El viaje de Detroit a Chicago, en el mes de junio 1851, no era tan agradable como lo es hoy. El 15 de junio, desembarqué por primera vez, con la mayor dificultad, en un muelle destrozado en la desembocadura del río de Chicago. Algunas de las calles que tenía que cruzar para llegar al palacio del obispo eran casi impasables. En algunos lugares echaron tablas sueltas de un lado a otro para evitar que la gente se inundara en el lodo y las arenas movedizas. El primer vistazo de Chicago, de aquel entonces, no se compara con lo que esa ciudad llegó a ser en 1884.
Cuando entré a la casa miserable llamado el palacio del obispo, casi no podía creer mis ojos. Las tablas del piso del comedor en la planta baja flotaban y se requería mucha ingenuidad para mantener secos los pies mientras comía por primera vez con el obispo. Pero la amabilidad y cortesía Cristiana del obispo me hizo sentir más feliz en su pobre casa de lo que me sentí, años después, en el palacio de mármol blanco construido por su sucesor arrogante, O’Regan.
Para entonces, había en Chicago como 200 familias canadienses franceses bajo el pastorado del Rev. M. A. Lebel quien, igual que yo, nació en Kamouraska. La borrachera y otras inmoralidades del clero, descritas a mí por ese sacerdote, sobrepasaban todo lo que jamás había oído ni conocido.
Después de hacerme prometer a nunca revelar el hecho mientras él viviera, me aseguró que el último obispo había sido envenenado por uno de sus gran vicarios. El gran vicario, siendo el padre confesor de las monjas de Loretto, se había enamorado de una de las supuestas vírgenes, quien murió pocos días después de dar a luz un niño mortinato.
Esto amenazó un gran escándalo. Así que, el obispo pensó que era su deber hacer una investigación y castigar al sacerdote si se hallase culpable. Pero el gran vicario descubrió que el camino más corto para no ser descubierto era poner fin a la investigación, asesinando al obispo. Un veneno muy difícil de detectar le fue administrado y la muerte del prelado pronto siguió sin excitar ninguna sorpresa en la comunidad.
Horrorizado por este hecho, estaba a punto de regresar inmediatamente a Canadá, pero después de una reflexión más madura, me parecía que estas terribles iniquidades de parte de los sacerdotes de Illinois eran precisamente la razón para no cerrar mis oídos a la voz de Dios si fuera su voluntad que yo viniera a cuidar a las almas preciosas que él me encomendara. Duré una semana en Chicago dando conferencias sobre la abstinencia cada noche y escuchando, durante el día, los grandes planes que el obispo estaba formulando para hacer a nuestra Iglesia de Roma la dueña y gobernante del magnífico Valle Mississippi.
El me demostró claramente que una vez dueña de los tesoros incalculables de esas ricas tierras por medio de sus hijos obedientes, nuestra Iglesia fácilmente infundiría el respeto y sumisión de los estados del Este. Me sentí realmente feliz y agradecido a Dios que él me hubiera escogido para ayudar al Papa y a los obispos a realizar semejante noble y magnífico proyecto.
Saliendo de Chicago, duré casi tres días cruzando las vastas llanuras entre Chicago y Bourbonnais que en ese entonces eran toda una soledad. Pasé tres semanas predicando y explorando el territorio que se extendía entre el río Kankakee al suroeste hacia el río Mississippi. Sólo entonces comprendí claramente la grandeza de los planes del obispo. Determiné sacrificar la exaltada posición que Dios me había dado en Canadá para guiar los pasos de los emigrantes Católico-romanos de Francia, Bélgica y Canadá hacia las regiones del Oeste para extender el poder y la influencia de mi Iglesia por todos los Estados Unidos.
Al volver a Chicago la segunda semana de julio, todo fue arreglado con el obispo para mi regreso en el otoño. Sin embargo, se entendió entre nosotros que mi salida de Canadá hacia los Estados Unidos sería guardado en secreto hasta la última hora a causa de la severa oposición que yo esperaba de mi obispo. La última cosa por hacer, al volver a Canadá, para preparar a los emigrantes a ir a Illinois en lugar de alguna otra parte de los Estados Unidos, era publicar por medio de la prensa las incomparables ventajas que Dios les había provisto en el Oeste. Lo hice por medio de una carta que fue publicado no sólo por la prensa de Canadá, sino también por muchos periódicos de Francia y Bélgica. Esa carta es de tal importancia que espero que mis lectores me toleran al reproducir los siguientes extractos:
Montreal, Canadá Oriental
13 de Agosto de 1851
Es imposible dar a nuestros amigos por narración una idea de lo que sentimos cuando cruzamos por primera vez las inmensas llanuras de Illinois. Es un espectáculo que se necesita ver para comprender bien. Todo alrededor se ve el verdor más exuberante; flores de toda especie y de fragancia más allá de descripción. Pero, si en meditación silenciosa uno se fija con nueva atención en esas llanuras tan ricas y magníficas, se siente una tristeza inexpresable.
Uno recuerda a sus amigos en Canadá y en particular a aquellos quienes, aplastados por la miseria, bañan con el sudor de su frente a una tierra estéril y desolada, y dice: –¡Ah! Si fulano de mis amigos estuviera aquí, cuán pronto vería sus labores duras y sin recompensa cambiados en la posición más feliz.
Quizás seré acusado de intentar a despoblar a mi país y conducir a mis compatriotas a los Estados Unidos. ¡No! Nunca tenía un diseño tan perverso. Aquí está mi opinión sobre el tema de la emigración y no veo ninguna razón para avergonzarme de ella ni ocultarla. Es un hecho que un gran número (más alto de lo que generalmente se cree) de canadienses franceses emigran anualmente de Canadá y nadie lo lamenta más que yo. Pero, mientras no presten más atención a ese mal los que gobiernan a Canadá, será un mal incurable y cada año Canadá perderá a miles y miles de sus brazos más fuertes y corazones más nobles para beneficiar a nuestros vecinos felices.
La gran mayoría de ellos, por falta de caminos a los mercados de Qüebec y Montreal y más aún por la tiranía de los crueles propietarios, pronto serán obligados a despedirse eternamente de su país. Y con un corazón airado contra sus arrogantes opresores, buscarán en exilio, en una tierra extraña, la protección que no pudieron encontrar en su propio país. ¡Sí! Si nuestro gobierno canadiense aún continúa mostrando la misma apatía incomprensible por el bienestar de sus propios súbditos, la emigración de Canadá aumentará cada año para incrementar los rangos del pueblo americano.
Puesto que no podemos impedir esa emigración, ¿No es nuestro deber dirigirla de tal manera que sea de mayor beneficio a los pobres emigrantes? Hagamos todo lo posible para impedirles ir a las grandes ciudades de los Estados Unidos. Inundados entre la población mezclada de las ciudades americanas, nuestros desgraciados compatriotas emigrantes estarían demasiado expuestos a perder su moralidad y fe.
Ciertamente no hay otro país bajo el cielo donde el espacio, pan y libertad se aseguran tan universalmente a cada miembro de la comunidad como en los Estados Unidos. Pero no es en las grandes ciudades de los Estados Unidos donde nuestros pobres compatriotas emigrantes hallarán estos tres grandes dones. El canadiense francés que se detiene en las grandes ciudades no podrá, con pocas excepciones, elevarse por encima de la posición poco envidiable de un pobre obrero calificado. Pero aquellos que dirigen sus pasos a las ricas y extensas llanuras de Bourbonnais, ciertamente tendrán mejor suerte.
Muchos en Canadá creerían que estoy exagerando si publicara cuán felices, prósperas y respetadas son las poblaciones canadienses franceses de Bourbonnais. Ellos han tenido la inteligencia de seguir el buen ejemplo del granjero trabajador americano en el modo de cultivar la tierra. En sus granjas como también en las de sus vecinos, hallarán la mejor maquinaria para cosechar sus sembrados y desgranar su grano. Se gozan de la justa reputación de tener los mejores caballos del país y pocos pueden superarlos en el número y calidad de su ganado.
¿Qué será la perspectiva de un joven en Canadá si no tiene más de doscientos dólares? Toda una vida de trabajo duro y privación continua será su suerte segura. Pero que vaya ese joven directamente a Bourbonnais y si es trabajador, sobrio y religioso, antes de pasar dos años, no verá ningún motivo para envidiar al granjero más feliz de Canadá.
La tierra que tomará en Illinois está totalmente preparada para arar. No tiene árboles para cortar o erradicar ni mover piedras, ni cavar zanjas. Su único trabajo es cercar, arar la tierra y sembrarla. La Santa Providencia ha preparado todo para el beneficio de los granjeros felices de Illinois. Ese país fértil está regado por una multitud de ríos y arroyos grandes cuyas riberas generalmente están llenas de las más ricas y extensas arboledas de la madera de la mejor calidad como el roble negro, maple, roble blanco, roble erizo, fresno, etc. Las semillas de la hermosa acacia le darán un árbol espléndido. La mayor variedad de frutas crece naturalmente en casi todas partes de Illinois. Minas de carbón se han descubierto en el mero corazón de esa tierra y son más que suficientes para las necesidades de la gente. Dentro de poco, un ferrocarril entre Chicago y Bourbonnais llevará a nuestros felices compatriotas al mercado más extensa, la reina del Oeste: Chicago.
Diré, entonces, a mis jóvenes compatriotas que tienen la intención de emigrar de Canadá: –Mi amigo, el exilio es una de las peores calamidades que pueda ocurrir a un hombre. Joven canadiense, permanece en tu país, guarda tu corazón para amarla, tu inteligencia para adornarla y tus brazos para protegerla. Joven y querido compatriota, permanece en tu hermoso país. No hay nada tan grandioso y sublime en el mundo que las aguas del río St. Lawrence. Será en sus profundas y majestuosas aguas donde dentro de poco Europa y América se encontrarán y se ligarán con los lazos benditos de eterna paz. En sus riberas intercambiarán sus tesoros incalculables. Permanece en el país de tu nacimiento, mi querido hijo; que el sudor de tu frente siga fertilizándolo y que el perfume de tus virtudes traiga sobre él la bendición de Dios. Pero, mi querido hijo, si no tienes más lugar en el valle de St. Lawrence o si por la falta de protección del gobierno no puedes salir al bosque sin correr el riesgo de perder tu vida en una charca o ser aplastado bajo los pies de un tirano Inglés o escocés, no te invito a agotar tus mejores días para el beneficio de los extranjeros insolentes que son los señores de las tierras orientales. Antes bien te diría: –Ve, hijo mío, hay muchos lugares extensos todavía vacíos sobre la tierra y Dios está en todo lugar.
Si ese gran Dios te llama a otra tierra, sométete a su divina voluntad. Pero antes de despedirte de tu patria, graba en tu corazón y manténlo como depósito santo, el amor a tu santa religión, tu idioma hermoso y el querido pero desafortunado país de tu nacimiento. En tu camino a la tierra de exilio, detente lo menos posible en las grandes ciudades por temor a los muchos lazos que tu enemigo eterno tiene preparado para tu perdición. Pero ve directamente a Bourbonnais. Allí hallarás a muchos de tus hermanos que han eregido la cruz de Cristo. Únete a ellos; estarás fuerte en su fuerza. Ve a ayudarles a conquistar para el Evangelio de Jesús a aquellas ricas tierras que pronto pesarán más de lo que se cree en general en la balanza de las naciones. ¡Sí! Ve directamente a Illinois; no estarás enteramente en un país extraño y distinto.
La Santa Providencia escogió a tus antepasados para descubrir ese rico país y revelar al mundo sus recursos admirables. Más que una vez, esa tierra de Illinois ha sido santificado por la sangre de tus antepasados. En Illinois, no darás un solo paso sin hallar la prueba indubitable de la perseverancia, genio, valor y piedad de los antepasados franceses. Ve a Illinois y los muchos nombres de: Bourbonnais, Joliet, Dubuque, La Salle, St. Charles, St. Mary, etc, que encontrarás dondequiera, te dirán mejor que mis palabras que ese país no es otra cosa que la rica herencia que tus padres descubrieron para el beneficio de sus descendientes.
C. CHINIQUY
Yo nunca hubiera publicado esta carta si hubiera previsto su efecto sobre los granjeros de Canadá. Pocos días después que apareció, sus granjas cayeron a la mitad de su valor. En algunas parroquias, todos querían vender sus terrenos y emigrar al Oeste. Sólo fue por falta de compradores que no vimos una emigración que seguramente hubiera arruinado a Canadá. Fui asustado por su efecto tan inmediato en la mente del público.
Sin embargo, mientras algunos me alababan hasta el cielo por haberlo publicado, otros me maldecían y me llamaban un traidor. Al día siguiente a su publicación, yo estaba en Qüebec. La primera persona que encontré, fue el Sr. DeCharbonel, Obispo de Toronto. Después de bendecirme, apretó mi mano en la suya y dijo: –Acabo de leer tu carta admirable. Es uno de los artículos más hermosos y elocuentes que jamás he leído. Ciertamente, el Espíritu de Dios ha inspirado a cada frase. Acabo de mandar seis copias de ella a distintas revistas en Francia y Bélgica donde serán publicados y harán un bien incalculable, dirigiendo a los emigrantes Católicos de habla francés hacia un país donde no correrán el riesgo de su fe, pero donde tendrán la seguridad de lograr un futuro de prosperidad ilimitada para sus familias. Tu nombre será colocado entre los mayores benefactores de la humanidad.
Aunque estos cumplidos me parecían muy exagerados e inmerecidos, no puedo negar que me agradaron, confirmando mis esperanzas y convicciones de que mucho bien resultaría del plan. Le di gracias al obispo por sus amables y amistosas palabras y lo dejé para ir a dar mis saludos respetuosos al Obispo Bourget de Montreal y presentarle un corto resumen de mi viaje al Oeste lejano. Le encontré a solas en su cuarto en el acto mismo de leer mi carta. Una leona que acaba de perder a sus cachorros no me hubiera mirado con más airados y amenazantes ojos.
–¿Será posible, Sr. Chíniquy, –dijo, –que tu mano haya escrito y firmado semejante pérfido documento? ¿Cómo te atreviste a traspasar tan cruelmente al pecho de tu propia patria después que ella te ha tratado tan noblemente? ¿No ves que tu carta traicionera dará tanto impulso a la emigración que nuestras parroquias más prósperas se convertirán en soledad?
Sorprendido por esta inesperada explosión de malos sentimientos, respondí: –Su Señoría, seguramente me ha malentendido si halla en mi carta algún plan traicionero de arruinar a nuestro país. Por favor, léala otra vez y usted verá que cada renglón ha sido inspirado por los motivos más puros de patriotismo y las opiniones más altas de religión.
La brusca respuesta que me dio el obispo, claramente me indicó que mi ausencia sería preferida a mi presencia. Por tanto, le dejé después de pedir su bendición, la cual me dio de la manera más fría posible.
El 25 de agosto, volví nuevamente a Longueuil de mi viaje a Qüebec que había extendido hasta Kamouraska para visitar a los feligreses de noble corazón cuya unanimidad en hacer la promesa de abstinencia y cuya admirable fidelidad en guardarla me llenaron de gozo inefable.
Relaté mi última entrevista con el Obispo Bourget a mi fiel amigo, el Sr. Brassard. El me respondió: –Los malos sentimientos del obispo de Montreal contra ti no son un secreto para mí. Desgraciadamente los hombres vulgares que le rodean y le aconsejan son tan incapaces como el mismo obispo para entender tus opiniones elevadas de dirigir los pasos de los Católico-romanos hacia el espléndido valle del Río Mississippi. Ahora estoy seguro de lo que digo aunque no tengo libertad de decirte cómo llegó a mi conocimiento. Hay un complot en alguna parte para deshonrarte y destruirte en seguida. Aquellos que están a la cabeza de ese complot esperan que si tienen éxito en destruir tu popularidad, nadie intentará seguirte a Illinois. Porque aunque lo has ocultado lo mejor posible, es evidente a todos que tú eres el hombre escogido por los obispos del Oeste para dirigir los pasos inciertos de los pobres inmigrantes hacia esas ricas tierras.
–¿Quieres decir, mi querido Sr. Brassard, –repliqué, –que hay sacerdotes alrededor del obispo de Montreal tan viles y crueles como para forjar calumnias contra mí y difundirlas delante de todo el país de tal manera que no podré refutarlas?
–Es precisamente lo que digo, –respondió el Sr. Brassard, –fíjate en lo que te digo. El obispo te ha usado para reformar a su diócesis y él te quiere por esa obra, pero tu popularidad es demasiada para tus enemigos. Ellos quieren deshacerse de ti y ningún medio será demasiado vil ni criminal para lograr tu destrucción y alcanzar su objetivo.
–Pero, mi querido Sr. Brassard, ¿Puedes darme algún detalle de los complots que aguardan contra mí? –pregunté.
–No, no puedo porque no los conozco, pero esté alerta, porque tus pocos pero poderosos enemigos están jubilosos. Ellos hablan de la impotencia absoluta a la cual pronto serás reducido si alcanzas lo que ellos tan maliciosa y falsamente llaman tus objetivos traicioneros.
Le respondí: –Nuestro Salvador ha dicho a todos sus discípulos: En el mundo tendréis tribulación; mas confiad, yo he vencido al mundo. (Jn.15:33) Estoy, más que nunca, determinado a poner mi confianza en Dios y no temer a ningún hombre.
Dos horas después de esta conversación, recibí la siguiente nota del Rev. Sr. Pare, secretario del obispo:
Al Rev. Sr. Chíniquy, Apóstol de Abstinencia,
Mi querido señor, mi Sr. Obispo de Montreal quiere verte sobre un asunto muy importante. Por favor, ven cuanto antes.
Sinceramente,
JOSE PARE, Secretario
A la mañana siguiente, yo estaba a solas con el Monseñor Bourget quien me recibió muy amablemente. Al principio, parecía que había desterrado completamente los malos sentimientos de nuestra última entrevista en Qüebec. Después de hacer algunos comentarios amistosos sobre mi continua labor y el éxito de la causa de la abstinencia, dejó de hablar un momento y parecía apenado para continuar la conversación. Por fin, dijo: –No eres tú el padre confesor de la Sra. Chenier?
–Sí, mi señor, he sido su confesor desde que he vivido en Longueuil.
–Muy bien, muy bien, –contestó, –supongo que sabes que su única hija es una monja en el Convento Congregación.
–Sí, mi señor, lo sé, –repliqué.
–¿No podrías convencer a la Sra. Chenier a convertirse en monja también? –preguntó el obispo.
–Nunca había pensado en eso, mi señor, –le respondí, –pero no veo por qué debo aconsejarla a cambiar su hermosa casa de campo, lavada por las aguas frescas y puras del río St. Lawrence donde vive tan feliz y alegre, por los muros tenebrosos de un convento.
–Pero ella todavía está joven y hermosa; puede ser engañada por las tentaciones al estar allí en esa casa hermosa rodeada por todos los goces de su fortuna, –replicó el obispo.
–Yo entiendo a Su Señoría, –dije, –Sí, la Sra. Chenier tiene la reputación de ser rica, aunque desconozco cuánto sea su fortuna. Ella ha conservado bien los encantos y la frescura de su juventud. Sin embargo, yo pienso que el mejor remedio contra las tentaciones que usted parece temer por ella, es aconsejarla a casarse. Un buen esposo Cristiano me parece ser un remedio mucho mejor contra los peligros a los cuales Su Señoría alude que los muros melancólicos de un convento.
–Tú hablas igual que un Protestante, –replicó el obispo con una evidente irritación nerviosa, –nosotros notamos que aunque tú oyes las confesiones de un gran número de damas jóvenes, no hay una sola que se convierte en monja. Parece que ignoras que el voto de castidad es el camino más corto a una vida de santidad en este mundo y de felicidad en la venidera.
–Lamento mucho diferir de Su Señoría en este punto, –respondí, –pero no lo puedo evitar. El remedio que usted ha encontrado contra el pecado es muy moderno. El remedio antiguo ofrecido por Dios mismo es muy diferente y mucho mejor en mi opinión: No es bueno que el hombre esté solo; haré una ayuda idónea para él. (Ge.2:18) Así dijo nuestro Creador en el paraíso terrenal. Además, Para evitar la fornicación, que cada uno tenga su propia esposa y cada una su propio marido, es lo que dice el mismo Dios por medio de su Apóstol Pablo. Yo conozco demasiado bien cómo la gran mayoría de las monjas guardan sus votos de castidad para creer que ese remedio moderno contra las tentaciones que usted ha mencionado es un mejoramiento al remedio establecido y ordenado por nuestro Dios, –respondí.
Con una mirada de enojo el obispo replicó: –Esto es Protestantismo, Sr. Chíniquy, es puro Protestantismo.
–Respetuosamente le pido perdón por diferir de Su Señoría, –repliqué, –¡Esto no es Protestantismo; es sencilla y absolutamente la pura Palabra de Dios. Mi señor, Dios sabe que es mi sincero deseo como también mi deber benéfica hacer todo en mi poder para merecer su estimación; no quiero molestarlo ni desobedecerle. Por favor, dígame una buena razón por qué debo aconsejar a la Sra. Chenier a entrar al convento y cumpliré su petición la próxima vez que ella venga a confesarse. Volviendo a su manera más amable, el obispo me respondió: –Mi primera razón es el bien espiritual que ella recibirá de sus votos de castidad y pobreza perpetuas en el convento. La segunda razón es que esa señora es rica y nosotros necesitamos su dinero. Pronto poseeremos toda su fortuna, porque su única hija ya está en el Convento Congregación.
–Mi querido obispo, –le repliqué, –usted ya sabe lo que pienso de su primera razón. Después de investigar ese hecho de las mismas monjas como también de sus padres confesores, estoy plenamente convencido que la verdadera virtud de pureza es mucho mejor conservado en los hogares de nuestras madres, hermanas casadas y amigas Cristianas que en las celdas secretas, por no decir prisiones, donde las pobres monjas están encadenadas por los grillos pesados asumidos por sus votos, los cuales la gran mayoría maldicen cuando no los pueden romper. Y en cuanto a la segunda razón que Su Señoría me dio para convencer a la Sra. Chenier a convertirse en monja, siento nuevamente que no puedo aceptarla en buena conciencia. No me he consagrado al sacerdocio para privar a las familias respetuosas de su herencia legal para enriquecerme a mí mismo ni a ningún otro. Yo sé que ella tiene familiares pobres que necesitan su fortuna después de su muerte.
–¿Pretendes decir que tu obispo es un ladrón? –respondió enojado el obispo.
–¡No, mi señor, en ninguna manera! Sin duda desde su alto punto de vista, Su Señoría ve las cosas de una manera muy distinta de lo que yo las veo en la baja posición que ocupo en la Iglesia. Pero así como Su Señoría está obligado a seguir los dictados de su conciencia en todo, yo también me siento obligado a hacer caso a la mía.
Esta penosa conversación ya había durado demasiado. Me levanté para despedirme de él y dije: –Mi señor, le ruego que me perdone por haber desilusionado a Su Señoría.
Fríamente me respondió: –No es la primera vez; aunque quisiera que fuera la última en que muestras semejante falta de respeto y sumisión a la voluntad de tus superiores. Pero como yo siento que es un asunto de conciencia de parte tuya, no tengo ninguna mala voluntad contra ti y felizmente te digo que te mantengo toda mi estimación anterior. El único favor que te pido ahora es que guardes secreto esta conversación.
Le respondí: –Yo también prefiero guardar secreto entre nosotros este asunto desafortunado. Espero que ni Su Señoría ni el gran Dios, el único que nos ha oído, jamás me lo haga un deber imperiosa mencionarlo.
–¿Qué novedades me traes del palacio del obispo? –preguntó mi venerable amigo, el Sr. Brassard, cuando regresé al anochecer.
–Tendría una picosa pero desagradable noticia para contarle si el obispo no me hubiera pedido que guardara secreto entre nosotros lo que nos dijimos, –repliqué.
El Sr. Brassard se rió abiertamente ante mi respuesta y dijo: –¡Un secreto! ¡Un secreto! ¡Ja! Pero es un secreto gaceta, porque frecuentemente el obispo me ha molestado a mí como a muchos otros con ese asunto desde tu regreso de Illinois. Varias veces nos ha pedido convencerte a aconsejar a tu penitente devota, la Sra. Chenier, a convertirse en monja. Yo sabía que te invitó a su palacio ayer por ese motivo. Los ojos de nuestro pobre obispo están demasiado y firmemente fijos en la fortuna de esa señora. Por eso tiene tanto celo por la salvación de su alma por medio de la vida monástica. En vano intenté a disuadir al obispo de hablar contigo sobre ese tema a causa de tus prejuicios contra nuestras buenas monjas, pero no me hizo caso. Sin duda ha realizado mis peores anticipaciones. Con tu terquedad usual, has rehusado ceder a sus demandas. Temo que has añadido a su mala voluntad y has consumado tu desgracia.
–¡Qué hombre tan engañoso es ese obispo! –respondí con indignación, –él me dio a entender que esto era el más sagrado secreto entre él y yo, pero veo, por lo que me dices, que no es más que un secreto absurdo conocido por cientos que lo han oído. Por favor, mi querido Sr. Brassard, dime, ¿No es una vergüenza ardiente que nuestros conventos se han convertido en verdaderas trampas para robar, estafar y arruinar a tantas familias tan insospechas? No tengo palabras para expresar mi repugnancia e indignación cuando veo todas esas grandes demostraciones y diatribas elocuentes de parte de nuestro líderes espirituales sobre la perfección y santidad de las monjas. En realidad no son más que un velo para ocultar sus operaciones estafadoras. ¿No siente usted que esas pobres monjas son las víctimas del sistema más estupenda de estafa que el mundo jamás ha visto? Sé que hay algunos excepciones honrados. Por ejemplo, el convento que usted ha fundado aquí es una excepción. No lo has construido para enriquecerte, porque has gastado hasta tu último centavo para su construcción. Pero tú y yo somos solamente simplones que hasta ahora hemos ignorado los terribles secretos que mueven la maquinaria de los monasterios y conventos. Estoy repugnado y horrorizado más que nunca, no sólo por la corrupción indecible, sino también por el estupendo sistema de fraude que es su piedra fundamental.
–Si las ciudades de Qüebec y Montreal supieran lo que yo sé de las sumas incalculables de dinero robadas secretamente por el confesionario para ayudar a nuestros obispos a edificar los catedrales famosos y palacios espléndidos o para vestirse con vestimentas de seda, raso, plata y oro; y a vivir más lujosamente que los Rajás de Turquía, ellos prenderían fuego a todos esos edificios palaciegos, ahorcarían a los confesores que han echado a las pobres monjas en esos calabozos bajo el pretexto de salvar sus almas, cuando el verdadero motivo es apoderarse de sus herencias y aumentar sus fortunas colosales.
–El obispo ha abierto ante mí la más deplorable y vergonzosa página de la historia de nuestra Iglesia. Me hace comprender muchos hechos que hasta hoy me eran misteriosos. Ahora, entiendo la ira de los ingleses en épocas pasadas y el pueblo francés más recientemente, cuando tan violentamente arrancaron de las manos del clero la enorme riqueza que habían acumulado durante la edades de las tinieblas. Hasta ahora, yo condenaba a esas naciones, pero hoy los absuelvo. Estoy seguro que esos hombres, aunque cegados y crueles en sus venganzas, eran los ministros de la justicia de Dios. El Dios del cielo no podía tolerar para siempre un sistema sacrílego de estafa como el que está operando de un extremo a otro, no sólo de Canadá, sino del mundo entero bajo el disfraz de religión.
–Yo sé que el obispo y sus lisonjeros me odiarán y me perseguirán por mi oposición severa contra su rapacidad, pero me siento feliz y orgulloso de su odio. El Dios de verdad y justicia, el Dios del Evangelio estará a mi favor cuando me ataquen. No les temo, ¡Que vengan! El obispo ciertamente no me conoció cuando pensó que yo consentiría en hacerme el instrumento de su hipocresía y que bajo el falso pretexto de una perfección ilusiva, echaría a esa señora en un calabozo por el resto de su vida para que él se enriqueciera con su herencia.
El Sr. Brassard me respondió: –No puedo culparte por desobedecer al obispo en este caso. Yo le dije de antemano lo que ocurriría, porque sé lo que piensas de las monjas. Aunque yo no iría tan lejos como tú en eso, no puedo absolutamente cerrar mis ojos a los hechos que nos saltan a la vista. Esas comunidades de monjas, en cada siglo, han sido la causa principal de las calamidades que han venido sobre la Iglesia. Porque su codicia, orgullo y pereza junto con sus demás escándalos siempre han sido igual.
–Si yo hubiera podido prever lo que ha ocurrido dentro del convento que he edificado aquí, nunca lo hubiera erigido. Sin embargo, ya que lo he construido, es como el niño de mi vejez y me siento obligado a apoyarlo hasta el fin. Esto no me evita de ser afligido al ver la facilidad con la cual nuestras pobres monjas ceden a los deseos criminales de sus demasiado débiles confesores. ¿Quién hubiera pensado que ese delgado y feo superior de los Oblatos, el Padre Allard, pudiera enamorarse de sus monjas jóvenes. ¿No has oído cómo los jóvenes de nuestra aldea, indignados porque él pasaba la mayor parte de la noche con las monjas, le dieron una paliza cuando él iba cruzando el puente, poco antes de salir de Longueuil rumbo a Africa? Es evidente que nuestro obispo multiplica demasiado rápido esas casas religiosas. Mi temor es que más pronto de lo que esperamos, traerán sobre nuestra Iglesia en Canadá los mismos cataclismos que tan frecuentemente la han desolado en Inglaterra, Francia, Alemania y aun Italia.
El reloj sonó las doce de la noche cuando esta última frase salió de la boca del Sr. Brassard. Era ya buena hora para descansar. Cuando me dejó para ir a su recámara, dijo: –Mi querido Chíniquy, ciñe bien tus lomos y aguda tu espada para el conflicto eminente. Mi temor es que el obispo y sus consejeros nunca olvidarán que arrancaste de sus manos el botín que tanto codiciaban. Nunca olvidarán el espíritu de independencia con el cual les reprendiste. De hecho, el conflicto ya comenzó. ¡Que Dios te proteja contra los golpes abiertos y las maquinaciones secretas que aguardan contra ti!
Le respondí: –No les temo. Pongo mi confianza en Dios. Es para su honor que estoy luchando y sufriendo. Ciertamente El me protegerá de esos mercaderes sacrílegos de almas.