Los tres años siguientes a la epidemia de la Cólera Morbo serán recordados por largo tiempo en Qüebec a causa de los numerosos robos audaces y homicidios que mantenían a la población total en terror constante. Por fin, cinco de los criminales: Chambers, Mathieu, Gagnon, Waterworth and Lemoine fueron arrestados en 1836, sometidos a juicio, declarados culpables y condenados a muerte en marzo de 1837.
Una noche, durante el proceso del juicio, yo fui llamado a visitar a un enfermo. Pregunté al mensajero por el nombre del enfermo y él dijo que se llamaba Frances Oregon. Yo le dije que el enfermo era un total extranjero para mí. Cuando me acerqué a la calesa, el mensajero se echó a correr y desapareció. Mirando a las caras de los dos hombres que vinieron por mí en la calesa, me parecía que los dos llevaban máscaras.
—¿Qué significa esto? —dije, —ambos llevan máscaras, ¿Tienen la intención de asesinarme?
—Querido Padre Chíniquy, —contestó uno de ellos en voz baja, temblorosa y en tono de súplica, no teme. Juramos delante de Dios que no le haremos ningún mal. Nosotros tenemos en nuestras manos una mayor parte de los artículos de plata robados durante estos últimos tres años. La policía nos está persiguiendo y estamos en peligro de ser capturados. Por amor de Dios venga con nosotros. Vamos a poner todas esas cosas robadas en sus manos para que usted las entregue a sus dueños. Luego, huiremos del país inmediatamente y llevaremos una vida mejor. Somos Protestantes y la Biblia nos dice que no podemos ser salvos si guardamos en nuestras manos lo que no es nuestro. Usted no nos conoce, pero nosotros le conocemos bien a usted. Usted es el único hombre en Qüebec a quien podemos confiar nuestras vidas y este terrible secreto. Nos hemos puestos estas máscaras para que usted no nos conociera y para que usted no sea transigido si por alguna razón le llamen ante el tribunal de justicia.
Mi primer pensamiento era dejarles y correr a la puerta de la casa parroquial; pero semejante acto de cobardía, después de un momento de reflexión, me parecía indigno de un hombre. —Ellos son Protestantes y confían en mí, —pensé, —bien, bien, ellos no lamentarán haber puesto su confianza en un sacerdote Católico. Entonces les respondí: —Lo que me piden es de una naturaleza muy delicada y hasta peligrosa. Antes que lo haga, quiero consultar al que yo considero uno de los hombres más sabios de Qüebec, el Rev. Sr. Demars, el ex-presidente del Seminario de Qüebec. No puedo prometer concederles su petición si él me dice que no vaya.
—Muy bien, —dijeron ambos y en muy corto tiempo yo estaba solo en la habitación del Sr. Demars.
—Señor, —le dije, —yo necesito un consejo sobre un asunto muy extraño. Le expliqué la situación bajo el sello de la confesión para que ninguno de los dos nos quedáramos transigidos.
Antes de contestarme el sacerdote venerable dijo: —Yo soy muy anciano, pero nunca he escuchado nada tan extraño en toda mi vida. ¿No tienes miedo de ir solo con estos dos ladrones?
—No, señor, —respondí, —no veo ninguna razón para temer.
—Bien, bien, —replicó el Sr. Demars, —si no tienes miedo, tu madre te dio un cerebro de diamante y nervios de acero.
—Ahora, mi querido señor, por favor, de la forma más breve dígame su opinión. ¿Me aconseja usted irme con ellos?
El respondió: —Hay tantas consideraciones por hacer que es imposible pesarlas todas. La única cosa que podemos hacer es orar a Dios y a su santa Madre por sabiduría. Vamos a orar.
Después de la oración, el anciano sacerdote dijo con una voz llena de emoción y con lágrimas en sus ojos, —Si no tienes miedo, ¡Sí, ve, ve!
Caí de rodillas y le dije, —Antes de irme, por favor, déme su bendición y ore por mí.
Salí del seminario y me senté a la derecha de uno de mis compañeros desconocidos, mientras el otro estaba en el asiento delantero conduciendo al caballo. Ni una sola palabra se decía por el camino, pero percibí que el extranjero a mi izquierda estaba orando a Dios, aunque con una voz tan baja que entendí solamente estas palabra repetidas dos veces: —Oh Señor, ten misericordia de mí, tan grande pecador.
Estas palabras tocaron mi corazón y trajeron a mi memoria las palabras de mi querido Salvador: “Los publicanos y rameras entrarán al reino de Dios antes que vosotros.” Yo también oré por este pobre pecador arrepentido y por mí mismo, repitiendo el sublime Salmo 51: “Ten misericordia de mí, Oh Señor.”
Duramos media hora en llegar a la casa, donde la calesa fue encerrada. La noche era tan oscura que me era imposible reconocer dónde me encontraba. La única persona que vi dentro de la casa era una mujer alta, cubierta con un largo velo negro, quien parecía ser un hombre disfrazado a causa de su tamaño y fuerzas, porque cargaba dos costales muy pesados como si fueran manojos de paja. Una pequeña vela detrás de una cortina echaba sombras parecidas a fantasmas alrededor de nosotros.
No se decía ninguna palabra, excepto uno de mis compañeros que susurró en una voz muy baja: —Por favor, fíjese en las etiquetas que están en cada bulto. Ellas indicarán su dueño.
Luego que estos bultos fueron colocados en la calesa, salimos de regreso a la casa parroquial, donde llegamos un poco antes del alba. Ni una palabra se intercambió entre nosotros por el camino y mi impresión fue de que mis compañeros arrepentidos unían sus oraciones silenciosas con la mía a los pies de ese Dios misericordioso quien ha dicho a todos los pecadores: “Venid a mí todos los que estáis cargados y cansados y yo os haré descansar.”
Ellos metieron los bultos en mi baúl, el cual cerré cuidadosamente con llave. Cuando terminó todo, les acompañé a la puerta. Luego ambos, asiendo de mis manos, con un movimiento de gratitud y gozo las apretaron a sus labios derramando lágrimas y diciendo en voz baja: —Que Dios le bendiga mil veces por la buena obra que acaba de realizar. Después de Cristo, usted es nuestro salvador.
Mientras estos dos hombres me hablaban, le agradó a Dios enviar a mi alma uno de esos rayos de felicidad que nos da sólo de vez en cuando. Estos dos hombres para mí dejaron de ser ladrones; eran hermanos queridos, amigos preciosos; cosa semejante raramente se ve. Los prejuicios estrechos y vergonzosos de mi religión fueron silenciados ante las oraciones fervientes que oí de sus labios; desaparecieron ante esas lágrimas de arrepentimiento, gratitud y amor que cayeron de sus ojos a mis manos. Yo apreté sus manos en las mías diciéndoles: Les agradezco y les bendigo por escogerme como el confidente de sus desgracias y arrepentimiento. A ustedes les debo tres de las horas más preciosas de mi vida. Adiós, nunca nos volveremos a ver en esta tierra, pero nos veremos en el cielo, adiós.
Era imposible dormir el resto de esa noche memorable. Además, tenía en mi posesión suficientes artículos robados para mandar a cincuenta hombres a la horca. A las diez de la mañana estaba en el taller del Sr. Amiot el orfebre más rico de Qüebec con mi pesado morral lleno de plata fundida. Después de obtener de él la promesa de secreto, se lo entregué, contándole al mismo tiempo su historia. Le pedí que lo pesara, guardara su contenido, y me pagara en efectivo su valor lo cual yo distribuiría según las etiquetas.
El me dijo que había mil dólares de plata fundida los cuales él me dio inmediatamente. Fui directamente a entregar la mitad al Rev. Sr. Cazeault, capellán de la congregación que fue robada y distribuí el restante a los individuos indicados por las etiquetas pegadas a este enorme lingote.
La buena Sra. Montgomery difícilmente creía a sus ojos cuando, después de obtener de ella la promesa de secreto inviolable sobre lo que le iba a mostrar, Le presenté los trastes magníficos de plata, canastas para fruta, cafeteras, azucareras, cremeras y una gran número de cubiertos de plata finísima que habían sido hurtados de su casa en 1835. Le parecía un sueño ver ante sus ojos estas reliquias preciosas de la familia. Luego, ella me contó de la manera más conmovedora cuán terrible momento sufrió cuando los ladrones le agarraron a ella, a una sirvienta y a un joven y los enrollaron en alfombras para sofocar sus gritos.
Esta señora excelente era Protestante y fue la primera vez en mi vida que conocí a un Protestante cuya piedad parecía tan iluminada y sincera. No pude menos que admirarla cuando, después de darme sus sinceras gracias y bendición, me pidió que orara con ella para ayudarla a dar gracias a Dios por el favor que le había mostrado. Le dije que me sentiría feliz unirme con ella en bendecir al Señor por sus misericordias. Luego, me prestó una Biblia hermosamente encuadernada y leímos alternadamente, despacio y de rodillas el Salmo 103: “Bendice, alma mía, a Jehová, etc.”
Al despedirme de ella, me ofreció un monedero que tenía más de cien dólares en oro el cual rehusé, diciéndole que yo preferiría perder mis dos manos que recibir un solo centavo por lo que había hecho.
Ella me dijo: —Usted está rodeado de gente pobre, lléveles esto que ofrezco al Señor como un débil testimonio de mi gratitud, y le aseguro que mientras viva pediré que Dios derrame sobre usted, sus más abundantes favores.
Al salir, no pude ocultar de mí mismo que mi alma había sido embalsamado de un verdadero perfume de piedad que nunca había sentido en mi propia Iglesia.
Antes que terminó el día, yo había devuelto a sus dueños legítimos los efectos cuyo valor superaba más de siete mil dólares y tenía mis recibos en buena forma.
Pensé que era mi deber entregar a mi amigo venerable, el Gran Vicario Demars, una cuenta detallada. El escuchó con profundo interés y no podía detener sus lágrimas cuando le conté la escena conmovedora de la separación de mis dos nuevos amigos esa noche oscura que ha permanecido como una de las más brillantes de mi vida. Cuando mi historia terminó, el dijo: —En verdad soy muy anciano, pero tengo que confesar que nunca he escuchado nada tan extraño ni tan hermoso como esta historia.
Después de los eventos de las previas veinticuatro horas, me hacía mucha falta el descanso, pero era imposible para mí dormir. Por primera vez, confronté cara a cara a ese Protestantismo que mi Iglesia me había enseñado a odiar y a combatir. Pero cuando esa fe fue puesta en la balanza contra mi propia religión, parecía una lingotera de oro en contraste con un montón de harapos podridos. A pesar de mí mismo, escuchaba los clamores de ese ladrón arrepentido: —¡Señor, ten misericordia de mí, un pecador tan grande!
Luego, la piedad sublime de la Sra. Montgomery y las bendiciones que ella pidió que Dios derramase sobre mí, su siervo inútil, parecían como tantas ascuas de fuego echados en mi cabeza por Dios para castigarme por haber difamado a los Protestantes y haber criticado tan frecuentemente su religión.
Una voz secreta surgía dentro de mí: —¿No ves cómo estos Protestantes a quienes deseabas aplastar con tanto desprecio, saben como orar, arrepentirse y enmendar sus faltas mucho más noblemente que los miserables desgraciados a quienes mantienes a tus pies como tantos esclavos por medio del confesionario? ¿Alguna vez ha actuado tan eficazmente en los pecadores la confesión auricular como la Biblia en estos ladrones para cambiar sus corazones? ¡Juzga este día por sus frutos, cuál de las dos religiones es guiado por el espíritu de las tinieblas o por el Espíritu Santo!
No queriendo condenar a mi religión ni permitir que mi corazón fuera atraído por el Protestantismo durante las largas horas de esa noche intranquila, me quedé ansioso, humillado e inquieto.
C A P I T U L O 28
Pocos días después de la extraña noche providencial que pasé con los ladrones arrepentidos, recibí la siguiente carta firmada por Chambers y sus desgraciados amigos criminales que fueron arrestados durante la serie de robos y homicidios:
– Querido Padre Chíniquy, Estamos condenados a muerte. Por favor, venga a ayudarnos a confrontar nuestra sentencia como Cristianos.
No intentaré decir lo que sentí al entrar a las celdas húmedas y oscuras donde los culpables estaban encadenados. Ningunas palabras humanas pueden expresar esas cosas. Sus lágrimas y sollozos penetraban mi corazón como una espada de dos filos. Después que los demás me pidieron que escuchara la confesión de sus pecados y que los preparase para la muerte, dijo Chambers: —Usted sabe que soy Protestante, pero estoy casado con una Católico-romana que es penitente suya. Usted ha convencido a mis dos queridas hermanas a convertirse al Catolicismo. Muchas veces he deseado seguirles, pero mi vida criminal me ha impedido hacerlo. Pero estoy determinado a hacer lo que considero ser la voluntad de Dios sobre este asunto tan importante. Por favor, dígame lo que debo hacer para llegar a ser un Católico.
Yo era un sacerdote Católico-romano sincero, creyendo que fuera de la Iglesia de Roma no hay salvación. La conversión de ese gran pecador me parecía un milagro de Dios y fue para mí una feliz distracción en medio de la desolación que sentí en ese calabozo. Pasé los próximos ocho días escuchando sus confesiones y también instruí a Chambers en la fe de la Iglesia de Roma. Les pregunté algunos de los detalles de los homicidios y robos que habían cometido que fueron para mí una lección sobre la perversión humana. Los hechos que escuché me convencieron de la necesidad que todos tenemos. Cuando el hombre es dejado solo, sin ninguna religión para impedir a sus pasiones incontrolables, es más cruel que las bestias salvajes. La existencia de la sociedad sería imposible sin una religión y un Dios para protegerla.
Yo estoy a favor de la libertad de conciencia en su sentido más alto, pero pienso que el ateo debe ser castigado igual que el asesino o el ladrón, porque sus creencias tienden a hacer asesinos y ladrones a todos los hombres. Ninguna ley ni sociedad es factible si no existe Dios.
Entre más se acercaba ese día fatal cuando acompañaría a esos hombres a la horca para verlos lanzados a la eternidad, más horror sentía. Ellos eran para mí, más queridos que mi propia vida. No sólo con gusto mezclaba mis lágrimas con ellos, uniendo con ellos mis oraciones fervientes a Dios por misericordia, sino sentí que estaría dispuesto a derramar mi propia sangre para salvar sus vidas.
El gobernador, Lord Gosford, era mi amigo y puesto que algunos de los hombres pertenecían a las familias más respetadas de Qüebec, organicé una petición para procurar cambiar su sentencia a exilio permanente en la lejana colonia penal de Botany Bay, Australia. Fue firmada por el obispo, los sacerdotes católicos, ministros de varios denominaciones Protestantes y cientos de los ciudadanos principales de Qüebec. Yo presenté personalmente la petición acompañado por el secretario del arzobispo. Pero sentí gran angustia cuando el gobernador me respondió que esos hombres cometieron tantos homicidios y mantuvieron al país en terror por tantos años que era absolutamente necesario castigarlos con muerte.
¿Quién puede describir la desolación de aquellos hombres desgraciados cuando, con una voz ahogada por sollozos y lágrimas, les dije que el gobernador había rehusado? Serían ahorcados al día siguiente. Llenaron sus celdas con clamores que hubieran quebrantado al corazón más endurecido. Había un temor que me atormentaba, como un fantasma del infierno, los últimos tres días. Parecía que a pesar de todos mis esfuerzos, oraciones, confesiones, absoluciones y sacramentos, estos hombres no eran convertidos y serían lanzados a la eternidad con todos sus pecados. Cuando comparé la calma y arrepentimiento sincero de los ladrones con quienes pasé una noche, hacía varias semanas, en su calesa con las expresiones ruidosas de lamentación de estos recién convertidos pecadores, no pude más que descubrir una distancia inmensurable entre los dos.
Yo decía a mí mismo ansiosamente: —¿Será posible que aquellos Protestantes que estaban conmigo en la calesa tenían los verdaderos caminos de arrepentimiento, perdón, paz y vida eterna, mientras nosotros los Católico-romanos con nuestra señal de la cruz, agua bendita, nuestros crucifijos y rezos a los santos, nuestros escapularios y medallas y nuestra tan humillante confesión auricular sólo estamos distrayendo a la mente, alma y corazón del pecador de la verdadera y única fuente de salvación, Cristo? En medio de esos pensamientos angustiosos, casi me arrepentí de haber ayudado a Chambers a abandonar su Protestantismo por mi Romanismo.
Como a las 4:00 p.m., hice un esfuerzo supremo para sacudirme de mi desolación y animarme para los deberes solemnes que Dios me había encomendado. Yo hice algunas preguntas a esos hombres para ver si estaban verdaderamente arrepentidos y convertidos. Sus respuestas añadieron a mi temor. Es verdad que les había hablado de Cristo y su muerte por ellos, pero esto había sido tan entremezclado con exhortaciones a confiar en María, poner su confianza en medallas, escapularios, confesiones etc. que parecía que en nuestra religión, Cristo era como una perla preciosa, perdida entre una montaña de arena. Este temor pronto hizo mi angustia insoportable.
Entonces me metí al pequeño cuarto que el carcelero me había designado y caí de rodillas para orar a Dios por mí mismo y mis pobres convictos. Aunque esta oración me trajo algo de calma, de todas maneras, grande fue mi angustia. Fue entonces que vino a mi mente otra vez la idea de ir al gobernador y hacer otro esfuerzo supremo de intentar cambiar la sentencia de muerte a la de exilio perpetuo. Sin dilatar un solo momento, fui a su palacio.
Eran como las 7:00 p.m. cuando de mala gana me admitió a su presencia, diciéndome al extenderme la mano: —Espero, señor Chíniquy, que usted no viene a renovar su petición de la mañana, porque no puedo concedérsela.
Sin una palabra para responder, caí de rodillas y por más de diez minutos, hablé como jamás había hablado. Hablé tal como hablamos cuando somos embajadores de Dios en una misión de misericordia. Por algún tiempo el gobernador estaba mudo y pasmado. No sólo era un hombre magnánimo, sino también tenía un corazón tierno y amable. Sus lágrimas pronto empezaron a fluir con las mías y sus sollozos se mezclaron con los míos. Con una voz medio sofocada por su emoción, me extendió su mano amistosa y dijo: —Padre Chíniquy, usted me pide un favor que no debo concederle, pero no puedo resistir sus argumentos cuando sus lágrimas, sollozos y clamores me penetran como flechas y quebrantan mi corazón. Voy a conceder el favor que usted me pide.
Eran las 10:00 p.m. cuando toqué la puerta del carcelero pidiéndole permiso para ver a mis queridos amigos en sus celdas para decirles que había obtenido su perdón. El casi no lo creía, pero fijándose en el pergamino, dijo: —¿Ha notado que está cubierto y casi echado a perder por las manchas de las lágrimas del gobernador? Usted ha de ser un hechicero para ablandar el corazón de semejante hombre. Yo sé que estaba absolutamente indispuesto a conceder el perdón.
Yo le convencí que no fue obra mía, sino de nuestro Salvador Jesucristo: —Por favor, apresúrese a abrir las celdas de esos hombres desgraciados para contarles lo que nuestro Dios misericordioso ha hecho para ellos.
Al entrar, no podía contenerme, grité: —¡Regocíjense y bendigan al Señor, mis queridos amigos! ¡No morirán mañana, tengo su perdón conmigo!
Dos de ellos se desmayaron y los otros lloraban derramando lágrimas de gozo. Me abrazaron fuertemente y me cubrieron con sus lágrimas de gozo. Me arrodillé con ellos y dimos gracias a Dios.
A la mañana siguiente, yo estaba con ellos antes de las 7:00 a.m. Las multitudes ya empezaban a reunirse a esa hora temprana para presenciar la muerte de los acusados. Pero cuando oyeron la novedad que la sentencia había sido cambiada, el gentío se volvió furioso. Por un tiempo, temieron que la turba rompiera las puertas de la cárcel y ahorcaría a los reos. El jefe de la policía me advirtió a no aparecer por las calles por algunos días.
Al partir ellos, un mes después, rumbo a Botany Bay, regalé a cada uno un Nuevo Testamento Católico-romano traducido por DeSacy, para leer y meditar durante su largo viaje aburrido. Me despedí de ellos encomendándoles a la misericordia de Dios y la protección de la Virgen María y todos los Santos. Algunos meses después, oí que en alta mar Chambers había roto sus cadenas y las de algunos de sus compañeros con la intención de tomar posesión del barco y escapar a alguna ribera lejana. Pero fue traicionado y luego ahorcado al llegar a Liverpool.
Yo casi había perdido la vista de esos días emocionantes de mi sacerdocio juvenil, cuando en 1878 fui llamado por la providencia de Dios para dar conferencias sobre el Romanismo en Australia.
Poco después de mi llegada, un caballero venerable tocó la puerta. Al saludarme el extranjero, dijo: —¿Está aquí el Padre Chíniquy?
—Sí, señor, yo soy el Padre Chíniquy, —contesté.
—Oh querido Padre Chíniquy, —pronto replicó el extranjero, —¿Será posible que sea usted mismo? ¿Me permite estar completamente a solas con usted por media hora?
—Seguro que sí, —dije, —por favor, señor, pase usted y sígame.
Al estar a solas con el extranjero, me preguntó: —¿Usted me reconoce?
—¿Cómo puedo reconocerlo, señor, —respondí, —no recuerdo haberlo visto jamás.
—¿Recuerda usted de Chambers, quien fue condenado a muerte en Qüebec en 1837 con sus cómplices? —preguntó el extranjero.
—Sí, señor, lo recuerdo muy bien, —repliqué.
—Bueno, querido Padre Chíniquy, yo soy uno de los criminales que llenó a Canadá con terror por varios años. Fui arrestado y justamente condenado a muerte. Usted obtuvo nuestro perdón y la sentencia de muerte fue conmutado a exilio perpetuo en Botany Bay. Mi nombre en Canadá fue A____, pero aquí me llaman B_____. Dios me ha bendecido desde entonces de muchas maneras, pero es a usted a quien debo mi vida y todos los privilegios de mi existencia actual. Después de Dios, usted es mi salvador. Vengo a darle las gracias y a bendecirlo por lo que usted ha hecho por mí.
Pero su gozo de él no excedió el mío. Le pedí que me contara los detalles de su extraña y maravillosa historia. Aquí doy un corto resumen de su respuesta:
—Después de su última bendición que usted me dio abordo del barco, lo primero que hice fue abrir el Nuevo Testamento que usted me dio. Fue la primera vez en mi vida que tuve ese libro en mis manos. A decir verdad, la primera lectura del Evangelio hizo mucho para derrumbar mi fe Católico-romana y hacer naufragar la religión que me enseñaron mis padres, el colegio y aun usted mismo. El único bien que me hizo la primera lectura era darme pensamientos más serios y prevenir mi participación con Chambers y sus conspiradores en su necio complot.
—Pero si mi primera lectura del Evangelio no me hizo mucho bien, no puedo decir lo mismo de la segunda. Recuerdo que usted nos dijo que nunca leyéramos sin antes ofrecer a Dios una ferviente oración por ayuda y luz para entenderlo. Yo estaba verdaderamente hastiado de mi vida anterior. Pues al abandonar el temor y el amor de Dios, me caí al abismo más profundo de perversión y miseria humana hasta llegar tan cerca del fin de mi vida en la horca. Sentí la necesidad de un cambio. Muchas veces usted nos repitió las palabras de nuestro Salvador: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cansados y yo os haré descansar.” Pero igual que todos los demás sacerdotes, usted siempre mezcló esas admirables palabras salvadoras con la invocación a María y la confianza en nuestras medallas, escapularios, la señal de la cruz, etc. El llamamiento de Cristo siempre fue ahogado en la Iglesia de Roma por aquellas supersticiones y absurdas prácticas impías.
—Una mañana, después de pasar una noche sin dormir y sintiéndome oprimido por el peso de mis pecados, abrí el Evangelio después de una ferviente oración por luz y guianza. Se clavaron mis ojos en las palabras de Juan 1: 29: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” Estas palabras descendieron sobre mi pobre alma culpable con un poder divino irresistible. Con lágrimas de indecible desolación, pasé el día clamando:
—¡Oh, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ten misericordia de mí! ¡Quita mis pecados!
—Antes que terminara el día, sentía y sabía que el Cordero de Dios había quitado mis pecados. El cambió mi corazón y me hizo un hombre totalmente nuevo. Desde ese día, la lectura del Evangelio era como el pan al hombre hambriento y como las aguas puras y refrescantes al viajero sediento. Mi gozo, mi inefable gozo, era leer el Santo Libro y hablar del amor del querido Salvador para los pobres pecadores con mis compañeros en cadenas. Gracias a Dios, un buen número de ellos encontraron al que es Preciosísimo, convirtiéndose sinceramente en los agujeros oscuros de ese barco.
—En los trabajos forzados en Sydney con los demás reos, sentí que mis cadenas eran tan ligeras como plumas, porque estaba seguro que mis pecados fueron quitados y aunque trabajaba bajo el sol ardiente desde la mañana hasta la noche, me sentí feliz y mi corazón estaba lleno de gozo, porque estaba seguro que mi Salvador me había preparado un trono en su reino y que él me había comprado una corona de gloria, muriendo en la cruz para redimir mi alma culpable.
—Apenas había pasado un año en Australia en medio de los convictos, cuando un ministro del Evangelio, acompañado por otro caballero, vino a mí y dijo: —Su perfectamente buena conducta y su vida Cristiana han atraído la atención y la admiración de las autoridades y el gobernador nos envía para entregarle este documento que dice que usted ya no es un criminal ante los ojos de la ley. Está perdonado y puede llevar la vida de un ciudadano honorable con la condición de que usted siga en los caminos de Dios. Después de hablar así, el caballero puso cien dólares en mis manos y añadió:
—Vaya y sea usted un fiel seguidor del Señor Jesucristo y el Dios Todopoderoso le bendecirá y le hará prosperar en todos sus caminos.
—Lleno de gozo, pasé varios días y noches bendiciendo al Dios de mi Salvación, Jesús, el Redentor de mi alma.
—Algunos años después, oímos de los descubrimientos de ricas minas de oro en varias partes de Australia. Primero pedí a Dios que me guiara, luego salí hacia las minas en búsqueda de oro. Después de una larga caminata, estaba muy cansado. Me senté en una piedra lisa para comer y luego apagar mi sed con el agua del arroyo. Estaba comiendo y bendiciendo a Dios, cuando de repente me llamó la atención una piedra junto al arroyo casi del tamaño de un huevo de ganso. Fui y la recogí. ¡La piedra era casi todo del oro más puro!
—Me arrodillé a dar gracias a Dios y alabarle por esta nueva prueba de su misericordia hacia mí y empecé a buscar más. Usted puede imaginar mi gozo al encontrar ese terreno literalmente cubierto de piezas de oro. Cuando alcancé a tener como ochenta mil Libras depositadas en los bancos, un caballero me ofreció ochenta mil Libras más por el terreno y se lo vendí. Invertí en un terreno que pronto llegó a ser el sitio de una ciudad importante y llegué a ser uno de los hombres más ricos de Australia. Luego comencé a estudiar y a mejorar la poca educación que había recibido en Canadá. Me casé y mi Dios me ha hecho padre de varios hijos. La gente entre quienes fijé mi residencia, desconociendo mi pasado, me han elevado entre las dignidades principales del lugar. Por favor, querido Sr. Chíniquy, venga a comer conmigo mañana para poder mostrarle mis propiedades y presentarle a mi esposa y a mis hijos.
Al contarme sus aventuras maravillosas, su voz muchas veces fue ahogada por sus emociones. Le dije: —Ahora entiendo por qué mi Dios me dio un poder tan maravilloso sobre el gobernador de Canadá cuando arranqué su perdón de las manos a pesar de sí mismo. El Dios misericordioso quiso salvarle a usted y usted es salvo. ¡Bendito sea su nombre para siempre!
Al día siguiente, fue mi privilegio estar con su familia en su comida. Nunca en mi vida he visto una madre más feliz y una familia más interesante. Después de la comida me mostró su hermoso jardín y su rico palacio. Luego, abrazándome fuertemente, dijo: —Querido Padre Chíniquy, todas estas cosas pertenecen a usted. Es a usted, después de Dios, a quien debo mi vida, todas las bendiciones de una grande familia Cristiana y el honor de la alta posición que tengo en este país. ¡Que el Dios del cielo siempre le bendiga por lo que usted ha hecho por mí!
Le respondí: —Querido amigo, a mí usted no debe nada. No he sido más que un débil instrumento de las misericordias de Dios hacia usted. Al gran Dios misericordioso solamente sea la alabanza y la gloria. Por favor, pida a su familia que se acerque y cantemos unidos para la gloria y alabanza de Dios, el Salmo 103.
Después de cantar, me despedí de él por segunda vez para nunca verlo nuevamente hasta que estemos en aquella Tierra Prometida donde cantaremos la eterna Aleluya alrededor del trono del Cordero inmolado por nosotros y quien nos redimió con su sangre.
C A P I T U L O 29
La flota mercantil del otoño de 1836 había llenado el hospital marinero de Qüebec con las víctimas de una fiebre tifoidea de la peor especie. Debido a la epidemia, los doctores y la mayoría de los enfermeros fueron barridos durante los meses del invierno. En la primavera de 1837, yo era casi el único sobreviviente. Para evitar el pánico, la situación del hospital fue guardado secreto; pero para fines de mayo, yo contraje la enfermedad, forzándome a revelar la situación al obispo para que otro capellán fuese designado. El joven Mons. D. Estimanville fue escogido. Duré más de una hora enseñándole todos los cuartos y presentándole a los pobres enfermos y moribundos marineros.
Luego, me sentí tan exhausto que dos amigos tenían que sostenerme en mi regreso a la casa parroquial de St. Roche. Mis médicos fueron llamados inmediatamente. Mi caso era tan peligroso que hicieron llamar a otros tres médicos. Durante nueve días sufrí las torturas más horribles en mi cerebro y en el mismo tuétano de mis huesos. Mi única nutrición fueron unas gotas de agua. Los médicos dijeron al obispo que no había esperanza. Me administraron los últimos sacramentos y me preparé a morir. Al décimo día estaba totalmente inerte.
Aunque todas mis facultades físicas parecían muertas, mi memoria, inteligencia y alma actuaban con más poder que nunca. Durante el curso de la fiebre tuve visiones terribles. En una de ellas, me vi rodeado por enemigos despiadados cuyas dagas y espadas estaban metidas en mi cuerpo. Había muchas otras que recuerdo con minuciosos detalles. Al principio, la muerte no tuvo terror para mí, pues yo había hecho todo en mi poder para cumplir con todo lo que mi Iglesia me mandaba hacer para ser salvo.
—Está muerto o si no, tiene sólo pocos minutos para vivir. Ya está frío y sin respiración y no podemos sentir su pulso, —aunque dijeron estas palabras en un tono muy bajo, explotaron en mis oídos como truenos. “Está muerto” sonaba en mis oídos. Las palabras no pueden expresar mi horror. Una ola congelante empezó a moverse lentamente desde mis extremidades hacia mi corazón. En ese momento, hice un gran esfuerzo para salvarme, invocando la ayuda de la bendita Virgen María. Como un relámpago me atacó una visión terrible. Vi a todas mi buenas obras y penitencias en las cuales mi Iglesia me mandó confiar para obtener la salvación, de un lado de la balanza de la justicia de Dios. Mis pecados estaban al otro lado. Mis buenas obras parecían sólo un grano de arena en comparación con el peso de mis pecados.
—Esta terrible visión destruyó completamente mi falsa seguridad farisaica y llenó mi alma de terror indecible. No pude clamar a Jesucristo ni a Dios su Padre, porque creí sinceramente que ambos estaban airados contra mí a causa de mis pecados. Con mucha ansiedad, volví mis esperanzas hacia Sta. Ana y Sta. Filomena. Mi confianza en Sta. Ana vino de las muletas sin número etc. que cubrían la iglesia “La Bonne St. Anne du Nord.” El cuerpo de Sta. Filomena había sido descubierto recientemente de manera milagrosa y se llenaba el mundo de rumores de los milagros hechos por medio de su intercesión; sus medallas se hallaban dondequiera.
Con toda mi confianza en la voluntad y poder de estas dos Santas de obtener cualquier favor, las invoqué para que pidieran a Dios que me concediera algunos años más de vida. Con la mayor honestidad de propósito, prometí añadir a mi penitencia vivir una vida más santa en el servicio de los pobres y los enfermos. También prometí poner un cuadro de las dos Santas en la iglesia de Sta. Ana para proclamar al mundo su gran poder en el cielo, si ellas obtuvieran mi curación y restaurasen mi salud.
Extrañamente las últimas palabras de mi oración apenas fueron dichas cuando vi aparecer arriba de mi cabeza a Sta. Ana y Sta. Filomena sentadas en medio de una gran luz sobre una hermosa nube dorada. Ambas me miraron con gran amabilidad. La amabilidad de Sta. Ana, sin embargo, estaba tan mezclada con un aire de reverencia y gravedad que no me gustaban sus miradas; mientras Sta. Filomena tenía tal expresión de amor super-humano y amabilidad que me sentía atraído a ella por un poder magnético cuando ella dijo claramente: Serás curado. Y la visión desapareció.
¡Pero fui curado, perfectamente curado! Al desaparecer las dos Santas, sentí como un choque eléctrico pasar por todo mi cuerpo. Los dolores se quitaron, mi lengua se desató, los nervios fueron restaurados a su poder natural y normal, mis ojos se abrieron y las olas congelantes que venían de mis extremidades hacia mi corazón se convirtieron en un baño caluroso y agradable restaurando vida y fuerza a cada parte de mi cuerpo. Levanté mi cabeza, estiré mis manos que no había movido en tres días y mirando alrededor vi a cuatro sacerdotes. Les dije: —Estoy curado, por favor, denme algo de comer.
Inmensamente asombrados, dos de ellos me abrazaron por los hombros para ayudarme a sentar un momento y cambiar mi almohada mientras los otros corrieron a traerme alimento.
—¿Qué significa esto? —dijeron todos, —anoche los doctores nos dijeron que estabas muerto y hemos pasado la noche no sólo llorando tu muerte, sino rezando para rescatar tu alma de las llamas del purgatorio. Y ahora estás con apetito, alegre y saludable.
Respondí: —Significa que cuando sentí que iba a morir, pedí a Sta. Ana y Sta. Filomena a venir a mi socorro y a curarme y ellas han venido. Vi a las dos ahí arriba de mi cabeza. Fue Sta. Filomena quien me habló como mensajero de las misericordias de Dios. He prometido mandar pintar un cuadro de ellas y colocarlo en la iglesia de La Bonne St. Anne du Nord.
Los médicos, habiendo oído de mi curación repentina, se apresuraron en venir a ver lo que significaba. Al principio casi no creían lo que veían sus ojos. La noche anterior me habían dado por muerto; y ahora, la mañana siguiente estaba perfectamente sano. Me preguntaban todas las circunstancias conectadas con esta extraña curación inesperada y yo les dije sencilla pero claramente lo que había ocurrido en el mismo momento en que esperaba morir. Dos de mis médicos eran Católico-romanos y tres eran Protestantes. Mientras los doctores Católicos parecían creer en mi curación milagrosa, los Protestantes enérgicamente protestaron contra esa opinión en el nombre de la ciencia y del sentido común. El Dr. Douglas me hizo la siguiente interrogación:
Dijo: —Querido Padre Chíniquy, usted sabe que no tiene en Qüebec un amigo más devoto que yo y usted me conoce demasiado bien como para sospechar que yo quiero herir sus sentimientos religiosos cuando le digo que no hay la menor apariencia de un milagro en su tan feliz y repentina curación. Si es tan amable para responder a mis preguntas, verá usted que está equivocado al atribuir a un milagro algo que es tan común y natural. Aunque está perfectamente curado, está muy débil. Por favor, sólo responda sí o no a mis preguntas para no agotarse. Por favor, díganos si ésta es la primera visión que tuvo durante el período de esa terrible fiebre.
Respondí: —He tenido muchas otras visiones, pero las consideré el efecto de la fiebre.
Dr.: —Por favor, haga sus respuestas más cortas o de otra manera no le haré más preguntas. Díganos sencillamente si no ha visto en esas visiones a veces cosas horrorosas y espantosas y otras veces cosas muy hermosas.
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —¿No han impresionado a su mente esas visiones con tal poder y realidad que nunca las olvidará y que usted las consideraba más reales que una mera visión de un cerebro enfermo?
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —No se sintió a veces mucho peor o a veces mucho mejor después de esas visiones según su naturaleza?
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —Cuando reposaba durante esa enfermedad, ¿No oraba a los Santos y particularmente a Sta. Ana y Sta. Filomena?
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —Cuando considerabas que la muerte se acercaba (y en verdad estaba muy cerca) y escuchó mis palabras imprudentes que sólo le quedaban pocos minutos de vida, ¿No le sobrecogió un pavor de la muerte como nunca había sentido antes?
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —¿No hizo entonces un gran esfuerzo para resistir la muerte?
Res.: —Sí, señor.
Dr.: —¿Sabe que usted es un hombre con una voluntad fortísima y que pocos hombres pueden resistirla cuando usted desea hacer algo? ¿No sabía que su voluntad es de un poder tan excepcional que montañas de dificultades han desaparecido delante de usted aquí en Qüebec? ¿No ha visto aun a mí mismo con otros muchos cediendo a su voluntad a pesar de nosotros mismos?
Con una sonrisa respondí: —Sí, señor.
Dr.: —¿No recuerda ver muchas veces a gente sufriendo terriblemente de un dolor de muela venir a sacarla y que de repente eran curados al ver las navajas y otros instrumentos quirúrgicos que colocamos en la mesa para usar?
Respondí con una risa: —Sí, señor, frecuentemente lo he visto y a mí también me ocurrió una vez.
Dr.: —¿Cree usted que había algún poder sobrenatural entonces en los instrumento quirúrgicos y que esas curaciones repentinas de dolor de muela eran milagrosas?
Res.: —No, señor.
Dr.: —¿No ha leído el volumen de “Directorio Médico” sobre la fiebre tifoidea que le presté donde relata varias curaciones exactamente iguales a la suya?
Res.: —Sí, señor.
Entonces, dirigiéndose a los médicos, el Dr. Douglas dijo: —No debemos agotar a nuestro querido Padre Chíniquy, pero según sus respuestas ustedes entienden que no hay un milagro aquí. Su curación repentina es una cosa muy natural. La visión era lo que llamamos el clímax de la enfermedad cuando la mente está poderosamente empeñada en un objeto muy excitante y cuando esa cosa misteriosa de la cual todavía sabemos muy poco llamado la voluntad (el espíritu) y el alma luchan como un gigante contra la muerte en una batalla donde dolores, enfermedades y aun la muerte huyen y son vencidos.
—Mi querido Padre Chíniquy, de sus propios labios lo tenemos. Usted luchó anoche contra la fiebre y la cercana muerte como un gigante. Con razón ganó la victoria y confieso que es una gran victoria. Yo sé que no es la primera victoria que has ganado y estoy seguro que no será la última. Dios le ha dado una voluntad irresistible. En ese sentido solamente su curación ha venido de él.
Un proverbio antiguo dice: “No hay nada tan difícil como persuadir a un hombre que no quiere ser persuadido.” Aunque el razonamiento y palabras amables del doctor deberían ser escuchado gustosamente, sólo me molestaban. Parecía más agradable a Dios y más conforme a mi fe creer que había sido curado por un milagro. Y por supuesto, el obispo, mi confesor y un sin número de sacerdotes y amigos Católico-romanos que me visitaron durante mi recuperación confirmaron mi opinión.
El diestro pintor, Sr. Plamonon, fue llamado para pintar el cuadro que yo había prometido colocar en la iglesia de St. Anne du Nord. Fue una de las pinturas más hermosas y distinguidas del artista. Tres meses después de mi recuperación, fui a la casa parroquial del cura de St. Anne du Nord, el Rev. Sr. Ranvoize, un pariente mío. El tenía como sesenta y cinco años de edad, era muy rico y tenía una magnífica biblioteca. Cuando era joven disfrutaba de la reputación de ser uno de los mejores predicadores de Canadá.
Era noche cuando llegué con mi cuadro; luego, al estar a solas con el cura anciano, él me dijo: —¿Será posible, mi querido joven primo, que te vas a poner en ridículo mañana? Tu supuesta curación milagrosa fue un sueño de tu cerebro enfermo en el momento de supremo crisis de la fiebre. Es lo que llaman el clímax de la enfermedad cuando un esfuerzo desesperado o mata o cura al paciente. En cuanto a la visión de esa muchacha hermosa a quien llaman Sta. Filomena y quien te ha hecho tanto bien, seguramente no es la primera muchacha que te haya venido en tus sueños y te haya hecho sentir bien. —Al decir estas palabras, se rió tan estrepitosamente que temí que se partiera de risa. Dos veces me repitió esta broma.
Al principio, yo estaba tan escandalizado por esta reprensión inesperada, la cual yo consideraba casi una blasfemia, que estaba a punto de salir sin una palabra más. Pero, después de un momento de reflexión, le dije: —¿Cómo puede usted hablar con tanta liviandad de una cosa tan solemne? ¿No cree usted en el poder de los Santos quienes siendo más santo y puros que nosotros ven a Dios cara a cara, hablan con él y obtienen favores que él rehusaría a nosotros los rebeldes? ¿No es usted el testigo diario de las curaciones milagrosas hechas en su propia iglesia ante sus propios ojos? Literalmente miles de muletas cubren las paredes de su iglesia.
Mi llamada sincera a los milagros diarios y la mera mención de las muletas produjo una risa tan homérica que sentí desconcertado y entristecido. Me quedé absolutamente mudo; quería nunca haber venido. Cuando se había reído de mí hasta quedarse satisfecho, dijo: —Mi querido primo, tu eres el primero con quien hablo de esta forma. Lo hago porque, en primer lugar, te considero un hombre de inteligencia y espero que me comprendas. Segundo, porque tú eres mi primo. Si fueras uno de esos sacerdotes idiotas y verdaderos mentecatos que forman al clero hoy o algún extranjero, te dejaría ir por tu camino creyendo esas ridículas supersticiones degradantes de nuestra pobre gente ignorante.
—Yo te conocí desde tu infancia y conocí a tu padre. El era uno de mis amigos más queridos. Tú eres muy joven y yo muy anciano; es mi deber de honor y conciencia revelarte una cosa que he guardado secreto entre Dios y mí mismo. Yo he estado aquí más de treinta años y aunque nuestro país se llena constantemente del ruido de los milagros grandes y pequeños hechos en la iglesia cada día, estoy dispuesto a jurar ante Dios y comprobar ante cualquier hombre de sentido común que ningún milagro se ha hecho en mi iglesia desde que llegué aquí. Cada una de esas curaciones milagrosas es puro engaño, la obra o de tontos o de adiestrados impostores hipócritas.
—Creéme, mi querido primo, he estudiado cuidadosamente la historia de todas esas muletas. Noventa y nueve por ciento han sido por pobres mendigos perezosos quienes al principio pensaron correctamente que crearían más simpatía y traerían más dinero a sus bolsas caminando de puerta en puerta con una o dos muletas. Esas muletas son la clave para abrir tantos corazones como bolsas. Pero llega el día en que ese mendigo ha comprado una buena granja con sus limosnas robadas o cuando esté realmente cansado y repugnado por sus muletas y quiere deshacerse de ellas, ¿Cómo puede hacerlo sin transigirse? ¡Por un milagro!
—Luego a veces viaja cientos de millas de puerta en puerta mendigando como siempre, pero esta vez pide las oraciones de toda la familia diciendo:
—Voy caminando a la buena Sta. Ana du Nord a pedir que me cure mis piernas. Espero que me curará como a tantos otros. ¡Tengo mucha confianza en su poder! Cada uno le da el doble o quizás diez veces más que antes al pobre cojo haciéndole prometer que si es curado, que regrese para que ellos bendigan a la buena Sta. Ana con él. Cuando llega aquí, me da a veces un dólar o a veces cinco dólares para decir la misa por él.
—Yo recibo el dinero, porque sería un tonto rehusarlo cuando sé que su bolsa se ha llenado tanto. Durante la celebración de la misa generalmente escucho mucho ruido y gritos de gozo: “¡Un milagro, un milagro!” Las muletas son echados en el suelo y el cojo camina tan bien como tú o yo. Y el último acto de esa comedia religiosa es el más lucrativo, porque cumple su promesa visitando cada casa que alguna vez había visitado con sus muletas. El da un informe detallado de su curación milagrosa. Lágrimas fluyen de los ojos de todos y generalmente el último centavo de esa familia es entregado al impostor.
—Este es el caso de noventa y nueve de cada cien curaciones hechas en mi iglesia. El número cien se trata de personas honestas, pero, perdone la expresión, tan ciegas y supersticiosas como tú. Son realmente curados, porque estaban realmente enfermos, pero sus curaciones son el efecto natural del gran esfuerzo de la voluntad. Es el resultado de una feliz combinación de causas naturales que trabajan en el cuerpo, matan el dolor, expelan la enfermedad y restauran la salud.
—Uno de los puntos más débiles de nuestra religión son los milagros ridículos y me atrevo a decir diabólicos hechos y creídos diariamente entre nosotros por las supuestas reliquias y huesos de los santos. ¿No sabes que la mayoría de esas reliquias no son más que huesos de pollos y de ovejas? Y ¿Qué no diría si te contara todo lo que sé sobre las milagrosas imposturas diarias de los escapularios, agua bendita, rosarios y medallas de todas clases? Si yo fuera el Papa, echaría todas esas farsas que proceden del paganismo al mar y presentaría ante los ojos de los pecadores ninguna cosa, sino a Cristo y a él crucificado como el objeto de su fe y esperanza, así como los apóstoles Pablo, Pedro y Santiago hacen en sus epístolas.
No puedo repetir aquí todo lo que escuché esa noche de aquel pariente anciano contra las prácticas ridículas de la Iglesia de Roma, porque habló durante tres horas como un verdadero Protestante. Lo que decía me parecía estar conforme al sentido común, pero como era contraria a la práctica de mi Iglesia y a mi creencia personal, fui sumamente escandalizado y dolido y en ninguna manera convencido. Sentí lástima que él había perdido su antigua fe y piedad.
Al terminar, le dije sin ceremonia: —Yo oí hace mucho tiempo que usted no les caía bien a los obispos, pero no sabía por qué. Sin embargo, si ellos supieran lo que usted piensa y dice aquí esta noche seguramente le suspenderían.
—¿Me traicionarás tú, —añadió, —informando al obispo de nuestra conversación?
—No, mi primo, —repliqué, —preferiría ser quemado a cenizas. No vendería tu amable hospitalidad a precio de traición.
Eran las dos de la mañana cuando nos retiramos a nuestras recámaras respectivas. Pero esa noche era otra de insomnio. Era triste y extraño para mí ver que ese anciano sacerdote instruido era secretamente un Protestante.
A la mañana siguiente, las multitudes llegaron a oír la historia de mi curación milagrosa y ver con sus propios ojos el cuadro de las dos Santas que se me habían aparecido. A las 10:00 a.m. más de 10,000 personas se apiñaron dentro y alrededor de la iglesia.
Después de describir el milagro, exhibí el cuadro y lo presenté para su admiración y adoración. Había lágrimas cayendo en cada mejilla y gritos de admiración y gozo en cada labio. El cuadro me representaba muriendo en mi cama de sufrimiento con las dos Santas a cierta distancia arriba de mí extendiéndome la mano como si dijeran “Serás curado.” Fue colocado en la pared en un lugar visible donde miles y miles fueron a adorarlo desde ese día hasta el año de 1858 cuando el cura fue ordenado por el obispo a quemarlo, porque fue en el mismo año que Dios quitó las escamas de mis ojos.
La aparición de las dos Santas dejó una impresión tan profunda en mi mente que durante la primera semana después de mi conversión, frecuentemente me preguntaba: —¿Cómo es que ahora creo que la Iglesia de Roma es falsa cuando semejante milagro fue hecho en mí siendo uno de sus sacerdotes?
Como un mes después de mi conversión, contraje nuevamente la fiebre tifoidea. Durante doce días, experimenté las mismas torturas y agonías como en 1837. Pero esta vez me moría felizmente. No había temor de ver mis buenas obras como un grano de arena y las montañas de mis iniquidades en la balanza de Dios contra mí. Estaba confiando únicamente en Jesús para ser salvo. Era la sangre de Jesús, el Cordero de Dios, que estaba en la balanza. Entonces no tuve ningún temor, porque sabía que era salvo por Jesús y que esa salvación fue un acto perfecto de su amor, su misericordia y su poder; por consecuencia, me daba gusto morir.
Al día decimotercero de mi sufrimiento, el doctor me dejó, diciendo las mismas palabras de los doctores de Qüebec: —Tiene solo pocos minutos de vida si no está muerto ya.
Aunque por tres o cuatro días no mostré ninguna señal de vida, estaba perfectamente consciente. Yo oí las palabras del doctor y con alegría cambiaría las miserias de esta vida corta por esa eternidad de gloria que mi Salvador me había comprado. Sólo lamentaba morir antes de rescatar más de mis queridos paisanos de la religión idolátrica de Roma. Con los labios de mi alma dije: —Querido Jesús, felizmente voy contigo ahora mismo, pero si es tu voluntad dejarme vivir algunos años más para difundir la luz del Evangelio entre mis paisanos, te bendeciré eternamente junto con mis paisanos convertidos por tu misericordia.
Apenas llegó esta oración al trono de la gracia cuando vi una docena de obispos marchando hacia mí con espadas en sus manos para matarme. Al levantarse la primera espada para partirme la cabeza, hice un esfuerzo desesperado, arrancándola de la mano de mi supuesto asesino y le golpeé con tal fuerza en su cuello que su cabeza rodaba en el suelo. El segundo, tercero, cuarto etc. hasta el último se precipitaron para matarme, pero yo golpeé con tal fuerza al cuello de cada uno de ellos que doce cabezas rodaban en el suelo y flotaban en un charco de sangre. En mi emoción grité a mis amigos que me rodeaban: —¿No ven las cabezas rodando y la sangre fluyendo en el suelo?
De repente sentí como un choque eléctrico de cabeza a pies. ¡Estaba curado, perfectamente curado! Pedí a mis amigos algo de comer; pues no había probado alimento en doce días. Con lágrimas de gozo y gratitud a Dios, ellos cumplieron mi petición. Esta última fue no solamente la curación perfecta de mi cuerpo, sino también una curación del alma. Entonces comprendí claramente que la primera no fue más milagrosa que la segunda. Ahora tenía un perfecto entendimiento de las falsificaciones diabólicas de milagros en la Iglesia de Roma. En los dos casos, fui curado y salvado, no por los Santos, ni por los obispos, ni por los Papas, sino por mi Dios por medio de su Hijo, Jesucristo.
C A P I T U L O 30
El 21 de septiembre de 1838 fue un día de desolación para mí. Recibí la carta de mi obispo asignándome cura de Beauport. Esa parroquia fue considerada el nido de los borrachos de Canadá. Los recursos naturales de esa parroquia eran extraordinarios. Sin embargo, la gente de Beauport se contaba entre la gente más pobre y miserable de Canadá, porque casi cada centavo que ganaba entraba a las manos de los cantineros. ¡Cuántas veces le oí llenar el aire de gritos y blasfemias y vi las calles enrojecidas con sangre cuando peleaban los unos con los otros como perros rabiosos!
El Rev. Sr. Begin, quien fue su cura desde 1825, había aceptado los principios morales del gran teólogo Católico-romano, Ligorio, quien dice: Un hombre no es culpable del pecado de borrachera entre tanto que pueda distinguir entre un alfiler y una carga de heno.
Fui inmediatamente al palacio a persuadir a Su Señoría a escoger a otro sacerdote para Beauport. El escuchó mis argumentos y respondió: –Mi querido Sr. Chíniquy, tú olvidas que la obediencia implícita y perfecta a sus superiores es la virtud de un buen sacerdote. Tu resistencia obstinada a tus superiores es una de tus debilidades. Si continúas siguiendo tu propia mente en lugar de obedecer a los que Dios ha escogido para guiarte, en verdad temo por tu futuro. Tu nombre está anotado en nuestros registros oficiales como el cura de Beauport. Permanecerás ahí hasta que yo cambie de opinión. Vi que no había remedio, tenía que obedecer.
Mi predecesor estaba vendiendo todos sus muebles antes de tomar el cargo de su parroquia lejana. Amablemente me invitó a comprar en abonos lo que yo deseaba para mi propio uso. Toda la parroquia estaba ahí mucho antes que yo llegara, en parte para mostrar su simpatía amistosa a su antiguo pastor y en parte para conocer al nuevo cura. Mi pequeña estatura y cuerpo delgado se contrastaban al lado de mi alto y jovial predecesor.
–Apenas supera en tamaño a mi tabaquero, –dijo alguien no lejos de mí, –creo que cabría en la bolsa de mi chaleco.
–¿No tiene la apariencia de una sardina salada? –susurró una señora a una vecina con risa campechana.
Después de un par de horas, un mantel grande fue quitado de una mesa larga, presentando una increíble cantidad de copas para vino y cerveza, garrafas vacías y botellas. Esto produjo carcajadas y aplausos. Casi todos me miraban a mí y escuché a cientos de labios decir: –Esto es para usted, Sr. Chíniquy.
Respondí al instante: –No vengo a Beauport para comprar copas y botellas, sino para romperlas. Estas palabras prendieron su ira como una chispa en la pólvora. Un diluvio de insultos y maldiciones se soltó sobre mí y pronto vi que lo mejor que podría hacer era irme.
Volví inmediatamente al palacio del obispo para intentar cambiar su mente. Le dije lo ocurrido, diciendo: –Siento que no tengo el poder moral ni física para hacer algún bien ahí.
–No estoy de acuerdo, –replicó el obispo, –evidentemente la gente quería probar tu valentía, invitándote a comprar esas copas y hubieras perdido si hubieras cedido a su deseo. Tú eres precisamente lo que la gente de Beauport quiere. Les sorprendiste con tu reprensión audaz. Creeme que ellos te bendecirán si por la gracia de Dios cumples tu profecía, aunque será un milagro si tienes éxito en volver sobria a la gente de Beauport.
El próximo domingo fue un día espléndido y la iglesia de Beauport se llenó. Mi primer sermón fue sobre el texto: ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor.9:16) Con una voz muchas veces sofocada por sollozos, expliqué algunas de las terribles responsabilidades de un pastor. El efecto de ese sermón fue sentido hasta el último día de mi ministerio sacerdotal en Beauport.
Después del sermón, les dije: –Les pediré un favor. Acabo de darles algunos de los deberes de su pobre cura joven hacia ustedes. Quiero que regresen esta tarde a las 2:30 p.m. para poder enseñarles algunos de sus deberes hacia su pastor.
A la hora fijada, la iglesia estaba todavía más concurrida. El texto fue: Y cuando el pastor ha sacado fuera todas sus propias ovejas, va delante de ellas y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. (Jn.10:4) Mi intención era alejar a la gente de las cantinas la mayor parte del domingo e impresionar en sus mentes las grandes verdades salvadoras, presentándolas, dos veces el mismo día, de distintos ángulos. Así hice durante los cuatro años que permanecí en Beauport.
No había encabezado la parroquia más de tres meses cuando decidí formar una sociedad de abstinencia sobre los mismos principios que enseñaba el Padre Mathew de Irlanda. Primero abordé al obispo sobre el tema, pero para mi gran consternación, él absolutamente me prohibió aun pensarlo. Dijo: –Predica contra la borrachera, pero deja en paz a la gente respetable que no es borracha. San Pablo aconsejó a su discípulo Timoteo a beber vino; no intentes ser más celoso que los apóstoles.
En seguida intenté ganar el apoyo de los sacerdotes vecinos. Pero sin una sola excepción, se rieron de mí y me prohibieron hablarles más de abandonar su copa social de vino. Yo estaba determinado a toda costa a formar la sociedad de abstinencia, pero me asustó la idea de que no sólo la ira de todo el clero, sino también la burla de todo el país me inundaría si fracasara.
Perplejo, decidí escribir al Padre Mathew a pedir su consejo. Ese notable apóstol de abstinencia contestó instándome a comenzar la obra inmediatamente, dependiendo de Dios, sin prestar atención a la oposición del hombre. Seguí su consejo y empecé inmediatamente a preparar. Antes de empezar, oraba a Dios y todos los Santos, casi día y noche. Estudié todos los mejores libros escritos en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos sobre el tema y repasé el curso de anatomía que tomé bajo el instruido Dr. Douglas. Por fin, me sentí preparado para la batalla.