Archivo del blog

domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L OS 37, 38 y 39

C A P I T U L O 37

El primer domingo de noviembre de 1846, pedí ser recibido como novato de la orden religiosa de los Oblatos de María Inmaculada de Longueuil, cuyo objetivo es predicar retiros (avivamientos) entre la gente. Ningún hijo de la Iglesia de Roma jamás sostuvo una opinión más exaltada de la hermosura y santidad de la vida monástica que yo, el día que me ingresé bajo sus banderas misteriosas.

¡Cuán fácil será obtener la salvación ahora! Sólo tendría que recurrir al Padre Guigues y obedecerle como si fuera mi Padre que está en el cielo. ¡Sí, su voluntad será para mí la voluntad de Dios! Aunque yo podría errar al obedecerle, mis errores no serían cargados contra mí. Para salvar mi alma, sólo tendría que ser como un cadáver en las manos de mi padre superior, sin ninguna ansiedad ni ninguna responsabilidad propia; sería llevado al cielo como un niño recién nacido en los brazos de su madre amorosa.

¡Pero cuán cortos fueron estos sueños bonitos de mi pobre mente engañada! Yo estaba de rodillas cuando el Padre Guigues me entregó, con gran solemnidad, los libros en latín de las reglas de esa orden monástica que constituye su verdadero evangelio, advirtiéndome que era un libro secreto y me hizo jurar solemnemente que nunca lo enseñaría a nadie fuera de la orden.

A solas en mi celda a la siguiente mañana, dije a mí mismo: –¿No has oído y dicho mil veces que la santa Iglesia de Roma condena absolutamente y anatemiza a las sociedades secretas? Después de intentar en vano a reconciliar estas dos ideas en mi mente, recordé felizmente que yo era un cadáver, que había abandonado para siempre mi juicio privado y que mi única ocupación era obedecer.

Mientras leía con suma atención, pronto comprendí por qué este libro fue guardado de los ojos de los curas y sacerdotes seculares. Para mi asombro indecible descubrí que desde el principio hasta el fin hablaba con el más profundo desprecio por todos ellos.

El Oblato que estudia su libro de reglas, su único evangelio, tiene que llenar su mente con la idea de que su santidad es superior, no sólo por encima del pobre sacerdote secular, sino de todo el mundo. Sólo el Oblato es Cristiano, santo y sagrado. El resto del mundo está perdido. ¡El Oblato es la sal de la tierra y la luz del mundo! Dije a mí mismo: –¿He dejado a mi hermosa y querida parroquia para alcanzar esta perfección farisaica?

Sin embargo, después de algún tiempo de estas reflexiones, recordé los innumerables e insospechados escándalos espantosos que había conocido en casi todas las parroquias que había visitado. Recordé la borrachera de aquel cura, las impurezas de éste, las ignorancias de otro, la mundanería y la falta absoluta de fe de otros y concluí que, después de todo, los Oblatos no estaban tan lejos de la verdad.

Finalmente, me dije: –Después de todo, si los Oblatos viven una vida de santidad como espero encontrar aquí, ¿Será un crimen que ellos sientan y expresen entre ellos la diferencia que existe entre el clero regular y el secular? ¿Vengo aquí a juzgar y a condenar a estos hombres santos? ¡No! Vine aquí para salvarme, practicando las virtudes Cristianas más heroicas, la primera de las cuales es que debo abandonar absolutamente y para siempre a mi juicio privado y considerarme como un cadáver en las manos de mi superior.

Día y noche de esa primera semana, pedí a Dios y a la Virgen María con todo el fervor de mi alma que alcanzara ese estado de la suprema perfección donde no tendría ni voluntad ni juicio propio. Los días de esa primera semana pasaron rápidamente. Las pasé en oración, en lectura y meditación de las Escrituras y en estudio de historia eclesiástica y libros ascéticos desde las 5:30 de la mañana hasta las 9:30 de la noche.

Servían las comidas a las horas regulares de las 7:00, 12:00 y 6:00 durante las cuales con rara excepción se guardaba silencio y se leían libros piadosos. La calidad de la comida era buena; pero al principio, antes que emplearan a una cocinera para presidir sobre la cocina, todo estaba tan inmundo que tenía que cerrar los ojos en las comidas. ¡Me hubiera quejado si no hubiera sellado mis labios esa extraña opinión monástica de que todo religioso es un cadáver! ¿Qué le importa a un cadáver la limpieza o la impureza de lo que se pone en la boca?

Al tercer día, habiendo tomado en el desayuno un vaso de leche literalmente mezclado con estiércol de vaca, mi estómago se rebeló, una circunstancia que sumamente lamentaba atribuyéndolo a mi falta de perfección monástica. Envidiaba el alto estado de santidad de los otros padres que habían alcanzado tan perfectamente a la perfección sublime de sumisión, que tomaban esa leche contaminada como si estuviera limpia.

Un día, después de la merienda, íbamos caminando del comedor a la capilla para pasar cinco o diez minutos en adoración al dios oblea. Teníamos que cruzar dos puertas y estaba muy oscuro. Siendo yo el más reciente para entrar al monasterio, yo tenía que ir primero y los otros monjes me seguían. Estábamos recitando en alta voz un Salmo en latín. Todos estábamos marchando rápidamente cuando de repente mis pies toparon con un grande objeto oculto y me caí rodando en el suelo. El compañero que me seguía hizo lo mismo y rodó sobre mí y así hicieron cinco o seis más que en la oscuridad se toparon con ese objeto.

En un momento, éramos cinco o seis santos padres rodando uno encima del otro sin poder levantarnos por estar riéndonos convulsivamente. Resultó que el Padre Brunette en uno de sus ataques de humildad había dejado la mesa un poquito antes de los demás con el permiso del Superior para postrarse en el suelo delante de la puerta.

Las palabras no pueden describir la vergüenza que sentí al ver casi diariamente algún acto semejante bajo el nombre de humildad Cristiana. En vano intenté silenciar la voz de mi inteligencia que me decía, cada vez más fuerte, día tras día, que tales actos de humildad eran una parodia.

En vano me decía: –¡Chíniquy, no has venido aquí para filosofar, sino para santificarte, convirtiéndote en cadáver que no tiene ideas preconcebidas, ni adquiere ningún almacén de conocimiento ni ninguna regla de sentido común para guiarse! Pobre, miserable y pecaminoso Chíniquy, tú estás aquí para salvarte, admirando cada pizca de las santas reglas de tus superiores y obedecer cada palabra de sus labios. Yo envidiaba la piedad humilde de los otros buenos padres que aparentemente estaban tan felices por haber vencido esa razón arrogante que constantemente se rebelaba en mí.

Dos veces por semana yo iba con mi guía y confesor, el Padre Allard, maestro de los novatos. Le confesaba mis esfuerzos vanos de subyugar a mi razón rebelde. El siempre me alegraba con la promesa de que tarde o temprano yo tendría esa perfecta paz que está prometida al monje humilde cuando alcanza la suprema perfección monástica de considerarse un cadáver en las manos de sus superiores.

Mis esfuerzos sinceros y constantes para reconciliarme con las reglas del monasterio, sin embargo, recibieron una nueva y brusca detención. Leí en el libro de reglas que un monje verdadero debe observar minuciosamente a los que viven con él y secretamente informar a su superior de los defectos y pecados que percibe en ellos. La primera vez que leí esa regla extraña, mi mente estaba tan absorto en otras cosas que no presté mucha atención a ella.

Pero la segunda vez que estudié esta cláusula, me dije: –¿Será posible que no somos más que una banda de espías?

No tardé mucho en ver sus efectos desastrosos. Uno de los padres por quien sentí cierto afecto y quien me había probado muchas veces su sincera amistad, me dijo un día: –Por amor de Dios, mi querido Padre Chíniquy, dime si eres tú quien me denunció al Superior que yo había dicho que la conducta del Padre Guigues hacía mí era poca caritativa.

–No, mi querido amigo, –le respondí, –nunca dije cosa semejante contra ti.

–Me alegro de saber eso, –replicó, –porque me dijeron algunos de los padres que fuiste tú quien me denunció al Superior como culpable, aunque soy inocente de esa ofensa, pero yo no pude creerlo. Añadió con lágrimas: –Yo me arrepiento de haber dejado mi parroquia para ser un Oblato. Esa ley abominable de detección convierte a este monasterio y supongo a toda orden monástica en un verdadero infierno. Cuando hayas pasado más tiempo aquí, verás cómo esa ley pone un muro insuperable entre todos nosotros y destruye toda fuente de felicidad Cristiana y armonía social.

–Yo entiendo perfectamente lo que dices, –le respondí, –la última vez que estaba a solas con el Padre Superior, él me preguntó por qué yo había dicho que el Papa actual era un viejo necio. El persistía en afirmar que yo lo había dicho, porque, añadió, uno de nuestros padres de mayor confianza me aseguró que tú lo dijiste. Bueno, mi querido Padre Superior, le respondí, Ese padre de confianza le ha dicho una gran mentira. Nunca he dicho cosa semejante, porque yo sinceramente creo que nuestro Papa actual es uno de los más sabios que jamás gobernó a la Iglesia.

Luego añadí: –Ahora entiendo por qué las conversaciones están tan sosas y sin vida en las horas en que se nos permite platicar. Nadie se atreve a expresar su opinión sobre ningún tema serio.

–Eso es precisamente la razón, –respondió mi amigo, –algunos de los padres como tú y yo preferiríamos ser ahorcados antes de ser espías, sin embargo, la gran mayoría de ellos, particularmente los sacerdotes franceses, recién importados de Francia, no oirán ni diez palabras de tus labios sobre cualquier tema sin buscar la oportunidad de denunciar a ocho de ellas como indecorosas o poco Cristianas a los superiores.

–No digo que siempre es por malicia que dan tales informes falsos, más bien, es por falta de juicio. Ellos son de miras estrechas, no entienden ni la mitad de lo que oyen en su verdadero sentido y dan sus falsas impresiones a los superiores quienes desgraciadamente alientan a este sistema de espionaje como la mejor manera de transformar a cada uno de nosotros en cadáveres. Como nunca somos confrontados con nuestros falsos acusadores, nunca podemos conocerlos y perdemos la confianza los unos de los otros. Así es cómo las dulces y santas fuentes del verdadero amor Cristiano se secan para siempre.

A causa de este sistema de espionaje, un célebre escritor francés, quien él mismo había sido monje, escribió: Los monjes entran al monasterio sin conocerse, viven allí sin amarse y se apartan los unos de los otros sin arrepentirse de nada.

Poco tiempo después de mi recepción como novato, el superior del Seminario de St. Sulpice, Gran Vicario de la diócesis de Montreal, el Rev. Sr. Qüiblier, llamó a nuestra puerta para descansar una hora y desayunar con nosotros. Este desgraciado sacerdote que se contaba entre los mejores oradores y entre los hombres mejor parecidos que Montreal jamás había visto, había vivido una vida tan disoluta con sus monjas penitentes y damas penitentes de Montreal que un clamor de indignación de parte de todo el pueblo había forzado al Obispo Bourget a enviarlo nuevamente a Francia. Nuestro padre superior aprovechó la oportunidad de su visita para hacernos dar gracias a Dios por habernos reunido dentro de los muros de nuestro monasterio donde las fuerzas del enemigo eran impotentes.

Poco después de la caída pública del Gran Vicario de Montreal, una viuda bien parecida fue empleada para presidir sobre nuestra cocina. Ella tenía más de cuarenta años de edad y tenía muy buenas modales. Desgraciadamente, no había cumplido ni cuatro meses en el monasterio cuando se enamoró de su padre confesor, uno de los más piadosos de los padres Oblatos franceses. Los dos fueron descubiertos en una mala hora olvidándose de una de las santas leyes de Dios. El sacerdote culpable fue castigado y la débil mujer despedida.

¡Pero qué vergüenza indecible permaneció sobre todos nosotros! De ese día en adelante, las extrañas ilusiones hermosas que me trajeron a ese monasterio se desvanecieron. Estudié los Oblatos con los ojos abiertos y los vi tal como son.

En la primavera de 1847, contrayendo una severa enfermedad, el doctor me ordenó ir al Hotel Diu de Montreal cerca de la espléndida iglesia de Santa María. Ahí conocí a una venerable monja anciana que era muy locuaz. Era una de las superioras de la casa. Su apellido era Urtubice. Su mente todavía estaba llena de indignación contra la mala conducta de dos padres Oblatos, quienes bajo el pretexto de enfermedad vinieron recientemente a su convento para seducir a las monjas jóvenes que les servían. Ella me contó cómo los había sacado, prohibiéndoles volver jamás por cualquier motivo al hospital. Después de contarme varias otras historias picantes, le pregunté si ella había conocido a María Monk cuando ella estaba en su convento y qué opinaba de su libro Revelaciones Terribles.

–Yo la conocí muy bien, –dijo, –ella duró seis meses con nosotras. He leído su libro, porque me fue entregado para que yo lo refutara. Pero después de leerlo, rehusé tener nada que ver con esa revelación deplorable. Ciertamente hay algunas invenciones y suposiciones, pero hay suficiente verdad para hacer que todos nuestros conventos sean derribados por el pueblo si sólo la mitad fuera conocido por el público. Luego me dijo: –Por amor de Dios no revele usted estas cosas al mundo hasta que la última de nosotras haya muerto, si Dios le da vida. –Entonces, cubrió su cara con sus manos, se deshizo en lágrimas y salió del cuarto.

Me quedé horrorizado. Lamenté haber escuchado sus palabras, aunque estaba determinado a respetar su petición de no revelar los secretos terribles que ella me había confiado. Mi Dios sabe que nunca repetí ni una palabra de ello hasta ahora. Pero creo que es mi deber revelar, a mi país y a todo el mundo, la verdad sobre este grave tema tal como me fue dado por uno de los testigos oculares irrefutables.

Aunque no me había recuperado completamente, salí el mismo día para Longueuil donde entré al monasterio con corazón pesado. El día anterior, dos de los padres habían regresado de dos o tres meses de excursiones evangelísticas entre los leñadores que cortaban madera en los bosques cerca del río Ottawa.

Me alegré al oír de su llegada. Yo esperaba que las historias interesantes de sus excursiones evangelísticas harían una feliz diversión de las cosas deplorables que supe tan recientemente. Pero se podía ver a sólo uno de esos padres y su conversación no era ni interesante ni agradable. Era evidente que una nube oscura le envolvía. ¿Y el otro Oblato? El mismo día que llegó, fue ordenado a encerrarse en su celda y hacer un retiro de diez días y durante ese plazo fue prohibido hablar con nadie.

Yo pregunté a un devoto amigo entre los antiguos Oblatos la razón por una cosa tan extraña. El me dijo: –Pobre Padre D___ sedujo a una de sus bellas penitentes en el camino. Ella era una mujer casada, la señora de la casa donde nuestros misioneros solían recibir la más cordial hospitalidad. Habiendo descubierto el esposo la infidelidad de su esposa, casi la mató; ignominiosamente echó fuera a los dos padres y escribió una terrible carta al superior.

–¿Frecuentemente ocurren estas acciones deplorables entre los padres Oblatos? –le pregunté. Mi amigo levantó sus ojos llenos de lágrimas y con un suspiro profundo respondió: –Querido Padre Chíniquy, quiera Dios que pudiera decirte que este es el primer caso. Pero, ¡Ay! Tú sabes por lo que ocurrió con nuestra cocinera que no lo es y también sabes de la vida abominable del Padre Telmonth con las dos monjas en Ottawa.

–Si es así, –repliqué, –¿Dónde está la ventaja del clero regular sobre el secular?

–La única ventaja que yo veo, –respondió mi amigo, –es que el clero regular se entrega con más impunidad a toda clase de disolución y libertinaje que el secular. Los monjes, ocultados de los ojos del público dentro de los muros de su monasterio donde nadie o por lo menos muy poca gente tiene acceso, son más fácilmente conquistados por el diablo y guardados más firmemente en sus cadenas que los sacerdotes seculares. La vista aguda del público y el contacto diario que los sacerdotes seculares tienen con sus familiares y feligreses, forman una poderosa represión de su naturaleza depravada. En el monasterio no hay ninguna represión con la excepción de los castigos infantiles y ridículos de retiros, besando el suelo o los pies o postrándose en el suelo como hizo el Padre Brunette pocos días después que tú entraste.

–Esa gran ley divina del auto-respeto que Dios mismo implantó en el corazón de cada ser humano que haya vivido en una sociedad Cristiana, se destruye por completo en el monasterio o el convento. El fundamento de perfección en el monje o la monja es considerarse como cadáveres. ¿No ves que este principio corta hasta la raíz de todo lo bueno, santo y grandioso que Dios puso en el hombre?

–Si estudias la verdadera historia y no la historia falsa del monasticismo, descubrirás los detalles de una corrupción imposible en cualquier otro lugar, ni aun en las casas más bajas de prostitución. Lee las memorias de Scripio De Ricci, uno de los más piadosos e inteligentes de todos los obispos de nuestra Iglesia y verás que los monjes y las monjas de Italia viven la misma vida de las bestias salvajes. Sí, lee las terribles revelaciones de lo que sucede entre esos hombres y mujeres desgraciados a quienes la mano de hierro del monasticismo mantiene atados en sus calabozos oscuros.

–Oirás de los labios de las monjas que los monjes actúan con más libertad en ellas que los maridos con sus esposas legítimas. ¡Verás que cada una de esas instituciones monásticas es una nueva Sodoma! Todo es mecánico, material y falso en la vida de un monje o una monja. Aun las mejores virtudes son engañosas y mentirosas.

–¿No has notado cómo estos supuestos monjes humildes hablan con sumo desprecio del resto del mundo? Yo he tenido la oportunidad de ver el odio profundo que existe entre todas las órdenes monásticas las unas contra las otras. ¡Cómo los Dominicanos siempre han aborrecido a los Franciscanos y cómo ambos aborrecen a los Jesuitas, quienes les pagan con la misma moneda! ¡Qué odio tan intenso divide a los Oblatos, a quienes pertenecemos, de los Jesuitas y los Jesuitas nunca pierden una oportunidad de demostrarnos su sumo desprecio! Está absolutamente prohibido para un Oblato confesarse con un Jesuita y está prohibido a un Jesuita confesarse con un Oblato o con cualquier sacerdote de otra orden.

–He encontrado entre los monjes de Canadá las mismas cosas que he visto entre los de Francia e Italia. Con pocas excepciones, todos son cadáveres, absolutamente muertos a todo sentimiento de verdadera honestidad y verdadero Cristianismo. Son cadáveres putrefactos que han perdido la dignidad de la virilidad.

Lamento que el monje distinguido, cuya opinión abreviada sobre el monasticismo que he dado, me haya pedido que nunca revelara su nombre. Eventualmente logró obtener una misión a los indios salvajes de las montañas Rocky y ahí sin ruido se deslizó de sus manos. Rompió sus cadenas para vivir la vida de un hombre libertado por Cristo en los lazos santos de matrimonio Cristiano con una respetuosa dama americana.

Hacía ya un año que yo había sido un soldado débil y tímido, asustado por las ruinas desparramadas por dondequiera en el campo de batalla. Busqué refugio contra el peligro inminente y pensé que el monasterio de los Oblatos de María Inmaculada era una de esas impregnables fortalezas construidas por mi Dios donde las flechas del enemigo no me alcanzarían y me lancé a él.

De repente, las fortalezas y muros que estaban alrededor de mí cayeron al suelo, se volvieron polvo y oí una voz diciéndome: ¡Soldado! ¡Sal fuera y ponte en la luz del sol; no confíes más en los muros construidos por las manos de hombres; no son más que polvo! ¡Ven y lucha en el pleno día bajo los ojos de Dios, protegido solamente por la bandera del Evangelio de Cristo! ¡Sal fuera de esos muros, son un engaño diabólico, una trampa y un fraude!

Yo hice caso a esa voz y el primero de noviembre de 1847 me despedí de los internados del monasterio de los Oblatos de María Inmaculada.

1

C A P I T U L O 38

Los once meses que pasé en el monasterio de los Oblatos de María Inmaculada cuentan entre los favores más grandes que Dios me ha concedido. Ningún otro testimonio me hubiera convencido que las instituciones monásticas no fueran de las más benditas del Evangelio. Pero así como los ojos de Tomás fueron abiertos sólo después de ver a las heridas de Cristo, yo nunca hubiera creído que las instituciones monásticas fueran de origen pagano y diabólico si mi Dios no me hubiera forzado a ver con mis propios ojos su corrupción indecible.

Aunque permanecí todavía más tiempo como un sincero sacerdote Católico, me atrevo a decir que Dios mismo ya había quebrantado las ligaduras más fuertes de mis afectos y respeto por esa Iglesia.

Mucho antes que yo saliera de los Oblatos, muchos sacerdotes influyentes del distrito de Montreal me dijeron que mi única posibilidad de éxito si deseaba continuar mi cruzada contra el demonio de la borrachera era trabajar solo. A la cabeza de los curas canadienses franceses que decían así estaba mi venerable amigo personal y benefactor, el Rev. Sr. Brassard, cura de Longueuil. El no sólo había sido uno de mis maestros y mis amigos más devotos cuando estudié en el colegio de Nicolet, sino me había ayudado con su propio dinero para terminar los últimos cuatro años de mis estudios.

Nadie tenía mayor estimación que él por los Oblatos de María Inmaculada cuando primero se establecieron en Canadá. Pero el monasterio estaba demasiado cerca de su casa parroquial para su propio bien de ellos. Su vista aguda, su alta inteligencia e integridad de carácter pronto detectó que había más barniz falso que oro puro en su espejo de pompa reluciente. Varios líos de amor entre algunos de los Oblatos y las señoritas bonitas de su parroquia le habían llenado de repugnancia.

Pero lo que destruyó por completo su confianza fue el descubrimiento que el Padre Superior Guigues estaba abriendo las cartas del Sr. Brassard que muchas veces habían pasado por el correo a través de sus manos. Esa acción criminal casi llegó a ser demandado ante el tribunal legal por el Sr. Brassard. Esto fue evitado sólo porque el Padre Guigues reconoció su culpa y pidió perdón de la forma más humillada delante de mí y varios otros testigos.

Mucho antes que yo saliera de los Oblatos, el Sr. Brassard me había dicho: –Los Oblatos no son los hombres que tú crees que son. A mí me han decepcionado mucho y tu desilusión igualará a la mía cuando se abren tus ojos. Yo sé que no permanecerás mucho tiempo entre ellos. ¡Te ofrezco de antemano la hospitalidad de mi casa parroquial cuando tu conciencia te llame fuera del monasterio!

Me aproveché de esa amable invitación la noche del primero de noviembre de 1847. La próxima semana la pasé preparando un memorándum que tenía la intención de presentar a mi señor Bourget, Obispo de Montreal, como explicación de mi salida de los Oblatos. Yo sabía que le decepcioné y le desagradó el paso que había dado. Esto no me sorprendió; yo sabía que estos monjes habían sido importados de Francia por él y eran sus favoritos.

Cuando entré al monasterio once meses antes, él iba de viaje a Roma y me expresó el gusto que sintió de que me iba a unir con ellos. Las razones de mi salida, sin embargo, eran igualmente buenas y el memorando que preparé estaba tan lleno de hechos indubitables y argumentos incontestables que estaba casi seguro de que se aplacaría la ira del obispo y me ganaría su aprecio más firme que antes. No me decepcionó.

Varios días después, me llamó Su Señoría y fui recibido fríamente. Me dijo: –No puedo ocultar mi sorpresa y dolor ante el paso precipitado que acabas de dar. ¡Qué vergüenza para todos tus amigos al ver tu falta de constancia y perseverancia! Has perdido la confianza de tus mejores amigos por haber salido sin buenas razones de la compañía de hombres tan santos. Algunos rumores circulan contra ti que nos dan a entender que eres un hombre inmanejable, un sacerdote egoísta a quien los sacerdotes a fuerzas han despedido.

Yo permanecí perfectamente calmado. Había resuelto de antemano escuchar todas sus críticas hostiles y ofensivas como si fueran dirigidas a otra persona. Le respondí: –Por favor, señor mío, lea este documento importante y usted verá que he guardado mi buen nombre durante mi estancia en ese monasterio. Le presenté la siguiente carta de testimonio que el superior me entregó cuando salí:

Yo, el abajo firmante, Superior del Noviciado de los Oblatos de María Inmaculada en Longueuil, certifico que la conducta del Sr. Chíniquy, cuando estuvo en nuestro monasterio, ha sido digno del carácter sagrado que él posee y después de este año de soledad, no merece menos la confianza de sus hermanos en el santo ministerio que antes. Deseamos, además, dar nuestro testimonio a su celo perseverante en la causa de abstinencia. Creemos que lo que dará mayor carácter de estabilidad a esa reforma admirable y asegurará su éxito perfecto son las reflecciones y estudios profundos del Sr. Chíniquy sobre la importancia de esa obra cuando se encontraba en la soledad de Longueuil.

T.F. Allard,

Superior del Noviciado, O.M.I.

Me dio verdadero gusto ver que cada renglón de ese documento leído por el obispo estaba borrando algunas de las arrugas hostiles y severas de su cara. Amablemente me lo entregó diciendo: –Doy gracias a Dios al ver que todavía eres digno de mi estima y confianza como cuando entraste en el monasterio. Pero, ¿Serás tan amable de decirme las razones verdaderas por haberte separado tan bruscamente de los Oblatos?

–Sí, mi señor, se las daré, –Le entregué el memorando de casi treinta páginas que yo había preparado. El obispo leyó cinco o seis páginas y dijo:

–¿Estás seguro de la exactitud de lo que escribes aquí?

–Sí, mi señor, –le dije, –son tan verdaderas y reales como yo estoy delante de usted.

El obispo se puso pálido y permaneció algunos minutos en silencio mordiendo sus labios y después de un profundo suspiro, dijo: –¿Es tu intención revelar estos tristes misterios al mundo o podemos esperar que los guardarás en secreto?

–Mi señor, –le respondí, –me considero obligado en conciencia y honor guardar secretas estas cosas con la condición de que no sea forzado a revelarlos en auto-defensa contra algún abuso o persecución procedente de los Oblatos o de algún otro partido.

–Pero los Oblatos no pueden proferir ninguna palabra contra ti después del testimonio de honor que te han dado, –pronto respondió el obispo.

–Es cierto, mi señor, pero usted sabe de otro que tiene mis destinos futuros en sus manos, –contesté.

–Yo te entiendo, pero prometo que no tendrás nada que temer de aquel lado. Aunque francamente hubiera preferido verte trabajar como miembro de los Oblatos, puede ser que sea más conforme a la voluntad de Dios que trabajes en esa abstinencia gloriosa de la cual evidentemente eres el bendito apóstol de Canadá. Me da gusto decirte que hablé de ti con el Papa y él me pidió que te diera una medalla preciosa que lleva sus facciones más perfectas y un crucifijo espléndido. Su Santidad bondadosamente añadió 300 días de indulgencia a cada persona que hace la promesa de abstinencia, besando los pies de ese crucifijo. Espera un momento, –añadió el obispo, –voy a traerlos y presentárselos.

Cuando regresó el obispo, caí de rodillas para recibirlos y apreté ambos a mis labios con sumo respeto. El me concedió el poder de predicar y oír confesiones en toda su diócesis y me despidió sólo después de imponer sus manos sobre mi cabeza y pedir a Dios que derramase sobre mí sus más abundantes bendiciones dondequiera que fuera a trabajar en Canadá en la santa causa de abstinencia.

1

C A P I T U L O 39

Al reasumir la batalla por la abstinencia, estudié nuevamente las mejores obras sobre el tema, desde el instruido naturista Pliny hasta el celebrado Sr. Astley Cooper. Recopilé una multitud de notas científicas, argumentos y hechos de estos libros y preparé un Manual de Abstinencia que tuvo tanto éxito que pasó por cuatro ediciones de 25,000 copias cada una, en menos de cuatro años.

Pero mi mejor fuente de información y sabiduría eran cartas que recibí del Padre Mathew y mis entrevistas personales con él cuando visitó a los Estados Unidos. Nunca di discursos sobre la abstinencia en ningún lugar sin antes informarme de las estadísticas más fidedignas de: el número de muertes y accidentes causados por la borrachera durante los últimos quince a veinte años; el número de huérfanos y viudas hechos así por la borrachera; el número de familias ricas arruinadas y el número de familias pobres hechas más pobres; y la cantidad aproximada de dinero gastado por la gente en alcohol durante los últimos veinte años.

Nuestro Dios misericordioso bendijo visiblemente a la obra y a su siervo inútil. En la primera parroquia de Longueuil, 2,300 ciudadanos se ingresaron bajo las banderas de la abstinencia. En lugar de invitarles a firmar alguna promesa escrita, les pedí que vinieran al pie del altar y besaran el crucifijo que yo sostenía (que me fue dado y bendecido por el Papa).

Durante los próximos cuatro años, di 1,800 discursos en público en 200 parroquias con los mismos frutos, ingresando a más de 200,000 personas bajo la bandera de abstinencia. Dondequiera se cerraban las cantinas, destilerías y cervecerías y los dueños fueron forzados a buscar algún otro oficio para ganarse la vida. No fue por causa de ninguna ley estricta, sino porque toda la gente había dejado de tomar bebidas alcohólicas por estar plenamente convencidos que eran perjudiciales a sus cuerpos, adversas a su felicidad y ruinosas a sus almas.

La convicción era tan unánime en muchos lugares que la última noche que pasé en medio de ellos, los comerciantes hacían pirámides de todos sus barriles de ron, cerveza, vino y brandy en las plazas públicas y me invitaban a encenderlos mientras los esposos y esposas, los padres y los niños de los borrachos redimidos rompían el aire con gritos de gozo ante la destrucción de su enemigo y el fuego subía en fuertes llamas. Uno de los comerciantes me dio una hacha para desfondar el último barril de ron. Después que se vació la última gota, me subí en él para dirigir algunas palabras de despedida a la gente.

Lo único que echaba a perder ese gozo, eran los honores exagerados y las alabanzas inmerecidas con que fui literalmente inundado. Al principio, cuando fui obligado a recibir una ovación de los curas y la gente, me quedé confundido, porque sentí tan profundamente que no merecía semejantes honores. Pero todavía peor, a fines de mayo de 1849, el juez Mondelet fue escogido por los obispos, los sacerdotes y la ciudad de Montreal en presencia de 15,000 personas para presentarme una medalla de oro y un regalo de cuatrocientos dólares.

Pero la sorpresa más grande vino a fines de junio de 1850 cuando fui delegado por 40,000 abstemios a presentar al Parlamento de Toronto una petición para responsabilizar a los vendedores de ron por los estragos causado a las familias de los pobres borrachos a quienes ellos habían vendido sus drogas venenosas. La Cámara de los Comunes amablemente designaron un comité de diez miembros para ayudarme a formular ese proyecto de ley que fácilmente fue aprobado por las tres ramas. Yo estaba presente cuando ese proyecto se convirtió en ley, dando a las víctimas inocentes de padres o esposos borrachos una indemnización por parte de los estafadores de terrenos que se habían enriquecido de su pobreza y miserias indecibles.

Cuando en mayo de 1850 el Arzobispo Turgeon de Qüebec mandó al Rev. Carlos Baillargeon, cura de Qüebec, a Roma para ser nombrado su sucesor, le aconsejó pasar a Longueuil para obtener de mí una carta que él podría presentar al Papa con una copia de mi Manual de Abstinencia. Yo cumplí con su petición y le escribí al Papa. Algunos meses después, recibí estos renglones:

Roma, 10 de agosto de 1850

Rev. Sr. Chíniquy

Querido señor y amigo,

El lunes 12 me fue concedida la primera oportunidad de tener una audiencia privada con el Pontífice Soberano. Le presenté tu libro con tu carta, los cuales él recibió con todas las señas especiales de satisfacción y aprobación. Luego me encargó decirte que él te concede su bendición apostólica a ti y a la obra santa de abstinencia que tú prediques. Me considero dichoso por haber podido presentar de tu parte al Vicario de Jesucristo un libro que después de haber hecho tanto bien a mis compatriotas, ha podido sacar de sus labios venerables semejantes palabras solemnes de aprobación a las sociedades de abstinencia y de bendiciones sobre aquellos que son sus apóstoles. También es para mi corazón un placer muy dulce transmitírtelos.

Tu amigo,

Carlos Baillargeon

Sacerdote

Un corto tiempo antes de recibir esta carta de Roma, el Obispo Bourget de Montreal me dio oficialmente el título de Apóstol de Abstinencia en el siguiente documento:

Ignacio Bourget, por la misericordia y gracia divina de la sede apostólica, Obispo de Montreal,

A todos los que examinan la presente carta, notificamos y certificamos que el venerable Carlos Chíniquy, Apóstol de Abstinencia, sacerdote de nuestra diócesis es muy conocido por nosotros y consideramos que ha demostrado que vive una vida loable y conforme a su profesión eclesiástica. Por medio de las misericordias de nuestro Dios, no se halla bajo ninguna censura eclesiástica, por lo menos según nuestro conocimiento. Suplicamos a todos y cada uno, Arzobispos, obispos y otros dignatarios de la Iglesia a quienes él visitara, que por el amor de Cristo lo reciban amable y atentamente; que tan frecuentemente como él se los pida, se le permiten celebrar el santo sacrificio de la misa y ejercer otros privilegios eclesiásticos de piedad ya que nosotros estamos dispuestos a concederle estos y otros privilegios mayores. Para confirmar esto, hemos ordenado que las presentes cartas sean preparada con nuestra firma y sello y con la suscripción de nuestro secretario en nuestro palacio del Bendito Santiago en el año de 1850 a 6 de junio.

+ IGNACIO, Obispo de Marianápolis Por orden del más ilustre y más Reverendo Obispo de Marianápolis, D.D.,

+ J.O. Pare, Canon, Secretario

Ningunas palabras de mi pluma pueden dar una idea de la angustia y vergüenza que sentí ante estos honores y alabanzas públicos inmerecidos, porque cuando mi orgullo natural estaba a punto de engañarme, ahí estaba mi conciencia clamando con una voz muy fuerte: –Chíniquy, tú eres un pecador indigno de semejantes alabanzas y honores. Otra seria ansiedad para mí era el flujo constante de grandes cantidades de dinero de las manos de mis tan amables y agradecidos compatriotas reformados a las mías. Ese dinero pronto me hubiera hecho el hombre más rico de Canadá. Pero confieso que al estar en la presencia de Dios, bajé al fondo de mi corazón para ver si estaba lo suficiente fuerte para llevar semejante peso reluciente y me encontré demasiado débil.

Cuando tenía sólo dieciocho años, mi querido y venerable benefactor, el Rev. Sr. Leprohon, director del colegio de Nicolet, me había dicho algo que nunca he olvidado: –Chíniquy, estoy seguro que si tú fueras lo que llamamos un hombre próspero en el mundo, es probable que tendrías muchas oportunidades para enriquecerte. Pero cuando la plata y el oro fluyan en tus manos, no los amontones ni los guardes. Porque si pones en ellos tus afectos, serás miserable en este mundo y condenado en el venidero. Regálalos mientras vivas; entonces, serás bendecido por Dios y el hombre y tú serás bendecido por tu propia conciencia. Descansarás en paz y morirás en gozo.

Nunca he olvidado estas solemnes advertencias de uno de los más sabios y mejores amigos que Dios me dio. Las encontré corroboradas en cada página de esa Biblia que amaba y estudiaba cada día. También las encontré escritos en mi corazón. Entonces de rodillas, sin hacer un voto absoluto, hice la resolución de guardar sólo lo que necesitaría para mi sostén diario y dar lo demás a los pobres o para algún proyecto Cristiano o patriótico.

Yo guardé mi promesa. El dinero que me dio el Parlamento, no permaneció más de tres semanas en mi mano. En Canadá, nunca guardé un solo centavo en las cajas fuertes de ningún banco y cuando salí hacia Illinois en el otoño de 1851, en lugar de llevar conmigo una fortuna, que hubiera podido hacer fácilmente, apenas tenía 1,500 dólares en mi mano, el precio de una parte de mi biblioteca que pesaba demasiado para llevarla tan lejos.


1