozo. Llegó el día en que vi a esos sacerdotes y obispos a la cabeza de sus congregaciones recibiendo la promesa y la bendición de abstinencia de mis manos. Los mismos obispos que al principio me condenaron, pronto invitaron a los ciudadanos principales de sus ciudades a presentarme una medalla de oro como muestra de su aprecio, después de darme oficialmente el título de “Apóstol de Abstinencia de Canadá.”

Por la voluntad de Dios vi con mis propios ojos a mi querido Canadá hacer promesas de abstinencia y abandonar el uso de bebidas intoxicantes. Cuántas lágrimas se secaron en esos días. Miles y miles de corazones fueron consolados y colmados de gozo. Felicidad y abundancia reinaron en muchos hogares anteriormente desolados y el nombre de nuestro Dios misericordioso fue bendecido dondequiera en mi amado país.

¡Esto, ciertamente, no fue obra del pobre Chíniquy! Fue la obra del Señor, porque el Señor, quien es maravilloso en todos sus hechos, escogió nuevamente el instrumento más débil para mostrar su misericordia a los hijos de los hombres. ¡El llamó al más inútil de sus siervos para hacer la mayor obra de reforma que jamás se ha visto en Canadá, para que la alabanza y la gloria sean atribuidos a él y solamente a él!

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C A P I T U L O 26

“Fuera de la Iglesia de Roma, no hay salvación” es una de las doctrinas que los sacerdotes tienen que creer y enseñar a la gente. Ese dogma, una vez aceptado, me hizo dedicar todas mis energías a la conversión de Protestantes. Impedir que una de esas preciosas almas inmortales fueran al infierno me parecía más importante y glorioso que conquistar un reino. En vista de mostrarles sus errores, llené mi biblioteca de los mejores libros controversiales disponibles en Qüebec y estudié las Santas Escrituras con la mayor atención. En el hospital marinero como también con la gente de la ciudad, tuve varias ocasiones de conocer a Protestantes y hablar con ellos. Pero descubrí inmediatamente que con muy pocas excepciones, evitaban hablar conmigo acerca de la religión y esto me afligía. Aprendiendo, un día, que el Rev. Sr. Antonio Parent, superior del Seminario de Qüebec había convertido a cientos de Protestantes durante su largo ministerio, fui a preguntarle si esto fuera verdad. En respuesta, me mostró la lista de sus conversos que eran más de 200 y entre ellos contaban algunas de las más respetadas familias inglesas y escocesas de la ciudad.

Después de repasar esa larga lista de conversos, le dije al Sr. Parent: —Por favor, dígame, ¿Cómo logró persuadir a estos conversos Protestantes a consentir en hablar con usted sobre los errores de su religión. Muchas veces yo he intentado mostrar a los Protestantes que se perderían si no se someten a nuestra santa Iglesia. Pero con pocas excepciones se ríen de mí y lo más cortés posible cambian la conversación a otros temas. ¿No sería usted tan amable de revelarme su secreto para que yo también pueda impedir que se pierdan algunas de esas almas preciosas?

—Tienes razón al pensar que tengo un secreto, —respondió el Sr. Parent, —la mayoría de los Protestantes en Qüebec tienen sirvientas Católico-romanas irlandeses. Estas venían a confesarse conmigo y yo les preguntaba si sus amos o sus amas Protestantes fueran verdaderamente devotos y piadosos o si fueran indiferentes y fríos en cumplir sus deberes religiosos. Luego quería saber si tenían buenas relaciones con sus ministros. Según las respuestas de las muchachas, yo sabía sus hábitos morales y religiosos como si perteneciera a sus familias.

—Así, aprendí que muchos Protestantes no tienen más religión ni fe que nuestros perros. Se despiertan por la mañana y se duermen en la noche sin orar a Dios más que los caballos en sus establos. Muchos de ellos van a la iglesia el domingo más para reírse de sus ministros y criticar sus sermones que para otra cosa. Por medio de las confesiones de estas muchachas honestas aprendí que a muchos Protestantes les gusta las finas ceremonias de nuestra Iglesia y que frecuentemente las favorecían en comparación con las ceremonias frías de ellos. También expresaban sus opiniones con palabras entusiastas acerca de la superioridad de nuestras instituciones educativas y conventos sobre sus propias escuelas preparatorias y colegios. Además, tú sabes que un gran número de los Protestantes más respetuosos y ricos confían sus hijas a nuestras buenas monjas para su educación.

—Tomé notas de todas estas cosas y formé mi plan de batalla. El resultado glorioso está delante de tus ojos. Mi primer paso con los Protestantes quienes yo sabía estar sin ninguna religión o que ya se inclinaban a favor de nosotros era ir con ellos a veces con cinco Libras o hasta con veinticinco Libras y presentarles el dinero como suyo propio.

—Ellos al principio me miraban con asombro y la siguiente conversación ocurría casi invariablemente: —¿Está seguro, señor, que este dinero es mío?

—Sí, señor, —le contestaba, —Estoy seguro que este dinero es suyo.

—Pero, —replicaba, —por favor, dígame, ¿Cómo sabe que me pertenece a mí? Esta es la primera vez que tengo el honor de hablar con usted y no nos conocemos en absoluto.

—Le respondía, —No puedo decirle cómo sé que este dinero es suyo, pero le digo que la persona que lo depositó en mis manos me ha dado su nombre y domicilio tan precisos que no hay posibilidad de ningún error.

—¿Me puede decir el nombre de la persona que puso este dinero en sus manos? —preguntaba el Protestante.

—No, señor, el secreto de la confesión es inviolable, —yo replicaba, —no tenemos ningún ejemplo en que haya sido quebrantado y yo, como todos los sacerdotes de nuestra Iglesia, preferiría morir antes de traicionar la confianza de nuestros penitentes y revelar su confesión. Ni siquiera podemos actuar sobre lo que aprendemos por su confesión, excepto a petición de ellos.

—Entonces esta confesión auricular ha de ser una cosa muy admirable, —añadía el Protestante, —no me daba cuenta de ello hasta hoy.

—Sí, señor, la confesión auricular es la cosa más admirable, —respondía yo, —porque es una institución divina. Pero, con su permiso, señor, mi ministerio me llama a otro lugar. Debo despedirme de usted para ir a donde mi deber me llama.

—Lamento que se va tan pronto, —generalmente contestaba el Protestante, —¿Puede visitarme nuevamente? Por favor, hónreme con otra visita. Me gustaría presentarle a mi esposa. Yo sé que también a ella le daría mucho gusto conocerle.

—Sí, señor, acepto con gratitud su invitación. Me agradaría tener el honor de conocer a la familia de un caballero cuya alabanza está en la boca de todo el mundo y cuya industria y honestidad son un honor a nuestra ciudad. Si está bien con usted, la próxima semana a la misma hora tendré el honor de presentar homenaje y respeto a su señora.

—Al día siguiente todos los periódicos informaron que el Señor Fulano recibió cinco, diez o hasta veinticinco Libras como una restitución a través de la confesión auricular y aun los directores de los periódicos que eran fieles Protestantes no hallaban suficientes palabras elocuentes para elogiarme a mí y a nuestro sacramento de penitencia.

—Tres o cuatro días después, las sirvientas fieles estaban de nuevo en el confesionario rebosantes de gozo diciéndome que sus amos y amas no podían hablar de otra cosa fuera de la amabilidad y honestidad de los sacerdotes de Roma. Los exaltaba mil millas por encima de sus propios ministros. De la boca de estas muchachas piadosas aprendimos invariablemente que elogiaban a la confesión auricular a todos sus amigos y hasta expresaban pesar de que los reformadores hubieran desechado una institución tan útil.

—Ahora, mi querido joven amigo, puedes ver cómo por la bendición de Dios, el pequeño sacrificio de algunas Libras destruyó todos los prejuicios de esos pobres herejes contra la confesión auricular y nuestra santa Iglesia en general. A la hora citada, nunca falté de hacer una visita respetuosa y siempre me recibían como el mesías. El único tema que tocamos, por supuesto, era el gran bien hecho por la confesión auricular. Fácilmente les mostré cómo ella actúa como un freno a todas las malas pasiones del corazón y cómo se adapta admirablemente a las necesidades de los pobres pecadores que encuentran en su confesor un amigo, consejero, guía, padre y un verdadero salvador.

—Muy pocas veces no tuve éxito en traer a esas familias a nuestra santa Iglesia dentro de uno o dos años. Si fracasé en ganar al padre o la madre casi seguramente les persuadí a enviar a sus hijas con nuestras buenas monjas y sus hijos a nuestros colegios donde, tarde o temprano, se convierten en nuestros Católico-romanos más devotos. Ya puedes ver que los pocos dólares que gasté cada año por esa causa santa han sido la mejor inversión que jamás he hecho.

Le di las gracias por esos detalles tan interesantes. —Pero, —le dije, —aunque no puedo menos que admirar su astucia y destreza perfecta, permítame preguntarle, ¿No teme ser culpable cuando les hace creer que el dinero les llegó a través de la confesión auricular?

—No tengo el menor temor de eso, —pronto respondió el sacerdote anciano, —si te fijaste en lo que dije, has de reconocer que no dije directamente que el dinero procedía de la confesión auricular. Si se engañan esos Protestantes, sólo se debe a su propia falta de poner mayor atención en lo que dije. Yo sé que guardé cosas en mi mente que les haría entender el asunto de una manera diferente si se los hubiera dicho. Pero Ligorio y todos los teólogos más aprobados por nuestra santa Iglesia nos dicen que sí se permiten esas reservaciones mentales cuando son para el bien de las almas y la gloria de Dios.

—Sí, —le respondí, —yo sé que esa es la doctrina de Ligorio y que es aprobada por los Papas. Pero debo confesar que esto me parece enteramente opuesto a lo que leemos en el sublime Evangelio. El sencillo y sublime Sí, Sí y No, No de nuestro Salvador me parece en contradicción al arte de engañar, aunque uno no dice absolutas y directas falsedades.

Replicó airadamente el Sr. Parent: —Ahora, mi querido joven amigo, entiendo la verdad de lo que me dijeron hace poco los Rev. Sres. Perras y Bedard. Aunque esos admirables sacerdotes te estiman mucho, ven una nube oscura en tu horizonte. Ellos dicen que pasas demasiado tiempo en la lectura de la Biblia y no lo suficiente en estudiar las doctrinas y santas tradiciones de la Iglesia. También estás demasiado inclinado a interpretar la palabra de Dios según tu propia inteligencia falible en lugar de ir únicamente a la Iglesia para esa interpretación. Esta es la piedra peligrosa contra la cual naufragaron Lutero y Calvino. Acepta mi consejo: no intentas ser más sabio que la Iglesia. Obedece su voz cuando te habla a través de sus santos teólogos. Esto será tu única salvaguardia. El obispo te suspendería inmediatamente si se diera cuenta de tu falta de fe en la Iglesia.

Estas últimas palabras fueron dichos más como sentencia de condenación que otra cosa. Sentí que la única forma de evitar que me denunciara al obispo como hereje y Protestante era pedir una disculpa y retirarme del terreno peligroso en que había entrado. El aceptó mi explicación, pero vi que se arrepintió amargamente de haberme confiado su secreto. Me retiré de su presencia muy humillado por mi falta de prudencia y sabiduría.

Sin embargo, aunque no podía aprobar todos los métodos del Superior de Qüebec, no podía menos que admirar, en ese entonces, los resultados gloriosos de sus esfuerzos en convertir a Protestantes. Hice una resolución de dedicarme más que nunca a mostrarles sus errores y hacerlos buenos Católicos. Durante mis 25 años de sacerdocio persuadí a 93 Protestantes a abandonar la luz del Evangelio y la verdad para seguir las tradiciones ocultas y mentirosas de Roma. No puedo entrar en los detalles de sus conversiones o más bien de sus perversiones. Basta decir que pronto descubrí que mi única oportunidad de proselitizar era entre los Ritualistas (Episcopales y Anglicanos). Vi inmediatamente que Calvino y Knox de verdad habían cavado un abismo infranqueable entre los Presbiterianos, Metodistas, Bautistas y la Iglesia de Roma. Si los Ritualistas permanecen Protestantes y no toman el paso muy corto de regreso a Roma, me asombraría. Algunas personas se sorprenden de que tantos hombres eminentes e instruidos de Gran Bretaña y América abandonan su Protestantismo para someterse a la Iglesia de Roma, pero yo me maravillo de que tan poquitos de ellos no caen en ese abismo de idolatría y necedad cuando pasan toda la vida en el borde mismo de la sima.



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