La primera semana de septiembre de 1851, yo estaba oyendo confesiones en una de las iglesias de Montreal cuando una joven bien parecida vino a confesarme sus pecados, cuya depravación superaba lo peor que jamás había oído. Aunque dos veces le prohibí hacerlo, ella me dio los nombres de varios sacerdotes que fueron cómplices en sus orgías. Los detalles de sus iniquidades, los dijo con una impudencia tan cínica que inmediatamente se me ocurrió la idea que ella fue enviada por alguien para arruinarme. Bruscamente paré sus historias repugnantes, diciéndole: –La manera en que confiesas tus pecados es una segura indicación de que no vienes aquí para reconciliarte con Dios, sino para arruinarme. Por la gracia de Dios, fracasarás. Te prohíbo volver jamás a mi confesionario. Si te veo nuevamente entre mis penitentes, mandaré al sacristán que te expulse de la iglesia.
En ese instante, cerré la apertura por la cual me estaba hablando. Ella contestó algo que no pude entender, pero la manera en que se salió del confesionario indicó que estaba loca de coraje. Luego, fue a hablar algunas palabras con un taxista que estaba en la iglesia preparándose para confesar. La próxima noche, le dije al Rev. Sr. Brassard que yo sospechaba que esa joven fue enviada a mi confesionario para arruinarme. El estuvo de acuerdo conmigo y expresó gran ansiedad sobre el incidente. Yo repliqué que no participaba de sus temores; que Dios conocía mi inocencia y la pureza de mis motivos. El me defendería y me protegería.
–Mi querido Chíniquy, –respondió el Sr. Brassard, –yo conozco a tus enemigos. No son numerosos, pero su poder para hacer daño no tiene límites. Ciertamente Dios puede salvarte de sus manos, pero no comparto tu seguridad del futuro. Tu respuesta al obispo referente a la Sra. Chenier lo ha alejado para siempre. El Obispo Bourget tiene la reputación de ser el hombre más vengativo de Canadá. El sacará partido de la menor oportunidad para atacarte sin misericordia.
Le respondí: –Aunque haya mil Obispos Bourget en complot contra mí, no les temeré entre tanto que estoy en lo justo, como en este día.
Para fines del mes, encontré en mi mesa una corta carta del Obispo Bourget diciéndome que por una acción criminal que él no quería mencionar, cometido contra una persona que él no nombraría, él retiraba todos mis poderes sacerdotales y me suspendía. Mostré la carta al Sr. Brassard y le dije:
–¿No es esto el cumplimiento de tus profecías? ¿Qué opinas de un obispo que suspende a un sacerdote sin darle un solo hecho ni aun permitirle conocer a sus acusadores?
–Es precisamente lo que yo esperaba de la venganza implacable del obispo de Montreal. El nunca te dará las razones de tu suspensión, porque bien sabe que eres inocente y nunca te confrontará con tus acusadores, porque sería demasiado fácil para ti confundirles.
–Pero, ¿No es esto contrario a todas las leyes de Dios y de los hombres? –repliqué.
–Por supuesto, –respondió, –pero, ¿No sabes que en este continente de América los obispos, desde hace mucho, han tirado por la borda a todas las leyes de Dios, del hombre y de la Iglesia para dominar y esclavizar a los sacerdotes?
–Fíjate en lo que te digo, –repliqué, –no permitiré que el obispo me trate de esa manera. Si él se atreve a pisotear bajo sus pies a las leyes del Evangelio para lograr mi ruina y satisfacer su venganza, le voy a enseñar una lección que nunca olvidará. Soy inocente y Dios lo sabe. Mi confianza está en él; él no me abandonará. Voy a ir inmediatamente al obispo. Si él nunca sabía cuánto poder hay en un sacerdote honesto, lo aprenderá hoy.
Dos horas más tarde estaba tocando a la puerta del obispo. El me recibió con cortesía helada. Le dije: –Mi señor, usted ya sabe por qué estoy en su presencia. ¡Aquí está una carta de usted acusándome de un crimen no especificada bajo testimonio de acusadores que usted rehúsa nombrar! Y, ¡Antes de oírme y confrontarme con mis acusadores, usted me castiga como culpable! Vengo en el nombre de Dios y de su Hijo, Jesucristo, para pedirle respetuosamente que me diga de cuál crimen estoy acusado para que pueda mostrar mi inocencia. Quiero ser confrontado con mis acusadores para confundirles.
El obispo, al principio, estaba obviamente apenado por mi presencia. Sus labios estaban pálidos y temblorosos, pero sus ojos estaban secos y rojos como los ojos de un tigre en la presencia de su presa. Me respondió: –No puedo concederte tu petición, señor.
Entonces abriendo mi Nuevo Testamento, leí: No admitas ninguna acusación contra un sacerdote excepto ante dos o tres testigos. (1 Tim.5:19) Añadí: –Fue después de oír la voz de Dios y la de su santa Iglesia que yo consentí en hacerme sacerdote. Espero que no sea la intención de Su Señoría poner a un lado la Palabra de Dios y su santa Iglesia. ¿Es su intención romper este santo pacto solemne hecho por Cristo con sus sacerdotes y sellado con su sangre?
Con un aire de menosprecio y de autoridad tiránica que yo nunca sospechaba ser posible en un obispo, él respondió: –No tengo que aceptar de ti ninguna lección de las Escrituras ni de la ley canónico, señor, ni dar respuesta a tus preguntas impertinentes. ¡Estás suspendido!
Estas palabras, dichas por un hombre a quien yo estaba acostumbrado a considerar como mi superior, tenían un efecto extraño en mí. Sentí como si despertara de un largo y doloroso sueño. Por primera vez entendí las tristes profecías del Rev. Sr. Brassard y me di cuenta del horror de mi posición. Mi ruina fue logrado. Aunque yo sabía que ese alto dignatario era un monstruo de hipocresía, injusticia y tiranía, entre las masas tenía la reputación de un santo. Su sentencia injusta sería considerada justa y equitativa por las multitudes sobre quienes él reinaba soberanamente. Con sólo la inclinación de su cabeza la gente caería a sus pies y obedecería a su mandato de aplastarme. Todo oído se cerraría y todo corazón se endurecería contra mí. En esa hora fatal, por primera vez en mi vida, mi fortaleza moral y valentía me fallaron... Sentí que acababa de caer en un abismo sin fondo, del cual era imposible escapar. ¿Qué valdría mi inocencia, conocida sólo por Dios, cuando todo el mundo me creería culpable? Las palabras no pueden describir la tortura mental de esa hora horrible.
Por más de un cuarto de hora no hubo ningún intercambio de palabras entre nosotros. El parecía estar muy ocupado escribiendo cartas, mientras yo descansaba mi cabeza entre mis manos en desesperación. Por fin, caí de rodillas, tomé las manos del obispo en las mías y con una voz medio ahogada con suspiros, dije: –Mi señor, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en la presencia de Dios, juro que no he hecho nada que pudiera traer semejante sentencia contra mí. De nuevo le imploro a Su Señoría a confrontarme con mis acusadores para que yo les muestre mi inocencia.
Con una insolencia salvaje, el obispo quitó sus manos como si yo los hubiera contaminado y dijo, levantándose de su silla: –¡Tú eres culpable! ¡Vete de mi presencia! Mil veces, desde entonces, he dado gracias a Dios que no tenía una daga conmigo, porque la hubiera hundido en su corazón. Parece extraño, pero la malicia diabólica de ese hombre depravado de repente me devolvió mi antiguo valor y auto-respeto. En seguida, resolví confrontar la tempestad. Sentí en mi alma esa fuerza gigantesca que frecuentemente Dios mismo imparte a los oprimidos en la presencia de sus tiranos despiadados. Me parecía que un rayo de relámpago había traspasado mi alma después de haber escrito con letras de fuego en los muros del palacio: Misterio de iniquidad.
Dependiendo únicamente del Dios de verdad y justicia, quien conocía mi inocencia y la gran perversidad de mi opresor, salí del palacio sin una palabra y regresé apresuradamente a Longueuil para informar al Rev. Sr. Brassard de mi firme resolución de luchar contra el obispo hasta el fin. El prorrumpió en lágrimas cuando le dije lo que ocurrió en el palacio del obispo.
–A pesar de ser inocente, estás condenado, –dijo, –la prueba infalible de tu inocencia es la cruel negación de ser confrontado con tus acusadores. Si fueras culpable, gustosamente lo mostraría confundiéndote ante esos testigos. Pero la perversidad de tus acusadores es tan bien conocido que ellos se avergüenzan de dar sus nombres. El obispo prefiere aplastarte bajo el peso de su propia reputación inmerecida de justicia y santidad, porque muy pocos le conocen como nosotros. Temo que tendrá éxito en destruirte. Aunque eres inocente, nunca podrás contender contra un adversario tan poderoso.
–Mi querido Sr. Brassard, tú estás equivocado, –repliqué, –nunca he estado más seguro de salir victorioso. La iniquidad monstruosa del obispo lleva su propio antídoto. No fue un sueño que vi cuando me expulsó tan ignominiosamente de su cuarto. Un rayo de relámpago pasó ante mis ojos y escribió como si fuera fuego en los muros del palacio: Misterio de Iniquidad. ¡Cuando Canadá y la totalidad del Cristianismo conozcan la conducta infame de ese dignatario y cuando vean el Misterio de Iniquidad que sellaré en su frente, habrá un clamor unánime de indignación contra él!
–Oh, si pudiera descubrir los nombres de mis acusadores, forzaría a ese tirano poderoso a retirar esa sentencia doble rápido. Estoy determinado a mostrar no sólo a Canadá, sino a todo el mundo que este complot infame no es más que la obra de los viles esclavos, tanto hombres como mujeres por quienes el obispo está rodeado.
–Mi primer pensamiento es salir inmediatamente rumbo a Chicago donde me espera el Obispo Vandeveld, pero estoy resuelto a no ir hasta que haya forzado a mi opresor despiadado a retirar su sentencia injusta. Voy a ir inmediatamente al colegio Jesuita donde tengo el plan de pasar los próximos ocho días en oración y retiro. Los Jesuitas son los hombres mejor capacitados, bajo el cielo, para detectar las cosas más ocultas. Espero que ellos me ayudarán a desterrar ese oscuro misterio de iniquidad y exponerlo ante el mundo.
–Me alegro que no temas la tempestad que está sobre ti y que tus velas están bien orientadas, –respondió el Sr. Brassard, –harás bien en poner tu confianza en Dios primero y después en los Jesuitas. La manera audaz en que pretendes confrontar a los ataques de tus enemigos despiadados te dará un victoria fácil. Mi esperanza es que los Jesuitas te ayudarán a arrojar en la cara del obispo la vergüenza y deshonra que él ha preparado para ti.
A las 6:00 p.m. en un modesto pero bien iluminado y ventilado cuarto del colegio Jesuita, yo estaba a solas con el venerable Sr. Schneider, el director. Le conté cómo el obispo de Montreal, cuatro años antes habiendo abandonado sus prejuicios contra mí cuando salí de los Oblatos, me apoyó sinceramente en mis labores. Le informé también del cambio repentino de esos buenos sentimientos en odio incontrolable desde el día en que rehusé obligar a la Sra. Chenier a convertirse en monja para que él se apoderara de su fortuna. Le conté cómo esos malos sentimientos hallaron nuevo aliento en mi plan de consagrar el resto de mi vida dirigiendo la marea de la emigración Católica francesa hacia el Valle Mississippi. Le expuse mis sospechas acerca de esa joven miserable que había expulsado de mi confesionario.
–Tengo en mente un objetivo doble, –añadí, –el primero es pasar los últimos ocho días de mi residencia en Canadá en oración. Pero el segundo es pedir la ayuda de su caridad, sabiduría y experiencia para forzar al obispo a retirar su sentencia injusta contra mí. Si él no la retira, estoy determinado a denunciarlo delante de todo el país y retarle públicamente a confrontarme con mis acusadores.
–Si haces eso, –respondió el Sr. Schneider, –temo que harás irreparable daño no sólo al obispo de Montreal, sino también a nuestra santa Iglesia. Repliqué: –Nuestra santa Iglesia sufriría mayor daño si ella sancionara la conducta infame del obispo.
–Tienes razón, –contestó el Jesuita, –nuestra santa Iglesia no puede sancionar semejante conducta criminal. Cientos de veces ella ha condenado esas tiránicas e injustas acciones en otros obispos. Semejante falta de honestidad común y justicia será condenado dondequiera, una vez que sea conocido. Lo primero que necesitamos hacer es descubrir los nombres de tus acusadores. Mi impresión es que la joven miserable, que tan brusca y sabiamente expulsaste de tu confesionario, sabe más del complot de lo que el obispo quiere que descubramos. ¡Qué lástima que no le pediste su nombre y domicilio.
–En todo caso, puedes contar con mis esfuerzos para convencer a nuestro obispo que él ha asumido una posición contra ti que es absolutamente insostenible. Antes que termina tu retiro, sin duda, gustosamente se reconciliará contigo. Sólo confía en Dios y en la bendita Virgen María y no tendrás nada que temer. Nuestro obispo se ha colocado por encima de toda ley de hombre y de Dios para condenar al sacerdote que él mismo oficialmente nombró el Apóstol de Abstinencia de Canadá. Los 200,000 soldados que has ingresado bajo la santa bandera de abstinencia le forzarán a retractar su precipitada e injusta sentencia.
Se alargaría demasiado repetir todas las palabras animosas que me dijo ese Jesuita sabio. El Padre Schneider era un sacerdote europeo que había estado en Montreal sólo desde 1849. Se granjeó mi confianza desde la primera vez que le conocí y le escogí en seguida como mi confesor y consejero. El tercer día de mi retiro, el Padre Schneider vino a mi cuarto más temprano de lo normal y me dijo: –He descubierto el nombre y domicilio del taxista a quien esa muchacha miserable habló en la iglesia. Si no tienes ningún inconveniente, lo mandaré llamar. Quizás él conozca a esa joven y la convenza a venir aquí.–Por supuesto, querido Padre, –le respondí, –hágalo sin perder un momento.
Dos horas después el taxista estaba conmigo. Le reconocí como uno de mis queridos compatriotas a quien la sociedad de abstinencia había transformado en un hombre nuevo. Le pregunté si recordaba el nombre de la joven que pocos días antes le había hablado en la iglesia después de salir de mi confesionario.
–¡Sí, señor, la conozco bien! Ella tiene mala fama, aunque pertenece a una familia respetable.
Añadí: –¿Crees que puedes convencerla a venir aquí, diciéndole que un sacerdote en el colegio Jesuita quiere verla? Pero no le digas mi nombre.
Respondió: –Nada será más fácil. Estará aquí en unas dos horas si la encuentro en su casa.
A las 3:00 p.m., el taxista llamó nuevamente a mi puerta y me dijo en voz baja: –La joven que usted quiere ver está en la sala de espera. Ella no tiene idea de que usted está aquí, porque ella me dijo que usted estaría ahora predicando en St. Constant. Ella parece estar muy enojado contra usted y se queja amargamente contra su falta de cortesía la primera vez que fue a confesarse con usted.
–¿De verdad te dijo eso? –le repliqué.
–¡Sí señor! Me dijo eso cuando salió de su confesionario el otro día. Luego, me pidió que la llevara a su casa. Estaba fuera de sí y juró que le haría pagar por sus duras palabras y modales groseras hacia ella. Usted hará bien en cuidarse. Ella es una de las jóvenes más depravadas de Montreal y tiene una lengua peligrosísima. Y para vergüenza de nuestra santa religión, se encuentra diariamente en el palacio del obispo.
Inmediatamente, fui con el Padre Schneider y le dije: –Mi querido Padre, por la misericordia de Dios, la joven que queremos ver está en la sala de espera. Por lo que acabo de escuchar del taxista que la trajo, no tengo la menor duda que ella fue empleada por el obispo para calumniarme. Por favor, venga a dar testimonio de mi inocencia. Pero lleva consigo su Evangelio, tinta, papel y pluma.
–Muy bien, –respondió el Jesuita sabio.
Dos minutos más tarde, estábamos con ella. Es imposible describir su asombro cuando me vio; casi se desmayó. Yo temía que no iba a poder decir ni una sola palabra. Le hablé muy amablemente y corrí a traerle un vaso de agua fría, el cual le hizo bien. Cuando se recuperó, le dije con un tono mezclado con autoridad y amable firmeza: –Tú estás aquí en la presencia de Dios y dos de sus sacerdotes. Ese gran Dios oirá cada palabra que salga de tu boca. Tienes que decir la verdad. Tú me has denunciado al obispo como culpable de cierta gran iniquidad. Eres la causa por la cual estoy suspendido. Solamente tú puedes reparar el daño que has hecho. Ese daño es grande, pero puede ser reparado fácilmente por ti. En presencia de este sacerdote venerable, dime si soy o no soy culpable del crimen del cual me has acusado.
Ante estas palabras la desgraciada joven se deshizo en lágrimas, ocultó su cara en su pañuelo y con una voz medio sofocada con suspiros dijo: –¡No, señor! Usted no es culpable.
Añadí: –Confiesa otra cosa. ¿No es un hecho que viniste a mi confesionario más con la intención de tentarme a pecar que para reconciliarte con Dios?
–Sí, señor, –dijo, –esa fue mi malvada intención.
–Sigue diciendo la verdad y nuestro gran Dios misericordioso te perdonará. ¿No fue por venganza que formulaste las falsas acusaciones al obispo para que él me suspendiera?
–Sí, señor, –añadió, –esa fue la única razón que yo tenía para acusarle.
Después que el Padre Schneider había hecho cuatro copias de esas declaraciones firmados por él como testigo y después que ella había jurado por el Evangelio, le perdoné el daño que me hizo, le di un buen consejo y la despedí.
–¿No es evidente, –dije al Padre Schneider, –que nuestro Dios misericordioso nunca desampara a los que confían en él?
–Sí, yo nunca había visto la intervención de Dios manifestada tan maravillosamente. Pero, por favor, dime por qué me pediste que te hiciera cuatro copias de su declaración jurada de tu inocencia; ¿No es una suficiente? –preguntó el Sr. Schneider.
Le respondí: –Una de esas copias es para el obispo; otra permanecerá en las manos de usted, el Sr. Brassard tendrá una y yo mismo necesito una. Porque me es tan evidente la deshonestidad del obispo ahora, que le creo capaz de destruir la copia que le mandaré a él, con la esperanza de mantenerme bajo sus pies después de su destrucción. Si él comete ese nuevo acto de iniquidad, le confundiré con otras tres copias auténticas. Además esa joven desgraciada pudiera morir antes de lo que se espera. En ese caso me encontraría nuevamente con el cuchillo del obispo en mi cuello si no tuviera otra copia de la retractación.
–Tienes razón –replicó el Padre Schneider, –ahora lo único que te falta hacer es enviar esa retractación con una firme y cortés petición de retractación de su sentencia injusta contra ti. Déjame a mí hacer lo demás con él. Gracias a Dios, tienes la más completa victoria sobre tus agresores injustos. Sin duda, el obispo hará todo en su poder para hacerte olvidar la página más oscura de su vida.
El Jesuita astuto tenía razón. Nunca me había recibido ningún obispo con tanta bondad y respeto como él cuando fui para despedirme de él antes de partir de Canadá rumbo a los Estados Unidos.