–Por favor, acompáñame a Bourbonnais, tengo que conferir contigo y con el Rev. Sr. Courjeault sobre algunos asuntos importantes, –dijo el obispo, media hora antes de salir de St. Anne, después de bendecir a la capilla.
–Yo tenía la intención, mi señor, de pedir a Su Señoría que me concediese ese honor antes que usted lo ofreciera, –respondí.
Dos horas de arduo manejo nos llevó a la casa parroquial del Rev. Sr. Courjeault, quien había preparado una comida suntuosa a la cual varios de los ciudadanos principales de Bourbonnais fueron invitados.
Cuando todos los invitados se habían ido, quedando sólo el obispo, el Sr. Courjeault y yo, el obispo sacó de su baúl un montón de periódicos semanales de Montreal, Canadá en los cuales varias cartas, muy despreciativas del obispo, fueron publicadas, firmadas R. L. C. Mostrándomelos, dijo:
–Sr. Chíniquy, ¿Puedo saber las razones por qué has escrito cosas tan insultantes contra tu obispo?
–Mi señor, –respondí, –no tengo palabras para expresar mi sorpresa e indignación cuando leí esas cartas, pero gracias a Dios, yo no soy el autor.
–¿Estás positivo en esa negación y conoces el contenido de estas comunicaciones mentirosas? –replicó el obispo.
–Sí, mi señor, conozco el contenido. Las he leído varias veces con suma repugnancia e indignación.
–Entonces, ¿Puedes decirme quién las escribió? –preguntó el obispo.
Le respondí: –Por favor, mi señor, haga esa pregunta al Rev. Sr. Courjeault. El es más capaz que cualquier otro para satisfacer a Su Señoría sobre ese asunto. Le miré al Sr. Courjeault con un aire indignado que le decía que él había sido descubierto. Los ojos del obispo también se voltearon y se fijaron firmemente en ese miserable sacerdote.
Nunca vi nada tan extraño como el rostro de ese hombre culpable. Su cara, aunque normalmente fea, de repente tomó una apariencia cadavérica, con sus ojos fijos en el suelo como incapaces de moverse. Las únicas señas de vida que quedaban en él eran sus rodillas que temblaban convulsivamente y en las grandes gotas de sudor que corrían por su cara sucia; porque tengo que decir aquí que, con pocas excepciones, ese sacerdote era el hombre más sucio que jamás había visto.
El obispo, con expresiones de indecible indignación, exclamó: –Sr. Courjeault, ¡Tú eres el escritor de esas cartas infames y calumniadoras! ¡Tres veces me has escrito y dos veces me has dicho verbalmente que ellas procedían del Sr. Chíniquy! No te pregunto si eres el autor de esas calumnias contra mi, lo veo escrito en tu cara. Tu malicia contra el Sr. Chíniquy es verdaderamente diabólica. ¿Cómo es posible que un sacerdote pueda entregarse tan completamente al diablo?
Dirigiéndose a mí, el obispo dijo: –Sr. Chíniquy, te ruego que me perdones por haber creído que tú fueras tan depravado como para escribir esas calumnias contra tu obispo. Fui engañado por este hombre mentiroso. Retractaré inmediatamente lo que escribí y dije contra ti.
Luego, dirigiéndose al Sr. Courjeault, dijo: –El castigo mínimo que puedo darte es expulsarte de mi diócesis y escribir a todos los obispos de América que tú eres el sacerdote más vil que he visto y que nunca te concedan ninguna posición en este continente.
Estas últimas palabras apenas salieron de la boca del obispo cuando el Sr. Courjeault cayó de rodillas ante mí y convulsivamente apretando mis manos en las suyas, dijo: –Querido Sr. Chíniquy, reconozco la grandeza de mi iniquidad contra ti y contra nuestro obispo; por amor del querido Salvador Jesús, perdóname. Tomo a Dios por testigo que nunca tendrás un amigo más devoto de lo que yo te seré. Y usted, mi señor, permítame decirle que doy gracias a Dios que mi malicia y mi gran pecado contra usted y el Sr. Chíniquy sean conocidos y castigados en seguida. Sin embargo, en el nombre de nuestro Salvador crucificado le suplico que me perdone. Dios sabe que de aquí en adelante, usted no tendrá un sacerdote más obediente y devoto que yo.
Fue un espectáculo conmovedor ver las lágrimas y oír los sollozos de ese pecador arrepentido. No pude contener ni refrenar mis lágrimas. Le respondí: –Sí, Sr. Courjeault, yo te perdono con todo mi corazón, así como mi Dios misericordioso me perdona mis pecados. ¡Que el Dios que ve tu arrepentimiento te perdone también!
El Obispo Vandeveld, quien fue dotado de una buena y muy sensible y amable naturaleza, también derramó sus lágrimas. Me preguntó: –¿Qué me aconseja hacer? ¿Tengo yo que perdonar también? Y, ¿Puedo seguir reteniéndolo como cabeza de esta misión tan importante?–Sí, mi señor, por favor, perdone y olvide los errores de este querido hermano. El ya hizo tanto bien a mis compatriotas de Bourbonnais. Le aseguro que, de aquí en adelante, él será uno de sus mejores sacerdotes.
El obispo le perdonó después de unos consejos apropiados y paternales, admirablemente mezclados con misericordia y firmeza. Para entonces, eran como las 3:00 p.m. Nos separamos para rezar nuestras oraciones vespertinas y matinales (rezos que duraban casi una hora). Apenas acabé de recitarlas en el jardín cuando vi al Rev. Sr. Courjeault caminando de la iglesia hacia mí con una expresión de tanto terror y tristeza que casi no le reconocí. El murmuró algo que no entendía, su voz ahogada en sus lágrimas y sollozos. Suponiendo que venía nuevamente a pedirme perdón, sentí una compasión inefable por él. Le dije: –Mi querido Sr. Courjeault, ven a sentarte conmigo y no pienses más del pasado. Nunca volveré a pensar en tus errores momentáneos, puedes considerarme tu devoto amigo.
–Querido Sr. Chíniquy, –respondió, –Tengo que revelarte otro misterio oscuro de mi vida miserable. Desde hace más de un año, he vivido con la hija del sacristán como si fuera mi esposa. Ella acaba de avisarme que va a ser madre y que tengo que responder por eso y darle $500.00 dólares. Ella amenaza con denunciarme públicamente si no sustento a ella y su progenitura. ¿No sería mejor para mí huir esta noche, volver a Francia a vivir con mi familia y ocultar mi vergüenza? A veces estoy tentado a echarme en el río para poner fin a mi miserable y deshonrada existencia. ¿Crees que el obispo perdonará este nuevo crimen si me postro a sus pies pidiéndole perdón? ¿Me dará algún otro lugar en su inmensa diócesis donde todas mis desgracias y pecados sean desconocidos? Por favor, dime, ¿Qué debo hacer?
Absolutamente pasmado, no sabía qué responder. Aunque le sentí compasión, tengo que confesar que este nuevo descubrimiento de hipocresía me llenó de horror y repugnancia indecible. Hasta ahora, él se había envuelto en un manto de engaño tan espeso que mucha gente le consideraba un ángel de pureza. Sus infamias estaban tan bien ocultas bajo un disfraz de extrema rigidez moral, que varios de sus feligreses le consideraban un santo cuyas reliquias podían hacer milagros.
Hacía poco, dos parejas jóvenes de las mejores familias de Bourbonnais, habiendo bailado en una respetable reunión social, fueron condenados por él y obligados a pedir perdón públicamente en la iglesia. Esta rigidez farisaica hizo que los vicios secretos de ese sacerdote fueran aún más llamativos y escandalosos. Sentí que el escándalo que seguiría a la publicación de este misterio de iniquidad sería terrible y haría que muchos perdieran para siempre su fe en nuestra Iglesia. Tantos pensamientos tan tristes llenaban mi mente que estaba confundido e incapaz de darle un consejo. Le respondí: –Tu desgracia es grandísima; si no estuviera aquí el obispo, quizás te diría mi opinión acerca de la mejor acción. Pero el obispo está aquí; él es el único a quien debes acudir. El es tu consejero apropiado; ve a decirle todo francamente y sigue su consejo.
Con pasos tambaleantes y con tan profunda emoción que sus sollozos y clamores se oían bastante lejos, fue con el obispo. Yo me quedé solo, medio petrificado por lo que escuché. Media hora más tarde el obispo me buscó. Estaba pálido y sus ojos enrojecidos por sus lágrimas. Me dijo: –Sr. Chíniquy, ¡Qué terrible escándalo! ¡Qué nueva desgracia para nuestra santa Iglesia! Ese Sr. Courjeault es un diablo encarnado. ¿Qué haré? Por favor, ayúdame con tu consejo. ¿Qué consideras que sea la mejor manera de evitar el escándalo y proteger a la fe de la buena gente contra la tempestad destructiva que viene sobre ella?
–Mi querido obispo, –le respondí, –entre más considero estos escándalos aquí, menos puedo ver cómo podemos salvar a la Iglesia de convertirse en un naufragio espantoso. Yo siento demasiado la responsabilidad de mi consejo para dárselo. Que Su Señoría, guiado por el Espíritu de Dios haga lo que usted considere mejor para la honra de la Iglesia y la salvación de tantas almas que estarán en peligro de perecer cuando este escándalo sea conocido. Por mí, lo único que puedo hacer es ocultar mi vergüenza, volver a mi colonia a orar, llorar y trabajar.
El obispo replicó: –Esto es lo que pretendo hacer: El Sr. Courjeault me dice que no hay la menor sospecha entre la gente de su pecado y que sería cosa fácil enviar a esa joven a la casa provista en Canadá para las ofensas de los sacerdotes sin despertar ninguna sospecha. El parece estar tan arrepentido que espero que, de aquí en adelante, no tengamos nada que temer de él. Ahora, vivirá la vida de un buen sacerdote, sin hacer ningún escándalo. Porque si lo quito, entonces habrá algunas sospechas de su caída y el terrible escándalo que queremos evitar vendrá. ¿Qué opinas de este plan?
–Si Su Señoría está seguro de la conversión del Sr. Courjeault y que no hay peligro de que su gran iniquidad sea conocida por la gente, evidentemente la cosa más sabia que puede hacerse es mandar a esa joven a Canadá y dejar al Sr. Courjeault aquí. Aunque veo gran peligro aun en esa forma de tratar este triste asunto.
Cinco días después, cuatro de los ciudadanos principales de Bourbonnais llamaron a mi puerta. Ellos fueron enviados como representantes de toda la aldea para preguntarme qué deberían hacer con su cura, el Sr. Courjeault. Me dijeron que varios de ellos, desde hace mucho tiempo, sospechaban de lo que ocurría entre el sacerdote y la hija del sacristán, pero lo habían guardado en secreto. –Sin embargo, ayer, –dijeron, –los ojos de toda la parroquia fueron abiertos al terrible escándalo. Las demostraciones y atenciones repugnantes del cura cuando la víctima de su lujuria subió a la diligencia, no dejó ninguna duda en la mente de nadie de que ella dará a luz un niño en Montreal. Ahora, Sr. Chíniquy, somos enviados aquí para pedir su consejo. Por favor, díganos, ¿Qué debemos hacer?
–Mis queridos amigos, –les respondí, –no es a mí, sino a nuestro común obispo a quien deben preguntar qué hacer en semejante asunto deplorable. Pero ellos replicaron: –¿No será usted tan amable de acompañarnos a Bourbonnais para ir y decir a nuestro sacerdote desgraciado que su conducta criminal es conocida por todo el mundo y que decentemente no podemos tolerarlo un día más como nuestro maestro Cristiano? El nos ha rendido grandes servicios en el pasado que nunca olvidaremos. No queremos abusarlo ni insultarlo de ninguna manera. Aunque es culpable, todavía es un sacerdote. El único favor que le pediremos ahora es que abandone el puesto sin ruido ni escándalo, de noche, para evitar cualquier demostración desagradable que pudiera proceder de sus enemigos personales a quienes su rigidez farisaica ha hecho amargos y numerosos.
–No veo ninguna razón para negarles ese favor, –les respondí. Tres horas después, en presencia de esos cuatro caballeros, entregué mi triste mensaje al cura desgraciado. El lo recibió como su orden de muerte, pero se humilló y se sometió a su suerte. Después de pasar cuatro horas con nosotros arreglando sus asuntos, cayó de rodillas con torrentes de lágrimas, pidió perdón por el escándalo que había causado y nos rogó que pidiéramos perdón de su parte a toda la parroquia. A las doce de la noche se fue a Chicago.
Esa hora era verdaderamente triste para todos nosotros, pero mi Dios me tenía reservada una hora aún más triste. La gente de Bourbonnais me pidieron que les diera algunos cultos religiosos por las tardes de la siguiente semana. Yo estaba terminando uno de ellos el 8 de mayo, cuando de repente el Rev. Sr. Courjeault entró en la iglesia; caminó en medio de la multitud, saludando a éste, sonriendo a otro y apretando la mano de muchos. Su cara llevaba las señas de impudencia y corrupción. De un extremo de la iglesia al otro, se oía un murmullo de asombro e indignación: ¡El Sr. Courjeault, el Sr. Courjeault! ¡Gran Dios! ¿Qué significa esto?
Yo observé que avanzaba hacia mí, probablemente con la intención de saludarme delante de toda la gente, pero no le di oportunidad para hacerlo. Salí por la puerta trasera y fui a la casa parroquial. El, entonces, regresó a la puerta para platicar con la gente, pero muy pocos le hicieron caso. Las mujeres en especial sintieron repugnancia ante su impudencia. Viéndose casi desertado en la puerta de la iglesia volvió sus pasos hacia la casa parroquial. Entró por la puerta chiflando y cuando me contempló, se rió y dijo: –¡Oh, oh! Nuestro querido Padrecito Chíniquy, ¿Aquí? ¿Qué tal?
–Me siento muy mal, –respondí, –viendo cómo te estás destruyendo tan miserablemente.
–Yo no quiero destruirme, –contestó, –pero eres tú quien quieres sacarme de mi hermosa parroquia de Bourbonnais para tomar mi lugar. Con los cuatro tarugos que te acompañaron el otro día, me asustó y me convenció de que mi desgracia con María es conocida por toda la gente. Pero nuestro buen obispo ha entendido que esto fue un truco y una de tus historias mentirosas. Volví para tomar posesión de mi parroquia y expulsarte.
Le dije: –Si el obispo te ha enviado aquí para expulsarme para que yo pueda regresar a mi colonia querida, él ha hecho exactamente lo que yo quería, porque él sabe, mejor que nadie, el gran propósito por el cual vine a este país y que no puedo hacer mi trabajo mientras él me pide que cuide a Bourbonnais. Yo me voy en seguida y te dejo en plena posesión de tu parroquia. Pero te tengo lástima cuando veo la nube negra que está en tu horizonte. Adiós.
–Tú eres la única nube negra en mi horizonte, –respondió, –Cuando te hayas ido, estaré en tan perfecta paz como estaba antes de que pisaran tus pies en Illinois. Adiós y por favor, nunca vuelvas aquí a menos que yo te invite.
Salí para regresar a St. Anne, pero mientras cruzaba la aldea, vi que había un alboroto entre la gente. Varias veces me detuvieron y me pidieron que quedase entre ellos para aconsejarles qué deberían hacer, pero rehusé diciéndoles: –Sería un insulto de mi parte aconsejarles algo en un asunto donde su deber como hombres y Católicos es tan claro. Consulten el respeto que deben a sí mismos, a sus familias y a su Iglesia; entonces, sabrán qué hacer.
Tardé toda la noche, que era muy oscura, en llegar a St. Anne, donde llegué al amanecer el 9 de mayo de 1852.
El próximo domingo, aunque el culto en mi capilla estaba muy concurrido, no hice ninguna alusión a ese asunto deplorable. El lunes siguiente, cuatro ciudadanos de Bourbonnais vinieron a contarme lo que habían hecho y me pidieron que no les abandonara en esta hora de prueba, sino que me recordara que soy su compatriota y que ellos no tienen a nadie más a quien acudir para ayudarles a cumplir sus deberes religiosos.
Aquí está la sustancia de su mensaje: –Lo más pronto que usted salió de nuestra aldea sin decirnos lo que deberíamos hacer, convocamos una reunión pública donde hicimos las siguientes resoluciones:
1. Ningún insulto personal se expresará al Sr. Courjeault.
2. No podemos consentir en tenerlo como pastor una sola
hora.
3. El próximo domingo, cuando empiece su sermón, al instante nos levantaremos y saldremos de la iglesia para que él se quede completamente solo; y comprenda nuestra severa determinación a no tolerarlo más como nuestro líder espiritual.
4. Mandaremos estas resoluciones al obispo, pidiéndole que permita que el Sr. Chíniquy divida su tiempo y atención entre su nueva colonia y nosotros hasta que tengamos un pastor capaz de instruirnos y edificarnos.
Extrañamente, el pobre Sr. Courjeault encerrado en su casa parroquial, no se enteró de esa reunión, ni se halló un solo amigo para advertirle de lo que sucedería el próximo domingo. Ese domingo el clima era magnífico y nunca había semejante multitud de gente en la iglesia. El miserable sacerdote, pensando por el gentío inusual que todo estaría bien con él ese día, empezó su misa y entró al púlpito para predicar su sermón. Pero apenas pronunció las primeras palabras cuando toda la congregación se salió corriendo de la iglesia como si estuviera encendida y él se quedó solo.
Por supuesto, esto le cayó como una bomba y casi se desmayó. Sin embargo, recuperándose, fue a la puerta y con lágrimas y sollozos convenció a la gente a escucharle y dijo: –Veo que la mano de Dios está contra mí y yo lo merezco. Yo he pecado en volver. Ustedes ya no me quieren más como pastor y no puedo quejarme de eso. Esto es su derecho y será satisfecho. Abandonaré el puesto para siempre esta noche, sólo les pido que perdonen mis errores pasados y oren por mí.
Este corto discurso fue seguido por un silencio mortal; ni una sola voz se oía insultarlo. Muchos, al contrario, estaban tan impresionados por la triste solemnidad de esta ocurrencia que no podían refrenar sus lágrimas. Todos regresaron a sus hogares con corazones quebrantados.
El Sr. Courjeault se salió de Bourbonnais esa misma noche para nunca regresar, pero el terrible escándalo que causó no se desapareció con él. Nuestro gran Dios misericordioso, quien tantas veces ha hecho que los mismos pecados y errores de su pueblo ayuden para bien, hizo que la iniquidad pública del sacerdote quitara las escamas de muchos ojos y les preparara para recibir la luz que ya amanecía en el horizonte. Era como si muchos de nosotros escucháramos una voz del cielo diciendo: –¿No ven que en su Iglesia de Roma no siguen la palabra de Dios, sino las tradiciones mentirosas de los hombres? ¿No es evidente que el celibato de sus sacerdotes es un lazo y una institución de Satanás?
Muchos me pidieron que les mostrase en el Evangelio dónde Cristo había establecido la ley del celibato. –Yo haré mejor, –añadí, –pondré el Evangelio en sus manos y busquen ustedes mismos en ese libro lo que él enseña sobre ese tema.
Ese mismo día, hice el pedido a un comerciante de Montreal por una caja grande llena de Nuevos Testamentos impresos por orden del Arzobispo de Qüebec. Muy pronto, conocieron todos mis inmigrantes que Jesús, no sólo nunca prohibió a sus apóstoles y sacerdotes a casarse, sino que les dejó libres para tener sus esposas y vivir con ellas según el testimonio del mismo Pablo: ¿No tenemos potestad de traer con nosotros una hermana por mujer como también los otros apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas? (1 Cor. 9: 5). Ellos vieron por su Evangelio que la doctrina del celibato de los sacerdotes no fue traído del cielo por Cristo, sino que había sido forjado en las tinieblas para añadir a las miserias del hombre. Ellos leían vez tras vez estas palabras de Cristo: Si permaneciereis en mi palabra, seréis mis verdaderos discípulos y conoceréis la verdad y la verdad os libertará . . . Por tanto, si el hijo os libertare, seréis verdaderamente libres (Jn. 8: 31, 32, 36).
Esta promesa de libertad que Cristo dio a los que le oyeron y le siguieron, a sus corazones les hizo saltar de gozo; llegó a sus mentes como música del cielo. También descubrieron por sí mismos que cada vez que los discípulos de Cristo le preguntaron quien sería el primer gobernante o el Papa en su Iglesia, él siempre les decía solemne y positivamente que en su Iglesia nadie llegaría a ser el primero, el gobernante o el Papa. Comenzaron a sospechar seriamente que los grandes poderes del Papa y sus obispos no eran más que una usurpación sacrílega. Pronto vi que la lectura de las Santas Escrituras por mis queridos compatriotas les estaba cambiando en otros hombres. Sus mentes obviamente se edificaban y se elevaban a las esferas más altas de pensamiento. Empezaron a sospechar que las cadenas pesadas que herían sus hombros, les impedían progresar en la riqueza, inteligencia y libertad que disfrutaban sus prójimos más afortunados llamados Protestantes. Esto no fue la plena luz del día, pero fue el bendito amanecer.