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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L O 5 7

C A P I T U L O 5 7

A solas y de rodillas en la presencia de Dios, el primero de enero de 1855, cuando hice la resolución de oponerme a los actos de simonía y tiranía del Obispo O’Regan, estaba muy lejos de comprender las consecuencias lógicas de mi lucha. Mi único objetivo era forzarlo a ser honesto, justo y Cristiano hacia mi gente que había dejado su patria y todo lo que era querido para ellos en Canadá para vivir tranquilamente en Illinois bajo lo que consideramos entonces ser la Santa Autoridad de la Iglesia de Cristo. Pero estábamos absolutamente indispuestos a ser los esclavos de ningún hombre en la tierra de libertad. Si alguien en esa hora me hubiera mostrado que esta lucha conduciría a una separación total de la Iglesia de Roma, no hubiera intentado emprenderla. Mi única ambición era purificar a mi Iglesia.

Sin embargo, desde el principio tenía el presentimiento que el poder de los obispos sería demasiado para mí y que tarde o temprano me aplastarían. Pero mi esperanza fue que cuando yo cayera, otros tomarían mi lugar y pelearían las batallas del Señor hasta que una victoria final llevaría a la Iglesia una vez más a los días benditos cuando era la Esposa inmaculada del Cordero.

En el otoño de 1856, nuestra lucha contra el obispo de Chicago había tomado proporciones que no habían sido anticipadas ni por mí ni por la jerarquía Católico-romana de América. La prensa de los Estados Unidos y Canadá, tanto política como religiosa discutía las causas y los probables resultados de la controversia.

Al principio, los obispos estaban indignados contra la conducta de mi señor O’Regan, les dio gusto ver que un sacerdote de su propia diócesis probablemente le forzaría a ser más precavido y menos escandaloso en sus tratos públicos y privados con el clero y con la gente. Pero también esperaban que yo fuera paralizado por la sentencia de excomunión y que la gente asustada por esas fulminaciones retirarían el apoyo que me habían dado. Spink les aseguró que yo perdería mi pleito en Urbana y una vez metido en la penitenciaría, sería impotente para hacer alguna discordia en la Iglesia.

Pero su confianza pronto se convirtió en asombro cuando vieron que la gente se reía de la excomunión, que yo gané el pleito y estaba triunfando en ese mismo terreno de batalla del cual ningún sacerdote, desde Lutero y Knox, había salido ileso. Dondequiera se oía el sonido de alarma y fui denunciado como un rebelde cismático. La asamblea entera de los obispos acudió para arrojar sus más terribles fulminaciones sobre mi cabeza. Pero antes de adoptar su última medida para aplastarme, hicieron un esfuerzo supremo para mostrarnos lo que ellos consideraban ser nuestros errores. El Rev. Sr. Brassard, cura de Longueuil, y Rev. Isaac Desaulnier, presidente del colegio de St. Hyacinthe, fueron enviados por la gente y obispos de Canadá para mostrarme el escándalo de mis procedimientos y presionarme a someterme a la voluntad del obispo y respetar la supuesta sentencia de excomunión.

La elección de estos dos sacerdotes fue muy astuta, puesto que ellos eran los más influyentes que pudieran enviar. El Sr. Brassard no sólo fue mi maestro y benefactor en el colegio de Nicolet, sino que me amaba como su propio hijo y yo le amaba como mi propio padre. El otro, el Rev. Sr. Isaac Desaulnier, había sido mi compañero de escuela en el colegio desde 1822 hasta 1829. Durante ese tiempo y desde entonces estuvimos unidos por los lazos de la más sincera estimación y amistad. Ellos llegaron a St. Anne el 23 de noviembre de 1856.

Me enteré de su venida sólo unos minutos antes de su llegada y sentí gozo inefable por esas noticias. La confianza que tenía en su amistad me dio inmediatamente la esperanza que ellos pronto verían la justicia y santidad de nuestra causa y nos defenderían con valor contra nuestro agresor. Pero ellos tenían sentimientos muy diferentes. Creían sinceramente que yo era un cismático inmanejable y que estaba creando un terrible escándalo en la Iglesia. Los obispos les prohibieron dormir en mi casa ni tener ninguna comunicación amistosa conmigo. Sin ningún odio contra mí, ellos se horrorizaban ante el pensamiento de que yo fuera un sacerdote tan escandaloso, atreviéndome a destruir la paz y la unidad de la Iglesia.

En su viaje rumbo a Illinois, frecuentemente se les dijo que yo no era el mismo hombre, que me había vuelto agrio y deprimente, insolente y arrogante, que también les insultaría y tal vez aconsejaría a la gente a expulsarlos de mi propiedad. Fueron agradablemente decepcionados, sin embargo, cuando me vieron corriendo para encontrarme con ellos con el más sincero afecto y gozo. Les dije que todos los tesoros de California traídos a mi casa no me alegrarían ni la mitad de lo que sentí por su presencia.

En seguida les expresé mi esperanza que ellos fueran los mensajeros enviados por Dios para traernos paz y poner fin al estado deplorable de las cosas que fueron la causa de su largo viaje. Notando que estaban cubiertos de lodo, les invité a pasar a sus dormitorios para lavarse y refrescarse.

–¡Dormitorios, dormitorios! –dijo el Sr. Desaulnier, –pero nuestras instrucciones escritas por los obispos que nos enviaron nos prohíben dormir aquí a causa de su excomunión.

El Sr. Brassard respondió: –Tengo que decirte, mi querido Sr. Desaulnier, algo que he guardado en secreto hasta ahora: Después de leer esa prohibición de dormir aquí, dije al obispo que si él ponía semejante restricción sobre mí, que mejor escogiera a otra persona para enviar. Le pedí que nos permitiera a los dos actuar según nuestra conciencia y sentido común; y hoy, ellos me dicen que no podemos empezar nuestra misión de paz insultando a un hombre que nos ha dado una recepción tan amistosa y Cristiana. La gente de Canadá nos ha escogido como sus delegados, porque somos los más sinceros amigos de Chíniquy. Si guardamos ese carácter, cumpliremos mejor nuestros sagrados y solemnes deberes. Yo acepto con gusto el dormitorio que nos ofrece.

El Sr. Desaulnier respondió: –Yo lo acepto también, porque no vine aquí para insultar a mi mejor amigo, sino para salvarlo.

Estas palabras amigables de mis huéspedes aumentaron mi gozo. Les dije: –Si ustedes están aquí para obedecer a la voz de su conciencia y los dictados de su sentido común, hay una tarea gloriosa delante de ustedes. Pronto descubrirán que la gente y el sacerdote de St. Anne no han hecho más que escuchar a la voz de su conciencia honesta y seguir las leyes del sentido común en su conducta hacia el obispo. Pero, –añadí, –ahora no es el momento para explicar mi posición, sino para lavar sus caras empolvadas y refrescarse. Aquí están sus habitaciones; están en su casa.

Después de la cena, me entregaron las cartas de los obispos de Montreal, Londres y Toronto dirigidas a mí para inducirme a someterme a mi superior, ofreciéndome la seguridad de su más sincera amistad y devoción si les obedeciera.

Yo respondí: –Si he caído en el profundo abismo como ustedes dicen y del cual ustedes me sacarán, no sólo Dios y los hombres les bendecirán, sino yo también les bendeciré eternamente por su caridad. Sin embargo, la primera cosa que tienen que hacer aquí es averiguar si en verdad yo y mi gente hemos caído en ese profundo abismo del que hablan.

–Pero, ¿No estás excomulgado? –rápido preguntó el Sr. Desaulnier, –y a pesar de esa excomunión, ¿No sigues diciendo misa, predicando y oyendo las confesiones de la gente? ¿No has caído, entonces, en ese estado de irregularidad y cisma que te separa totalmente de la Iglesia a la cual sólo el Papa puede restaurarte?

–No, mi querido Desaulnier, –le respondí, –No soy más excomulgado que tú por la sencilla razón de que un acta de excomunión que no está firmada y certificada, no es digna de ninguna atención. Aquí está el acta de la supuesta excomunión que hace tanto ruido en el mundo. Examínenla ustedes mismos para averiguar si está firmada por el obispo o certificada por alguien.

Le di el documento. Después de examinarlo por más de media hora sin decir una sola palabra, por fin, el Sr. Desaulnier rompió el silencio: –Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, nunca hubiera creído que un obispo actuaría una comedia tan sacrílega delante del mundo. Tú lo publicaste varias veces, pero confieso que tus mejores amigos y yo entre ellos no le creímos. No cabía en nuestra mente que un obispo fuera tan vacío de honestidad común como para proclamar delante de todo el mundo que fuiste excomulgado. Pero en el nombre del sentido común, ¿Por qué no firmó la sentencia de excomunión o mandarla a firmar y contrafirmar por algunas personas autorizadas, cuando es tan evidente que te quería excomulgar.

–La razón es muy sencilla, –le respondí, –yo le había amenazado a llevarle ante un tribunal civil si él se atrevía a destruir mi carácter por suspensión o excomunión. Y él descubrió que la única manera para salvarse fue no firmar ese documento. Mi primera tarea en un procesamiento sería probar la firma del obispo. ¿Dónde encontraría a un testigo que juraría que esta es su firma? ¿Lo jurarías tú, mi querido Desaulnier?

–¡Claro que no! Porque ésta no es su firma ni la de su gran vicario ni de su secretario. Pero antes de seguir, –añadió, –tenemos que confesarte que cuando pasamos por Chicago, preguntamos al obispo si él había hecho alguna investigación pública o privada de tu conducta y si te halló culpable de algún crimen. El se sintió avergonzado por nuestras preguntas, pero le dijimos que era necesario para nosotros saber todo en relación a tu carácter público y privado al venir a presionarte a reconciliarte con tu obispo.

El respondió que nunca había hecho ninguna investigación de ti, aunque tú se lo habías pedido varias veces, por la sencilla razón de que él está convencido que eres uno de sus mejores sacerdotes. Dijo que tu único defecto es un espíritu de obstinación y falta de respeto y obediencia a tu superior por meterte en asuntos diocesanos en los cuales no tenías nada que ver. También nos dijo que rehusaste ir a Cahokia, pero su rostro se volvió tan rojo y su lengua ceceaba tan extrañamente cuando dijo eso que sospeché que fue una mentira. Ahora tenemos delante de nuestros ojos los documentos que prueban que fue una mentira. Profirió otra mentira cuando dijo que él mismo había firmado el acta de excomunión, porque seguramente ésta no es su escritura. Semejante conducta de un obispo es muy extraña. Si tú apelaras al Papa y fueras a Roma con estos documentos en la mano, fácilmente vencerías al obispo, porque los cánones de la Iglesia están claros y unánimes: Un obispo que pronuncia una sentencia tan grave contra algún sacerdote, usando firmas falsas, está él mismo suspendido y excomulgado, ipso facto, por todo un año.

El Sr. Brassard añadió: –¿No debemos confesar a Chíniquy que la opinión de los obispos de Canadá es que el Obispo O’Regan es un granuja? Si Chíniquy apelara al Papa, sería pronto reinstalado por un decreto público de Su Santidad.

Nuestra discusión siguió hasta las tres de la madrugada sin llegar a una conclusión satisfactoria, por tanto, la aplazamos hasta el día siguiente. Después de una corta oración, fuimos a descansar.

El 24 de noviembre a las 10:00 a.m., nos encerramos en mi estudio y renovamos la discusión de los mejores planes para resolver las dificultades existentes. Para mostrarles mi sincero deseo de detener esas luchas ruidosas y escandalosas sin transigir los sagrados principios que me habían guiado desde el inicio de nuestros problemas, consentí en sacrificar mi posición como pastor de St. Anne con la condición de que el Sr. Brassard fuese instalado en mi lugar. Se decidió, sin embargo, que yo permanecería con él como su vicario para ayudarle en la administración de los asuntos espirituales y temporales de la colonia. La promesa me fue dada que con esa condición, el obispo retiraría su supuesta sentencia, entregaría a los canadienses franceses de Chicago la iglesia que les había quitado, pondría un sacerdote de habla francesa como cabeza de esa congregación y perdonaría y olvidaría lo que él consideraba nuestra conducta irregular hacia él, después de firmar el siguiente documento:

A SU SEÑORÍA O’REGAN OBISPO DE CHICAGO: MI SEÑOR,

Por la razón de que mis acciones y escritos en oposición a sus órdenes desde hace varios meses han causado algunos escándalos y han hecho pensar a ciertas personas que yo preferiría estar separado de la Santa Iglesia que estar sometido a su autoridad, me apresuro a expresar el pesar que siento por esos problemas y escritos. Para mostrar al mundo y a usted, mi obispo, mi firme deseo de vivir y morir como Católico, me apresuro a escribir a Su Señoría que me someto a su sentencia y prometo, de aquí en adelante, ejercer el santo ministerio solamente con su permiso. Por tanto, pido respetuosamente que Su Señoría retire las censuras y suspensiones que ha pronunciado contra mí y contra los que han tenido comunicación espiritual conmigo.

Soy, mi señor, su devoto hijo en Cristo,

C. CHINIQUY

Eran las 11:00 de la noche cuando consentí en firmar este documento que sería entregado al obispo y tendría valor únicamente en las condiciones anteriores. Los dos delegados estaban emocionados por el gozo del éxito de su misión y por mi disposición a sacrificarme por amor a la paz. El Sr. Desaulnier dijo: –Ahora vemos que Chíniquy y su gente han tenido la razón desde el principio y que nunca tuvo la intención de crear un cisma y colocarse a la cabeza de un partido rebelde para desafiar la autoridad de la Iglesia. Si el obispo no quiere vivir en paz con la gente y el pastor de St. Anne, después de semejante sacrificio, le diremos que no es Chíniquy, sino el Obispo O’Regan quien quiere el cisma. Apelaremos al Papa. Yo iré con Chíniquy a Roma y fácilmente lograremos la remoción de ese obispo de la diócesis de Chicago.

El Sr. Brassard estuvo de acuerdo y añadió que él también me acompañaría a Roma para ser testigo de mi inocencia y de la mala conducta del obispo y que en menos de una semana levantaría, en Montreal, dos veces la cantidad de dinero necesario para ir a Roma.

Después de agradecerles lo que habían hecho, le pregunté al Sr. Desaulnier si él tenía el valor de proclamar delante de mi gente lo que acababa de decir delante de mí y el Sr. Brassard en la presencia de Dios.

El dijo: –Seguro, con gusto declararía delante de toda tu congregación que es imposible encontrar culpa en ti por lo que has hecho hasta aquí. Pero sabes muy bien que nunca tendré esa oportunidad, puesto que son las 11:00 de la noche y la gente ha de estar bien dormida; luego, mañana tengo que salir a las 6:00 a.m. para alcanzar el tren en Kankakee rumbo a Chicago que sale a las 8:00 a.m.

Le respondí: –Muy bien.

Nos arrodillamos juntos para hacer una corta oración y les conduje a sus dormitorios, deseándoles un sueño refrescante después de un día de arduo trabajo. Diez minutos más tarde, salí por la aldea y llamé a la puerta de seis de mis feligreses más respetados y les dije: –Por favor, no pierden un solo momento. Vayan con sus caballos lo más rápido posible a tales y tales partes de la colonia, toca a cada puerta, citando a la gente a estar en la puerta de la iglesia a la 5:00 de la mañana para oír con sus propios oídos lo que los delegados de Canadá tienen que decir acerca de nuestras luchas pasadas contra el obispo de Chicago. Diles que estén puntualmente a las 5:00 de la mañana en sus bancos donde los delegados les dirigirán palabras que deben escuchar a toda costa.

Un poquito antes de las 5:00 de la mañana, el Sr. Desaulnier, lleno de sorpresa y ansiedad, tocó a mi puerta y dijo: –Chíniquy, ¿No oyes el ruido extraño de carros y carrozas que parecen venir de todas partes? ¿Qué significa esto? ¿Se ha vuelto loca la gente para venir a la iglesia a esta hora oscura, mucho antes del amanecer?

–¿Qué me dices? –respondí, –he estado tan profundamente dormido que no he oído nada. ¿Qué me dices de carros y carrozas alrededor de la capilla? ¿Estás soñando?

–No, no estoy soñando, –respondió, –no sólo oigo el ruido de muchos carros, vagones y carrozas sino que, aunque está todavía muy oscuro, veo a cientos de personas alrededor de la capilla. Oigo la voz de una gran multitud de hombres, mujeres y hasta niños preguntándose y respondiéndose cosas que aún no entiendo. Hacen mucho ruido con sus risas y chistes. ¿Puedes decirme lo que esto significa? Nunca he estado tan perplejo en toda mi vida.

Le respondí: –¿No ves que estás soñando? Déjeme vestirme para ir a ver algo de esa pesadilla.

El Sr. Brassard, aunque un poco más calmado que Desaulnier, sentía cierta ansiedad por el ruido extraño de esa multitud de gente, caballos, carros y carrozas a semejante hora de la mañana. Llamando a mi puerta, me dijo: –Por favor, Chíniquy, explica este extraño misterio. ¿Viene esta gente a hacernos una travesura o castigarnos por entrometernos en tus asuntos?

–Cálmense, mis queridos amigos, –respondí, –no tienen nada que temer de esa buena gente inteligente. ¿No se acuerdan que anoche Desaulnier dijo que sería suficientemente honesto y valiente como para declarar delante de toda la congregación lo que dijo delante de nosotros en la presencia de Dios? Imagino que algunos de los ángeles del cielo oyeron esas palabras y los llevaron esta noche a cada familia, invadiéndolas a estar aquí en la capilla y oyeran de sus propios labios lo que opinan de la gran batalla gloriosa que ellos están librando en esta tierra lejana a favor de los principios de la verdad y la justicia tal como el Evangelio lo asegura a cada discípulo de Cristo.

–¡Bien, bien! –dijo Desaulnier, –hay un solo Chíniquy en todo el mundo capaz de ponerme semejante trampa y hay un solo pueblo bajo el cielo que haría lo que este pueblo hace. Nunca te hubiera dado esa respuesta si no estuviera seguro de que nunca tendría la oportunidad de cumplirla. ¿Quién pensaría que tú me harías semejante truco? Pero, –añadió, –aunque sé que esto me transigirá delante de ciertos partidos, es demasiado tarde para retractarme; cumpliré mi promesa.

Es imposible expresar mi propio gozo y el gozo de esa gente noble cuando oyeron de los mismos labios de esos delegados que, después de pasar todo un día y dos noches examinando todo lo que ellos y su pastor habían hecho en esa solemne y terrible controversia, no habían quebrantado ninguna ley de Dios ni de su santa Iglesia y que no se habían desviado del mismo camino prescrito por los cánones.

Lágrimas de gozo corrieron cuando oyeron al Sr Desaulnier decirles (lo cual confirmó el Sr. Brassard) que el obispo no tenía ningún derecho de suspender a su pastor, puesto que él les había dicho que era uno de sus mejores sacerdotes y que ellos habían hecho bien en no prestar ninguna atención a un acta de excomunión que era ficticia y una comedia sacrílega, puesto que no fue firmado ni certificado por ninguna persona conocida. Los dos delegados explicaron el documento que yo había firmado y las condiciones sujetas a él. Ellos añadieron: –Si el Obispo O’Regan no acepta estas condiciones, le diremos que no es el Sr. Chíniquy, sino él mismo quien quiere un cisma. Nosotros iremos con el Sr. Chíniquy hasta Roma para defender su causa y probar su inocencia delante de Su Santidad.

Después de esto, todos nos arrodillamos para bendecir y dar gracias a Dios. Nunca he visto a gente con corazones tan felices como la gente de St. Anne al regresar a sus casas esa mañana del 25 de noviembre de 1856.

A las 6:00 a.m. el Sr. Desaulnier salió rumbo a Chicago para presentar mi acta condicional de sumisión al obispo y a presionarlo, en el nombre de los obispos de Canadá y en nombre de los intereses más sagrados de la Iglesia, a aceptar el sacrificio y la sumisión de la gente de St. Anne y darles la paz que tanto deseaban y pagaban a un precio tan alto. El Rev. Sr. Brassard permaneció conmigo esperando una carta del obispo para acompañarme y poner el sello final a nuestra reconciliación.

Al día siguiente, recibió la siguiente nota del Sr.Desaulnier:

OBISPADO DE CHICAGO,

A 26 de noviembre de 1856,

Al Rev. Sr. Brassard,

Monseñor, es indispensable y aconsejable que usted venga aquí con el Sr. Chíniquy lo más pronto posible. Por consiguiente, les espero a los dos pasado mañana para arreglar este asunto definitivamente.

Respetuosamente,

ISAAC DESAULNIER

Después de leer esa carta con el Sr. Brassard, le dije: –Esas palabras frías no significan nada bueno. Lamento que usted no haya acompañado a Desaulnier a conferir con el obispo. Usted conoce la ligereza y debilidad de su carácter, siempre valiente con sus palabras, pero suave como la cera ante la menor presión. Mi temor es que la tenacidad de bulldog de mi Sr. O’Regan le haya asustado y que todo su valor y bravatas hayan derretido ante la cólera feroz del obispo de Chicago, pero, vamos. Sin embargo, le aseguro, mi querido Sr. Brassard, si el obispo no acepta que usted permanezca a la cabeza de esta colonia para protegernos y guiarnos, ninguna consideración me inducirá a traicionar a mi congregación ni dejaré que llegue a ser presa de los lobos que quieren devorarla.

Llegamos a Chicago el 28 de noviembre a las 10:00 a.m. El Sr. Desaulnier nos estaba esperando en la estación del tren. Estaba tan pálido como un cadáver. Apartándolo a cierta distancia del gentío, le pregunté: –¿Qué noticias hay?

El respondió: –Las noticias son que usted y el Sr. Brassard no tienen nada que hacer, sino empacar sus maletas y regresar a Canadá. El obispo está indispuesto a hacer ningún arreglo con ustedes. El quiere que yo sea el pastor temporal de St. Anne; que usted con el Sr. Brassard regresen silenciosamente a Canadá y que digan a los obispos que no se metan en lo que no les importa.

–Y, ¿Qué de la promesa que hiciste a mí y a mi gente de ir conmigo y el Sr. Brassard a Roma si el obispo rehusara los arreglos que ustedes mismos propusieron? –pregunté.

–¡Tat, tat! –respondió, –al obispo no le importa un comino si vas o no vas a Roma. El me ha puesto como su gran vicario a la cabeza de la colonia de St. Anne de la cual tú tienes que salir lo más pronto posible.

–Ahora, Desaulnier, –le respondí, –tú eres un traidor, un Judas, y si quieres recibir el pago de Judas, te aconsejo que vayas a St. Anne. Ahí recibirás lo que mereces. La hermosura y la importancia de esa gran colonia te han tentado y me has vendido al obispo para llegar a ser su gran vicario y comer los frutos de la viña que yo planté ahí. Pero pronto verás tu error. Si tienes alguna compasión de ti mismo, te aconsejo que nunca vuelvas a poner los pies en ese lugar.

Desaulnier respondió: –El obispo no hará ningún arreglo contigo a menos que retractes públicamente lo que has escrito contra él por haber tomado posesión de la iglesia de los canadienses franceses de Chicago. Tienes que publicar en la prensa que él estaba en lo correcto y honesto en lo que hizo en esas circunstancias.

–Mi querido Sr. Brassard, –dije, –¿Podría yo hacer tal declaración consciente y honradamente?

Ese hombre venerable me respondió: –No puedes consentir en hacer tal cosa.

–Desaulnier, –dije, –¿Oíste? El Sr. Brassard y tu conciencia, si tienes una, te dicen lo mismo. Si tomas partido con un hombre que ayer tú mismo acusaste de ser un estafador sacrílego, tú no eres mejor que él. Ve a trabajar con él. En cuanto a mí, yo regreso a St. Anne.

–¿Qué vas a hacer allí, –contestó el Sr. Desaulnier, –puesto que el obispo te ha prohibido a permanecer ahí?

–¿Qué haré? –le respondí, –enseñaré a esos verdaderos discípulos de Jesucristo a despreciar y rehuir a los tiranos y a los traidores. ¡Vete, traidor, y termina tu obra de Judas! ¡Adiós! Luego, me eché en los brazos del Sr. Brassard, quien estaba casi mudo, sofocado en sollozos y lágrimas. Le apreté a mi corazón y le dije: –Adiós, mi querido Sr. Brassard, vuelva a Canadá y diga a mis amigos cómo la cobardía y la ambición de este traidor arruinaron la esperanza que teníamos de poner fin al deplorable estado de asuntos. Yo volveré a mis hermanos de St. Anne con más determinación que nunca a protegerlos contra la tiranía e impiedad de nuestros gobernantes déspotas. Será más fácil que nunca mostrarles que el Hijo de Dios no nos redimió en la cruz para que nos volviéramos esclavos de esos despiadados mercaderes de almas. Con más sinceridad que nunca, enseñaré a mi gente a rehuir al evangelio moderno de los obispos para seguir el antiguo Evangelio de Jesucristo como la única esperanza y vida de nuestra pobre humanidad caída.

El Sr. Brassard quería decir algo, pero su voz fue sofocada por sus sollozos. Las únicas palabras que pudo proferir al apretarme a su corazón fueron: –¡Adiós, querido amigo, adiós!