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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L O 5 8

C A P I T U L O 5 8

Era evidente que la traición del Sr. Desaulnier sería seguida por nuevos esfuerzos de parte del obispo para aplastarnos. El Sr. Brassard me escribió desde Canadá en diciembre:

Todos los obispos están preparándose para lanzar sus truenos contra usted y su gente a causa de su resistencia heroica a la tiranía del obispo de Chicago. Yo les he dicho la verdad, pero ellos no quieren saberla. Mi Sr. Bourget me dijo positivamente que usted necesita ser forzado a toda costa a ceder a la autoridad de su obispo y me ha amenazado con excomunión si yo digo a la gente lo que sé de la conducta vergonzosa del Sr. Desaulnier. Si estuviera solo, no me importaría esta excomunión y hablaría la verdad, pero semejante sentencia contra mí, mataría a mi pobre madre anciana. Espero que usted no me critique si me quedo absolutamente mudo. Le pido que considere confidencial esta carta. Usted sabe muy bien el problema en que me metería su publicación.

Los canadienses franceses de Chicago vieron inmediatamente que su obispo, fortalecido por el apoyo del Sr. Desaulnier, estaría más que nunca determinado a aplastarles. Ellos pensaron que la mejor manera para hacerles justicia era publicar un manifiesto de los motivos de queja contra él y apelar públicamente a todos los obispos de los Estados Unidos.

El 22 de enero de 1857 pidieron al periódico de Chicago, The Chicago Tribune, que publicara el siguiente documento:

En una reunión pública de los Católicos franceses y canadienses de Chicago hecho en el salón del Sr. Bodicar el 22 de enero de 1857, habiendo nombrado al Sr. Rofinot a presidir y al Sr. Franchere como secretario, los siguientes discursos y resoluciones fueron leídos y aprobados unánimemente.

¿Permitirán los editores del Tribune a mil voces de los muertos hablar por medio de su periódico valioso? Todo el mundo en Chicago sabe que hace algunos años había una congregación floreciente de franceses procedentes de Francia y Canadá en esta ciudad. Ellos tenían su propio sacerdote, su propia iglesia y su propio culto religioso. Ahora todo está dispersado y destruido. El actual obispo de Chicago ha respirado su aliento letal contra nosotros. En lugar de ser para nosotros un padre, ha sido un enemigo salvaje. En lugar de ayudarnos como amigo, nos ha derrumbado como un enemigo vengativo. Ha hecho todo lo contrario a lo que manda el Evangelio; en lugar de guiarnos con la cruz del manso Jesús, se ha enseñoreado sobre nosotros con una vara de hierro. Cada domingo, los calurosos y generosos irlandeses van a su iglesia para oír la voz de su sacerdote en su idioma inglés. Los alemanes inteligentes tienen sus pastores que se dirigen a ellos en su lengua materna. Los franceses son los únicos que no tienen ni sacerdote ni iglesia. ¿Es por falta de celo y liberalidad? ¡Ah, no! Nosotros llamamos como testigos a toda la ciudad de Chicago de que no había en Chicago una iglesia mejor parecida que la iglesia canadiense-francesa llamada St. Louis. Pero, ¡Ay! Hemos sido sacado de ella por el mismo obispo. Por amor a nosotros mismos y a nuestros hijos decidimos levantar, desde la tumba donde el Obispo O’Regan nos ha enterrado, una voz que dirá la verdad.

Lo más pronto que el Obispo O’Regan llegó a Chicago, le dijeron que el sacerdote francés era demasiado popular, que a su iglesia asistan no sólo canadienses franceses, sino también muchos irlandeses y alemanes iban con él diariamente para hacer sus deberes religiosos. Fue susurrado a los oídos de Su Reverencia que por esta causa muchos dólares y centavos iban al sacerdote francés que serían mejor almacenados en la bolsa de Su Reverencia.
Hasta ese momento, en apariencia, el obispo no se molestaba mucho por nosotros. Pero lo más pronto que vio que había en juego dólares y centavos, tuvimos el honor de ocupar sus pensamientos día y noche.

Luego, siguió un informe detallado de los movimientos pérfidos del Obispo O’Regan, quien robó a la congregación francesa tanto a su sacerdote francés como su iglesia hermosa y casa parroquial. La carta concluyó con las siguientes resoluciones:

Resolución 1.: Que el Reverendísimo O’Regan, Obispo de Chicago, ha perdido la confianza de la población canadiense-francesa de Chicago desde que nos quitó nuestra iglesia.

Resolución 2.: Que el Reverendísimo O’Regan ha publicado una degradante calumnia contra la población canadiense-francesa de Chicago cuando dice que quitó nuestra iglesia de nosotros por el motivo de que no podíamos pagarla.

Resolución 3.: Que el Reverendísimo O’Regan, habiendo dicho a nuestros delegados, quienes fueron a preguntarle por cual derecho o ley nos quitaba nuestra iglesia para darla a otra congregación: Yo tengo el derecho de hacer lo que yo quiero con su iglesia y cualquier propiedad eclesiástica, puedo venderlas y poner el dinero en mi bolsa e irme donde me dé la gana con ello.”, ha usurpado un poder demasiado tiránico para ser obedecido por gente Cristiana y libre.

Resolución 4.: Que la naturaleza de los varios pleitos que el Reverendísimo O’Regan levantó en los tribunales civiles y que ha perdido casi invariablemente, ha comprobado a todo el pueblo de Illinois que él es indigno de la posición que tiene en la Iglesia.

Resolución 5.: Que el Reverendísimo O’Regan está públicamente acusado de simonía por haber extorsionado $100.00 dólares de un sacerdote para darle permiso para oficiar y ministrar los sacramentos entre nosotros.

Resolución 6.: Que el Reverendísimo O’Regan al prohibir a los Católicos irlandeses y alemanes a comunicarse con la iglesia Católica francesa y dejar a los canadienses franceses comunicar con las iglesias irlandesas y alemanas, ha actuado con el motivo de privar a la iglesia francesa de contribuciones religiosas y otras donaciones. Estos actos los consideramos injustos y en contra del espíritu de la Iglesia y se asemejan más a una transacción mercantil que a una obra Cristiana.

Resolución 7.: Que la gente canadiense-francesa de Illinois ha visto con tristeza y sorpresa que el Sr. Desaulnier se ha hecho el camarero humilde del implacable y desvergonzado perseguidor de sus compatriotas.

Resolución 8.: Que el Rev. Sr. Chíniquy, pastor de St. Anne, merece la gratitud de todo católico de Illinois por haber detenido a la tiranía rapaz del obispo de Chicago.

Resolución 9.: Que los Católicos franceses de Chicago están resueltos a dar todo el apoyo en su poder al Rev. Sr. Chíniquy en su lucha contra el obispo de Chicago.

Resolución 10.: Que una copia de estas resoluciones sea enviada a cada obispo y arzobispo de los Estados Unidos y Canadá para que vean la necesidad de dar a Illinois un obispo digno de esa alta posición.

Resolución 11.: Que una copia de estas resoluciones sea enviada a Su Santidad Pío IX para que él sea incitado a investigar la posición humillante de la Iglesia en Illinois desde que el obispo actual está entre nosotros.

Resolución 12.: Que a la prensa independiente y amante de la libertad de los Estados Unidos se les pida que publique el discurso anterior y las resoluciones por todo el país.

P. F. ROFINOS Presidente

DAVID FRANCHERE Secretario.

Este clamor de más de dos mil Católico-romanos de Chicago que fue publicado por casi toda la prensa de Illinois y de los Estados Unidos cayó como una bomba sobre la cabeza del Obispo O’Regan y el Sr. Desaulnier. Muchos obispos publicaron cartas denunciándome a mí y a mi gente como cismáticos infames, cuyo orgullo y obstinación estaban perturbando la paz de la Iglesia. Pero la más amarga de todas fue una carta escrita por mi Sr. Bourget, Obispo de Montreal, quien pensó que la única y mejor manera de obligar a la gente a abandonarme era destruir para siempre mi honor, pero cayó en el abismo que había cavado para mí en 1851.

La miserable muchacha que había hecho acusaciones contra mí había fallecido, pero tenía todavía en las manos las acusaciones mentirosas que había obtenido de ella contra mí. Probablemente había destruido su retractación jurada escrita por el Jesuita, Padre Schneider, e ignoraba de las otras tres copias juradas de su retractación. Por tanto, pensó que podría publicar con toda seguridad que yo era un hombre degradado, que fui expulsado de Canadá por él, después de ser convicto de un enorme crimen y suspendido.

Esta declaración fue publicada la primera vez por él con un aire hipócrita de compasión y misericordia por mí que añadió mucho al efecto mortal que esperaba producir. Aquí, en parte, están sus propias palabras dirigidas a la gente de Bourbonnais y a través de ellos a todo el mundo: Yo tengo que decirles que el 27 de septiembre de 1851, suspendí al Sr. Chíniquy por las razones que le di en mi carta dirigida a él; una carta que probablemente ha guardado; que él publique esa carta si cree que le he perseguido injustamente.

Yo le respondí inmediatamente, enviándole por medio de la prensa la retractación jurada de la muchacha acompañada por la carta que escribió antes que yo saliera de Canadá que contenía la siguiente declaración:

No puedo más que agradecerle por sus labores entre nosotros y deseo que te sean concedidas las más abundantes bendiciones del cielo. Estará siempre en mi memoria y corazón y espero que la providencia divina me permita en un tiempo futuro poder testificar toda la gratitud que le debo.

Luego, le recordé de nuestra conversación de despedida cuando le pedí una señal tangible de su estimación: Usted respondió que le gustaría darme una y dijo: –¿Qué es lo que deseas?

–Quisiera, –dije, –recibir de sus manos un cáliz para ofrecer el santo sacrificio de la misa el resto de mi vida.

Usted respondió: –Lo haré con gusto y dio la orden a uno de sus sacerdotes de traerle un cáliz para dármelo. Pero ese sacerdote no tenía la llave de la caja de los vasos sagrados; esa llave, la tenía otro sacerdote que estaba ausente por algunas horas.

Yo no tenía tiempo para esperar, porque la hora de la salida del tren había llegado; yo le dije: –Por favor, entrega ese cáliz al Rev. Sr. Brassard de Longueuil, quien me lo enviará a Chicago. Al día siguiente, uno de sus sacerdotes fue con el Rev. Sr. Brassard y le entregó el cáliz que usted me prometió, el cual todavía está en mi posesión. El Rev. Sr. Brassard está ahí, todavía vivo, para atestiguar lo que digo y para recordarle de ese hecho si lo ha olvidado.

Bueno, mi señor, creo que un obispo nunca daría un cáliz a un sacerdote para decir misa cuando sabe que ese sacerdote está suspendido. La mejor prueba de que usted sabía muy bien que no estaba suspendido por su precipitada e injusta sentencia es que me regaló ese cáliz en señal de su estimación y de mi honestidad.

Diez mil copias de este descubrimiento de la perversión del obispo fueron publicados en Montreal. Pedí a toda la gente de Canadá ir con el Rev. Sr. Brassard y con el Rev. Sr. Schneider para saber la verdad y muchos fueron. El obispo quedó confundido. Comprobé que él había cometido contra mí el acto más ultrajante de tiranía y perfidia y que yo era perfectamente inocente y él lo sabía.

Algunos días después de la publicación de esa carta, el Sr. Brassard me escribió:

Su última carta ha desenmascarado completamente a nuestro pobre obispo y ha revelado al mundo su malicia, injusticia e hipocresía. Sintió tan confundido por ella que ha estado tres días sin poder comer ni beber nada y tres noches sin dormir. Todos dicen que es terrible el castigo que tú le diste delante de todo el mundo, pero él lo merecía.

Cuando recibí esta última carta amistosa del Sr. Brassard, el primero de abril de 1857, yo estaba lejos de sospechar que el 15 del mismo mes leería en la prensa de Canadá los siguientes renglones de parte de él:

ST. ROCH DE L’ACHIGAN,

A 9 de abril de 1857 ,

Monseñores: Les pido que incluyan los siguientes renglones en su revista. Algunas personas sospechan que yo favorezco al cisma del Sr. Chíniquy. Creo que es mi deber decir que nunca le he animado ni por mis palabras ni por escrito a ese cisma. Tengo que decir que en noviembre pasado cuando fui a St. Anne acompañado por el Sr. Desaulnier, superior del colegio de St. Hyacinthe, mi único objetivo era persuadir a ese antiguo amigo a salir de los malos caminos en que andaba y en Chicago le presioné a portarse de una manera canónica.

Yo más que nadie, deploro la caída de un hombre a quien confieso que amé mucho, pero por el amor de quien no sacrificaré los sagrados lazos de unidad Católica. Espero que todos los canadienses que estaban relacionados con el Sr. Chíniquy, cuando él estaba unido a la iglesia, se retirarán de él por horror a su cisma. Porque antes que cualquier cosa tenemos que ser verdaderamente fieles Católicos.

Sin embargo, tenemos un deber que llevar a cabo hacía el hombre quien ha cumplido una misión tan santa entre nosotros, estableciendo las sociedades de abstinencia. Debemos llamar con nuestras oraciones a la oveja extraviada que ha salido del redil del verdadero pastor.

Pido a todos los periódicos a publicar esta declaración.

Sinceramente,

Moses Brassard, Pastor.

Yo sentí que no había un solo renglón que expresaba los verdaderos sentimientos del Sr. Brassard en esa carta. Olí la mano del Obispo Bourget desde el principio hasta el fin. Pensé, sin embargo, que era mi deber escribirle. La carta que escribí es demasiada larga para reproducir aquí, pero en esencia fue una apelación a su conciencia, integridad y honestidad entre amigos. El efecto de esa carta sobre el Sr. Brassard fue mucho más poderoso de lo que esperaba. Le forcé a sonrojarse ante su propia cobardía y me pidió perdón por la sentencia injusta que había escrito contra mí en obediencia al obispo. Aquí está parte de su carta a mí:

ST. ROCH,

A 29 de mayo de 1857,

Mi hermano Chíniquy: Estoy más que nunca convencido que usted nunca ha sido legalmente suspendido, puesto que el Obispo Bourget me dijo que el Obispo O’Regan le había suspendido privadamente en su cuarto privado. Ligorio dice que no tiene ningún efecto. Le suplico que me perdone por lo que escribí contra usted. Fui forzado a hacerlo, porque no le había condenado lo suficiente y porque mi nombre citado en sus escritos le daba a usted demasiado poder y una condenación demasiada clara al Obispo O’Regan. El Obispo de Montreal, abusando de su autoridad sobre mí, me forzó a firmar ese documento contra usted. No lo haría hoy si tuviera que hacerlo otra vez. Por favor, guarda silencio sobre lo que le digo en esta carta. Es completamente confidencial. Usted lo comprende.

Su devoto amigo,

I. M. Brassard

Ningún sacerdote en Canadá había merecido más la reputación de honorable que el Sr. Brassard. Ninguno estuvo más alto en mi estimación. Su repentina e inesperada caída llenó mi corazón de tristeza indecible y rompió el último hilo que me ataba a la Iglesia de Roma. Hasta entonces era mi firme convicción que había muchos sacerdotes rectos y honestos en la Iglesia y el Sr. Brassard fue para mí la misma personificación de honestidad.

¿Cómo puedo describir el golpe que sentí cuando lo vi ahí en el lodo, un monumento de la indecible corrupción de mi Iglesia? ¡La Delilah perfidiosa había seducido y destruido a este Sansón moderno, encadenado como esclavo tembloroso a los pies del nuevo e implacable Moloch: la autoridad del obispo! ¡No sólo perdió su temor de Dios y el respeto que se debía a sí mismo al declarar públicamente que yo era culpable cuando sabía que era inocente, sino perdió completamente todo sentimiento de honestidad, puesto que quería que yo guardara secreto su declaración de mi inocencia al mismo momento que invitaba a todo el mundo por medio de la prensa a aborrecerme y condenarme como un criminal! Leí vez tras vez esta carta extraña. Cada palabra estaba destruyendo las últimas ilusiones que habían ocultado de mi mente la absoluta e incurable perversidad de la Iglesia de Roma. No sentí ningún mal sentimiento contra este último amigo a quien ella había envenenado con el vino de sus prostituciones. Sólo sentí una profunda compasión por él. Le tuve lástima y le perdoné desde el fondo de mi corazón. Pero cada palabra de su carta sonaba en mis oídos como la voz de advertencia del ángel enviado para salvar a Lot de la ciudad condenada de Sodoma: Escapa por tu vida; no mires tras ti, ni pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas. (Ge. 19:17)