C A P I T U L O 40
El 15 de agosto de 1850, prediqué en la catedral de Montreal sobre el poder de la bendita Virgen María en el cielo para interceder por los pecadores. Nada parecía más natural que orar a ella y confiar en su protección. Por supuesto, mi discurso era más sentimental que bíblico, pero entonces yo creía sinceramente lo que decía.
–¿Quién entre ustedes, mi queridos hermanos, –dije a la gente, –rehusaría cualquier demanda razonable de una madre amada? ¿Quién entristecería a su corazón amoroso rehusándole una petición cuando tiene el poder para concedérsela? Por mi parte, si viviera todavía mi madre amada, yo preferiría que me machacaran la mano derecha y la quemaran hasta cenizas o que me cortaran la lengua antes de decir no a mi madre, pidiéndome cualquier favor que yo pudiera otorgarle.
–Este respeto y obediencia a nuestras madres, Cristo Jesús, el Hijo de Dios, lo practicó a la perfección. Aunque era Dios y hombre, él vivía en perfecta sumisión a la voluntad de su madre. El Evangelio dice en referencia a sus padres, José y María: El estaba sujeto a ellos (Lu.2:51). ¡Cuán grandiosa y resplandeciente revelación tenemos en estas pocas palabras: Jesús estaba sujeto a María! No está escrito que Jesús es el mismo ayer, hoy y para siempre? (He.13:8) El no ha cambiado. Es todavía el hijo de María hoy, así como lo era a la edad de doce años. Por esta razón nuestra santa Iglesia nos invita a poner nuestra confianza ilimitada en su intercesión. Puesto que Jesús siempre le concede sus peticiones, presentemos nuestras peticiones a ella si queremos recibir los favores que deseamos.
–La segunda razón por la que todos tenemos que acudir a María es porque somos pecadores rebeldes ante los ojos de Dios. Jesucristo ciertamente es nuestro Salvador, pero también es un Dios infinitamente justo e infinitamente santo. El aborrece nuestros pecados con un odio infinito.
–Si le hubiéramos amado y servido fielmente, podríamos acudir a él con la esperanza y seguridad de ser bienvenidos. Pero le hemos olvidado y ofendido; hemos pisoteado su sangre debajo de nuestros pies; nos hemos unido con aquellos que lo clavaron en la cruz; hemos traspasado su corazón con la lanza y derramado su sangre hasta la última gota. ¿Cómo osaríamos acercarnos a él y cruzar nuestra mirada con la de él? Por esta razón, nuestra santa Iglesia, hablando a través de su infalible Pontífice Supremo, el Vicario de Cristo, Gregorio XVI, nos ha dicho de la manera más solemne que María es la única esperanza de los pecadores.
Concluyendo mis argumentos, agregué: –Jesús tiene mil razones buenas para rehusar nuestras peticiones, si somos tan descarados como para hablarle nosotros mismos. Pero miren a la diestra de nuestro rey ofendido y he aquí su querida y divina madre. Ella es la madre de ustedes también, porque es a todos nosotros igual que a Juan que Cristo dijo en la cruz, refiriéndose a María: He aquí, tú madre. (Jn.19:27) Jesús nunca ha rehusado un favor pedido por la Reina del Cielo. El no puede reprender a su madre; acudamos a ella y pidámosle que sea nuestra abogada para que defienda nuestra causa y ella lo hará. Pidamos a ella nuestro perdón y ella lo obtendrá.
Mi sermón había hecho una visible y profunda impresión. El Obispo Prince me dio las gracias y me felicitó por el buen efecto que se vio en la gente. Sinceramente creí que había dicho lo más verdadero y correcto delante de Dios.
Antes de dormir, tomé mi Biblia como siempre y me arrodillé delante de Dios. Leí el capítulo doce de Mateo con un corazón devoto y un sincero deseo de entender. Extrañamente, cuando llegué al versículo cuarenta y seis sentí una admiración misteriosa como si hubiera entrado por primera vez a una tierra muy nueva y santa.
Aunque había leído ese versículo y los que siguen muchas veces, llegaron a mi mente con una frescura como si nunca los hubiera leído antes. Lentamente y con intensa atención, contemplé la llegada de María a la casa para encontrarse con su divino hijo que había estado tanto tiempo ausente de ella. ¡Mi corazón palpitaba de gozo ante el privilegio de presenciar esa entrevista y oír las respetuosas palabras que Jesús dirigiría a su madre!
Con mi corazón y alma estremecidos con estos sentimientos, leí lentamente:
“Mientras él aún hablaba a la gente, he aquí su madre y sus hermanos estaban afuera y querían hablarle. Y le dijo uno: He aquí, tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablarte. Respondiendo él a quien le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: ¡He aquí, mi madre y mis hermanos! Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.” (Mt. 12: 46-50)
Apenas terminé de leer el último versículo cuando grandes gotas de sudor empezaron a fluir por mi rostro, mi corazón latía con tremenda velocidad y casi me desmayé. Me senté en mi sillón esperando en cualquier momento caer al suelo. Sólo los que han oído el ruido tronante de las cataratas de Niágara y han sentido el temblor de las rocas debajo de sus pies tienen idea de lo que sentí en esa hora de agonía. Mi conciencia retumbaba como la voz de mil Niágaras diciéndome: –Predicaste una mentira sacrílega esta mañana cuando dijiste a tu congregación ignorante y engañada que Jesús siempre le concede las peticiones de su madre, María. ¿No te da vergüenza engañarte a ti mismo y a tus pobres compatriotas con semejantes falsedades absurdas?
–Leelo nuevamente y comprende que lejos de concederle todas sus peticiones a María, Jesús siempre, excepto como niño, ha dicho no a su peticiones. Cuando ella le pedía algo en público, él siempre la reprendía. ¿Le faltó amor y respeto cuando le dio esa reprensión? ¡No! Nunca un hijo había amado y respetado más a su madre que él, pero era una protesta solemne contra la adoración blasfema a María como se practica en la Iglesia de Roma.
Me sentí tan confundido por la voz que me conmovía hasta los huesos que pensé por un momento que estaba poseído por un demonio. –¡Dios mío! –clamé, –¡Ten misericordia de mí! ¡Socórreme! ¡Sálvame de las manos de mis enemigos! Rápido como un relámpago vino la respuesta: –No es la voz de Satanás la que oyes. Soy Yo, tu Salvador y tu Dios el que hablo. Lee cómo Marcos, Lucas y Juan te dicen cómo yo recibía sus peticiones desde el día en que comencé a trabajar y hablar públicamente como el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Tomé mi Biblia y leí:
Viniendo después su madre y sus hermanos y quedándose afuera, enviaron a llamarle y la gente que estaba alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan. El les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí, mi madre y mis hermanos; porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. (Mc.3:31-35)
La voz siguió: –¿No ves que predicas una mentira blasfema cada vez que dices que Jesús siempre concedía las peticiones de su madre?
Nuevamente, impotente para aplacar los pensamientos que despiadadamente conmovían mi fe y derribaban el respeto que tenía por mi Iglesia, vino a mi mente que San Lucas narra esta entrevista de una manera muy diferente. Pero, ¿Cómo hallaré palabras para expresar mi angustia cuando vi que la reprensión de Jesucristo fue expresada de una manera aún más severa por San Lucas!
Estos tres parecían decirme: ¿Cómo te atreves a predicar junto con tu Iglesia apóstata y mentirosa que Jesús siempre concedía las peticiones de María, cuando nosotros fuimos ordenados por Dios a escribir y proclamar que todas las peticiones públicas que ella le presentó cuando trabajaba como el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, fueron contestadas por una reprensión pública.
¿Qué podía responder? Temblando de cabeza a pies, caí de rodillas clamando a la Virgen María que acudiera a mi auxilio y le pedí que no sucumbiera a esta tentación y perdiera mi fe y confianza en ella. Pero entre más oraba, más fuerte la voz parecía decirme: –¿Cómo te atreves a predicar semejante mentira cuando nosotros te decimos lo contrario por orden de Dios mismo!
En vano lloraba, oraba, clamaba y luchaba desde las diez de la noche hasta las tres de la mañana. De repente, el milagro de cambiar el agua en vino que Cristo hizo a petición de su madre vino a mi mente. Sentí una esperanza momentánea de que en este caso el Salvador había obedecido a las demandas de su Santa Madre. Ansiosamente abrí mi Biblia y leí:
Al tercer día se hicieron unas bodas en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Y fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos. Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora. Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que os dijere. (Jn. 2 :1-5)
Yo siempre aceptaba ese texto como prueba de que el primerísimo milagro de Jesucristo fue hecho a petición de su madre. Yo estaba preparándome para responder a los tres testigos: –Aquí está la prueba de mi confianza en la intercesión de María; aquí está el sello de su irresistible poder sobrehumano sobre su hijo divino. ¡Aquí está la evidencia innegable que Jesús no puede rehusar cosa alguna que su madre le pida!
Armado con estas explicaciones de la Iglesia, estaba a punto de confrontar lo que San Mateo, San Marcos y San Lucas me decían cuando de repente, vino a mi mente un pensamiento angustioso como si los tres testigos me dijeran: ¿Cómo puedes estar tan ciego como para no ver que en lugar de ser un favor concedido a María, este primer milagro es la primera oportunidad escogida por Cristo para protestar en contra de la intercesión de ella! Es una advertencia solemne a María a nunca interponerse ante las necesidades de otros y para nosotros a nunca confiar en su intervención. Aquí, María evidentemente llena de compasión por esa pobre gente que no tenía los medios para proveer el vino para los invitados que habían venido con Jesús, quiere que su hijo les dé lo que les hacía falta. ¿Cómo responde Cristo a su petición? El responde con una reprensión, una solemne reprensión... En lugar de decir: Sí, Madre, haré lo que deseas; él dice: ¡Mujer! ¿Qué tienes conmigo?. Esto claramente significa: Mujer, no tienes nada que ver en este asunto. No quiero que te interpongas entre las necesidades de la humanidad y yo. No quiero que el mundo crea que tú tengas algún derecho, poder o influencia sobre mí o más compasión ante las miserias del hombre de la que yo tengo. Mujer, es solamente a mí a quien los hijos perdidos de Adán tienen que acudir para ser salvos. ¿Qué tienes conmigo en mi gran obra de salvar a este mundo perdido? Nada, absolutamente nada. Yo vengo a cumplir, no tu voluntad, sino la voluntad de mi Padre.
Esto es lo que Jesús quiso decir con la solemne reprensión que dio a María. Quería desterrar toda idea de que ella se convertiría en intercesora entre el hombre y Cristo. El quería protestar contra la doctrina de la Iglesia de Roma. María lo entendió bien, porque ella dijo: Haced todo lo que él os dijere. Nunca vengan a mí, vayan a él.
Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podemos ser salvos. (Hch.4:12)
Cada uno de estos pensamientos golpeó contra mi alma angustiada como un huracán. Cada frase era como el resplandor de relámpagos en una noche oscura. Hasta el amanecer, me sentí impotente contra los esfuerzos de Dios de destruir y derribar la inmensa fortaleza de los sofismos, falsedades e idolatrías que Roma había construido alrededor de mi alma. ¡Qué cosa tan horrenda es luchar contra el Señor!
Durante las largas horas de esa noche, mi Dios contendía conmigo y yo luchaba contra él. Pero aunque todo se derrumbó hasta el polvo, no fui vencido. Mi entendimiento estaba casi convencido, pero mi voluntad rebelde y orgullosa no estaba dispuesta a rendirse.
Por la mañana mis ojos estaban rojos y mi cara hinchada y en el desayuno el Obispo Prince me dijo: –Tus ojos se ven como si hubieras llorado toda la noche.
–Su Señoría tiene razón al pensar que he llorado toda la noche, –le respondí. (El Obispo Prince había sido mi amigo personal desde el tiempo en que entré al Colegio Nicolet donde él había sido profesor de retórica.)
El obispo replicó: –¿Puedo saber la causa de tu dolor?
–Sí, mi señor, –le dije, –las tentaciones más horribles contra nuestra santa religión me asaltaron toda la noche. Usted me felicitó ayer al comprobar que Jesús siempre concede las peticiones de su madre y que él no puede rehusarle ningún favor. Toda la noche se me ha dicho que esta es una mentira blasfema. Por medio de las Escrituras he sido casi convencido que usted y yo como también nuestra santa Iglesia predicamos una falsedad blasfema siempre que proclamamos las doctrinas de la adoración a María.
El pobre obispo pronto respondió: –Espero que no has cedido a esas tentaciones para convertirte en Protestante como tantos de tus enemigos susurran.
Es mi esperanza, mi señor, –le contesté, –que nuestro Dios misericordioso me guardará hasta el fin de mi vida como un sumiso y fiel sacerdote de nuestra santa Iglesia. Sin embargo, no puedo ocultar de Su Señoría que mi fe fue terriblemente conmovida anoche. Como obispo, su porción de luz y sabiduría ha de ser mayor que la mía. Por favor, ¿Cómo reconcilia usted esa proposición con este texto. Le di el Evangelio de Mateo señalándole los últimos cinco versículos del capítulo doce.
El los leyó y dijo: –Ahora, ¿Qué quieres saber?
–Mi señor, –le dije, –quiero preguntarle respetuosamente, ¿Cómo podemos decir que Jesús siempre ha concedido las peticiones de su madre cuando este Evangelio dice exactamente lo opuesto? ¿No debemos temer que proclamamos una falsedad blasfema cuando apoyamos una proposición que contradice directamente al Evangelio?
El pobre obispo parecía estar absolutamente confundido por esta sencilla y honesta pregunta. Yo también me sentía confundido y triste por su humillación. Empezando una frase se daba por vencido o intentando usar argumentos, no podía llegar a una conclusión. Me parecía que él nunca había leído ese texto o, como yo y el resto de los sacerdotes de Roma, nunca había notado que derrumbaba completamente a la adoración a María. Para ayudarle a salir de las dificultades en las cuales le había empujado, en seguida le dije: –Mi señor, ¿Me permite hacerle algunas preguntas?
–Con gusto, –respondió.
–Bien, mi señor, ¿Quién vino a este mundo para salvar a usted y a mí, Jesús o María?
El obispo respondió: –Fue Jesús.
Luego le pregunté: –Cuando Jesús y María estaban en la tierra, ¿Quién amó a los pecadores con un amor más salvador y eficaz?
–Jesús siendo Dios, su amor evidentemente era más eficaz y salvador que el de María, –respondió el obispo.
–Y, ¿A quién invitó Jesús a los pecadores para buscar su salvación, a sí mismo o a María? –pregunté nuevamente.
El obispo contestó: –Jesús dijo, venid a mí. Nunca dijo que fueran a María.
–¿Tenemos algún ejemplo en las Escrituras de pecadores, temiendo ser reprendidos por Jesús, que hayan ido a María para obtener acceso a Jesús por medio de ella y que hayan sido salvados por medio de su intercesión?
–No recuerdo ningún caso, –replicó el obispo.
–Entonces, –le pregunté: –¿A quién se dirigió el malhechor penitente en la cruz para ser salvo, a Jesús o a María?
–A Jesús, –replicó el obispo.
–¿Hizo bien el malhechor penitente en dirigirse a Jesús en la cruz en lugar de María, quien estaba a sus pies?
–Seguramente hizo mejor, –respondió el obispo.
–Ahora, mi señor, –le dije, –permíteme hacerle una sola pregunta más. Por favor, dígame, ¿Cree usted que ahora que Jesús está en el cielo sentado a la diestra de su Padre, habrá perdido algo de su amor, superior y misericordioso, por los pecadores? Y si es así, ¿Puede comprobar que lo que perdió Jesús, lo haya ganado María?
–No creo que Cristo haya perdido nada de su amor ni poder para salvarnos ahora que está en el cielo, –respondió el obispo.
–Ahora, mi señor, –le dije, –si Jesús es todavía mi mejor amigo, mi amigo más misericordioso y amoroso, ¿Por qué no debo acudir directamente a él? ¿Por qué debemos por un solo momento acudir a alguien que está infinitamente inferior en poder, amor y misericordia para obtener nuestra salvación?
El obispo estaba pasmado por mis preguntas. Tartamudeó una respuesta ininteligible y se disculpó a causa de algún asunto pendiente. Extendiéndome la mano antes de salir, dijo: –Hallarás la respuesta a tus preguntas y dificultades en los Santos Padres.
–¿Me puede prestar los Santos Padres, mi señor?
Replicó: –No, señor, no los tengo.
Esta última respuesta de mi obispo dejó mi mente en un estado de gran angustia. Con el sincero deseo de hallar en los Santo Padres alguna explicación para disipar mi dudas penosas, fui inmediatamente al Sr. Fabre el gran librero de Montreal, quien obtuvo de Francia la edición espléndida de los Santos Padres por Migne. Yo estudié con suma atención cada página donde pudiera hallar lo que ellos enseñaban sobre la adoración a María y la doctrina de que Jesucristo nunca le había rehusado ninguna petición dirigida a ella.
¡Cuál fue mi desolación y vergüenza al descubrir que los Santos Padres de los primeros seis siglos nunca pregonaron la adoración a María. Las muchas páginas elocuentes sobre el poder de María en el cielo y su amor por los pecadores halladas en mis teólogos y otros libros ascéticos, que había leído antes, no eran más que mentiras impudentes, adiciones intercaladas en sus obras cien años después de su muerte. Después de descubrir estas falsificaciones de las cuales mi Iglesia era culpable, cuántas veces en el silencio de mis largas noches de estudio y meditación devocional oía una voz diciéndome: –¡Sal fuera de Babilonia!
Pero, ¿A dónde podría ir? ¿Podría hallar fuera de la Iglesia de Roma esa salvación que se encontraba solamente dentro de sus muros? Yo decía a mí mismo: –Ciertamente hay algunos errores en mi querida Iglesia, pero, ¿No hallaría errores todavía más condenables entre los cientos de iglesias Protestantes que bajo los nombres de Episcopales, Bautistas, Presbiterianos, Metodistas, etc. están divididas y subdivididas en veintenas de sectas desdeñables y que se anatemizan y se denuncian unos a otros delante del mundo?
Mis ideas de la gran familia de las iglesias evangélicas compuestas bajo el nombre general de Protestantismo era en aquel entonces tan exagerado que era absolutamente imposible para mí hallar en ellos esa unidad que yo consideraba tan esencial a la Iglesia de Cristo. La hora todavía no había llegado cuando mi querido Salvador me haría entender sus palabras sublimes: Yo soy la vid verdadera y vosotros sois los pámpanos.
Después, al estar debajo de una hermosa vid en mi jardín lo entendí. Nunca vi dos pámpanos iguales en esa vid prolífica. Algunos pámpanos eran muy grandes, otros muy delgados, algunos muy largos, otros muy cortos, algunos subiendo, otros bajando, algunos rectos como una flecha, otros tan torcidos como un relámpago, algunos volteados al occidente y otros al oriente. Pero aunque los pámpanos se deferían unos de los otros en tantas formas, todos dieron excelente fruto entretanto que permanecían unidos a la vid.
C A P I T U L O 41
El trabajo más desconsolador de un sincero sacerdote Católico es el estudio de los Santos Padres. No da un solo paso en el laberinto de sus discusiones y controversias sin ver desvanecerse los sueños de sus estudios teológicos y opiniones religiosas. Obligado por un juramento solemne a interpretar las Santas Escrituras solamente según el consenso unánime de los Santos Padres, la primera cosa que le angustia es su absoluta falta de unanimidad sobre la mayor parte de los temas que discuten. Es un hecho que más de 2/3 de lo que un Santo Padre escribió, fue para probar que lo que algún otro Santo Padre escribió estaba equivocado o hereje.
El estudiante de los Padres también descubre que muchos de ellos contradicen a sí mismos, que recientemente cambiaron de opinión, o que ahora sostienen como verdad salvadora lo que anteriormente condenaban como errores de herejía. ¿Qué será del juramento solemne de todo sacerdote ante este hecho innegable?
Es cierto que en mis libros de teología Católico-romana había largos extractos de los Santos Padres apoyando y confirmando mi fe en esos dogmas. Por ejemplo, tenían las liturgias apostólicas de San Pedro, San Marcos y Santiago para probar que el sacrificio de la misa, el purgatorio, los rezos por los muertos, la transubstanciación eran creídos y enseñados desde los mismos días de los apóstoles. Pero grande fue mi asombro cuando descubrí que esas liturgias no eran más que una vil y atrevida falsificación presentada al mundo por los Papas y la Iglesia como verdades del Evangelio. No pude hallar palabras para expresar mis sentimientos de vergüenza y consternación. ¿Qué derecho tiene mi Iglesia de llamarse santa e infalible, cuando es públicamente culpable de semejantes mentiras.
Desde mi infancia, había sido enseñado, igual que todo Católico-romano, que María es la Madre de Dios y muchas veces cada día rezaba a ella, diciendo: Santa María, Madre de Dios, ruega por mí. Pero cuánta fue mi angustia cuando leí en el Tratado sobre Fe y Credo por Agustín, estas palabras: Cuando el Señor dijo: Mujer, ¿Qué tienes conmigo? Mi hora no ha llegado., nos da a entender que en lo que respecta a él como Dios, para él no había madre. Esto desmenuzó tan completamente las enseñanzas de mi Iglesia, diciéndome que es una blasfemia llamar a María: Madre de Dios, que me sentí atónito.
Podría escribir varios tomos si mi plan fuera contar la historia de mis agonías mentales al leer los Santos Padres. Así herido, lo manifesté al Sr. Brassard, diciendo: –¿No ve usted aquí la prueba indiscutible de lo que yo le he dicho muchas veces que durante los primeros seis siglos del Cristianismo no hallamos la menor evidencia de que hubiera semejante dogma del poder supremo y autoridad del obispo de Roma, ni de ningún otro obispo, sobre el resto del mundo Cristiano?
–Mi querido Chíniquy, –respondió el Sr. Brassard, –¿No te dije, cuando compraste los Santos Padres, que estabas haciendo algo tonto y peligroso? Como tú eres el único sacerdote en Canadá que tiene los Santos Padres, en muchas esferas se cree y se dice que los obtuviste por orgullo para elevarte por encima del resto del clero. Veo, con pesar, que estás perdiendo rápidamente el respeto del obispo y de los sacerdotes en general a causa de tu perseverancia indomitable en dedicar todo tu tiempo libre al estudio. También eres demasiado abierto e imprudente en hablar de lo que llamas las contradicciones de los Santos Padres y su falta de armonía con algunas de nuestras opiniones religiosas.
Muchos dicen que esta aplicación demasiada intensa al estudio, sin un solo momento de distracción, trastornará tu inteligencia y afligirá tu mente. Aun susurran que no se sorprenderían si la lectura de la Biblia y los Santos Padres te conduzcan al abismo del Protestantismo. Yo sé que están equivocados y haré todo lo que pueda para defenderte. Pero creo que, como tu amigo más devoto, es mi deber decirte estas cosas y advertírtelo antes de que sea demasiado tarde.
Repliqué: –El Obispo Prince me dijo las mismas cosas y le daré la misma respuesta que le di a él: Cuando usted ordena a un sacerdote, ¿No le obliga a jurar que nunca interpretará las Santas Escrituras excepto según el consenso unánime de los Santos Padres? ¿Cómo podemos saber su consenso unánime si no los estudiamos? ¿No es todavía más extraño que no sólo los sacerdote no estudian los Santos Padres, sino que el único en Canadá que intenta estudiarlos es ridiculizado y sospechado de herejía? ¿Es culpa mía si esta piedra preciosa llamada Consenso unánime de los Santos Padres que es el mismo fundamento de nuestra creencia y enseñanza religiosa, no se encuentre en ninguna parte? ¿Es culpa mía si Origen nunca creyó en el castigo eterno de los condenados; si San Cipriano negó la autoridad suprema del obispo de Roma; si San Agustín dice positivamente que nadie está obligado a creer en el purgatorio; si San Juan Crisóstomo negó públicamente la obligación de la confesión auricular y la presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía? ¿Es culpa mía si uno de los Papas más instruidos y santos, Gregorio Magno, haya llamado Anticristo” a todos sus sucesores por tomar el título de Pontífice Supremo y por intentar convencer al mundo que ellos, por autoridad divina, tienen una jurisdicción y poder supremo sobre toda la Iglesia?”
–Y, ¿Qué te contestó el obispo? –replicó el Sr. Brassard.
–Igual que usted, expresando sus temores que el estudio de la Biblia y los Santos Padres me mandaría a un manicomio o me conduciría al abismo del Protestantismo.
–Yo le contesté: Entretanto que Dios mantenga sana mi inteligencia, nunca podría unirme a los Protestantes. Porque las sectas innumerables y ridículas de esos herejes son el mejor antídoto contra sus errores venenosos. Permaneceré como buen Católico, no a causa de los Santos Padres y su unanimidad inexistente, sino a causa de la grandiosa unanimidad de los profetas, apóstoles y evangelistas con Jesucristo. Mi fe será fundada no sobre las palabras falibles, oscuras y vacilantes de Origen, Tertuliano, Crisóstomo, Agustín o Jerónimo, sino en las palabras infalibles de Jesús, el Hijo de Dios y sus escritores inspirados: Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Pedro, Santiago y Pablo. Es Jesús y no Origen quien me guiará ahora, porque éste es un pecador como yo, pero aquél es para siempre mi Salvador y mi Dios. Yo sé lo suficiente sobre los Santos Padres para asegurar a Su Señoría que el juramento que hacemos de interpretar la palabra de Dios según su consenso unánime es una pifia miserable, si no un perjurio blasfemo. Es evidente que Pío IV, quien impuso la obligación de este juramento sobre todos nosotros, nunca leyó un solo tomo de los Santos Padres. El no hubiera sido culpable de semejante pifia increíble si hubiera supuesto que los Santos Padres están unánimes en una sola cosa: de diferirse los unos de los otros en casi todo.
–Y, ¿Qué respondió mi Sr. Prince a esto? –preguntó el Sr. Brassard.
–Igual que cuando le abordé sobre el tema de la Virgen María: mirando a su reloj, terminó bruscamente esa conversación, diciendo que tenía una cita muy importante en esa misma hora.
Poco tiempo después de esa penosa conversación sobre los Santos Padres, era la voluntad de mi Dios que una nueva flecha fuera clavada en mi conciencia Católico-romana. Fui invitado a dar un curso de tres sermones en Varennes. Iba saliendo de la iglesia con el cura cuando se encontró con nosotros un hombre pobre vestido de harapos. Sus pálidos y temblorosos labios indicaban que fue reducido al grado más bajo de miseria humana. Quitando su sombrero en señal de respeto por nosotros, dijo al Rev. Primeau con una voz temblorosa: –Usted sabe, señor, que mi esposa fue enterrada hace diez días. Yo estaba demasiado necesitado para mandar cantar un servicio fúnebre el día que fue enterrada. Temo que ella está en el purgatorio, porque casi todas las noches en mis sueños la veo envuelta en llamas ardientes. Me grita por ayuda y me pide que mande cantar una misa mayor por el descanso de su alma. Vengo a suplicarle que sea tan amable de cantar esa misa mayor por ella.
El cura respondió: –Por supuesto, su esposa está en las llamas del purgatorio y sufre allí torturas indecibles; pueden ser aliviadas solamente ofreciendo el santo sacrificio de la misa. Déme cinco dólares y cantaré esa misa mañana por la mañana.
–Usted sabe muy bien, señor Le Cure, –respondió el pobre hombre en el tono más suplicante, –que mi esposa y yo hemos estado enfermos la mayor parte del año. ¡Soy demasiado pobre para darle cinco dólares!
–Si no puede pagar, no se puede cantar ninguna misa. Usted sabe las reglas; no está en mi poder cambiarlas, –el cura dijo estas palabras en un tono altivo e insensible en contraste total con la angustia solemne del pobre hombre enfermo. Sus palabras me causaron mucha pena, porque sentí compasión por el hombre. Yo sabía que el cura vivía muy cómodamente, estaba a la cabeza de una de las parroquias más ricas de Canadá y que él tenía varios miles de dólares en el banco. Yo esperaba, al principio que bondadosamente le concediera la petición sin hablar del pago, pero fui decepcionado.
Mi primer pensamiento, después de oír esta dura reprensión, era sacar de mi bolsa una de las varias monedas de cinco dólares oro que yo traía y dársela al pobre hombre, pero fui impedido por el temor de insultar a este sacerdote que era mayor de edad que yo y por quien siempre tenía gran respeto. Sabía que él habría creído que mi acción fuera una condenación de su conducta.
Mientras yo sentía vergüenza de mi propia cobardía, le dijo al pobre hombre desconcertado: –Esa mujer es tu esposa, no la mía; entonces, es responsabilidad suya y no mía, procurar sacarla del purgatorio.
Volteando a mí, dijo muy amablemente: –Por favor, señor, vamos a merendar.
Apenas empezamos a caminar cuando el pobre hombre, elevando su voz, dijo de una manera muy conmovedora: –No puedo dejar a mi pobre esposa en las llamas del purgatorio. Si no puede cantar una misa mayor, por favor, ¿Podría decir cinco misas rezadas para rescatar su alma de esas llamas ardientes?
El sacerdote volteó a él y le dijo: –Sí, puedo decir cinco misas para sacar el alma de su esposa del purgatorio, pero déme cinco chelines, porque usted sabe que el precio de una misa rezada es un chelín.
El pobre hombre respondió: –No puedo darle un dólar mucho menos cinco. No tengo ni un centavo y mis tres pobres niñitos están desnudos y muriéndose de hambre.
–¡Bien, bien! –dijo el cura, –cuando pasé esta mañana por tu casa, vi a dos hermosos lechoncitos. Déme uno de ellos y diré cinco misas rezadas.
El pobre hombre dijo: –Esos puerquitos me fueron regalados por un vecino caritativo para que yo los criara para alimentar a mis pobres hijos el próximo invierno. Seguramente morirán de hambre si le entrego mis puercos.
Yo ya no pude soportar escuchar más de ese extraño diálogo. Estaba fuera de mí con vergüenza y repugnancia. Bruscamente dejé al mercader de almas terminar sus gangas y entré a mi recámara, cerrando la puerta con llave y caí de rodillas para llorar hasta quedar satisfecho.
Un cuarto de hora más tarde, el cura llamó a mi puerta y dijo: –¡La merienda está lista, por favor, baje!
Le respondí: –No me siento bien, quiero descansar. Por favor, discúlpeme si no meriendo esta noche.
Se requeriría una pluma más elocuente que la mía para contar la historia correcta de esa noche de insomnio. Las horas eran oscuras y largas. –¡Dios mío, Dios mío! –clamé mil veces, –¿Será posible que en mi tan querida Iglesia de Roma, pudiera haber semejantes abominaciones como las que he visto hoy? ¡Oh, cuán cruel, cuán despiadados somos nosotros tus sacerdotes si es que en verdad somos tus sacerdotes! ¿No es una blasfemia llamarnos tus sacerdotes cuando no solamente no sacrificamos nada de nosotros por salvar a esa alma, sino que dejamos a ese esposo y sus huérfanos morir de hambre? ¿Qué derecho tenemos de arrancar semejantes cantidades de dinero de tus pobres hijos para ayudarles a salir del purgatorio? ¿No dicen tus apóstoles que solamente tu sangre puede purificar el alma? Existirá en verdad semejante prisión de fuego para los pecadores después de la muerte? Pues, ni tú ni ninguno de tus apóstoles la mencionan. Varios de los Padres consideran que el purgatorio es de origen pagano. Tertuliano habló de él sólo después de haber ingresado a la secta de los montañistas y confesó que no fue por las Escrituras, sino por la inspiración del Paracleto de Montaño, que él supo algo del purgatorio. Agustín, el más instruido y piadoso de los Santos Padres, afirma que no se halla el purgatorio en la Biblia y dice positivamente que su existencia es dudosa y que cada quien puede creer de ello como le parezca apropiado. ¿Será posible que yo sea tan mezquino como para rehusar a extender una mano de ayuda a ese pobre hombre angustiado por temor de ofender al cruel sacerdote? Nosotros los sacerdotes creemos y decimos que podemos ayudar a las almas salir del horno ardiente del purgatorio por nuestras oraciones y misas, pero en lugar de apresurarnos a rescatarlas, volteamos a sus padres, amigos o hijos de los difuntos y decimos: –¡Déme cinco dólares, déme un chelín y pondré fin a esas torturas! ¡Pero si rehúsan darnos ese dinero, dejamos a su padre, esposo, esposa, hijo o amigo soportar esas torturas, cientos de años más!
Pasé la mañana siguiente oyendo confesiones. Luego, di un sermón sobre la malicia del pecado, la causa del sufrimiento de Cristo en la cruz. Este sermón dio una feliz diversión a mi mente. Después del sermón, el cura me tomó por la mano y me llevó al comedor donde me dio, a pesar de mí mismo, el lugar de honor.
El tenía la reputación de tener una de las mejores cocineras de Canadá. Los platillos delante de nuestros ojos no disminuían su reputación. El primer platillo era un lechón asado con un arte y perfección como nunca había visto. Parecía un trozo de oro puro y su olor hubiera hecho agua a la boca del más penitente anacoreta.
No había probado nada durante las previas veinticuatro horas y además delante de mí estaba mi platillo favorito. Mi cuchillo y tenedor pronto hicieron su trabajo. Estaba a punto de meter el primer bocado suculento en mi boca cuando, de repente, el recuerdo del lechón de aquel pobre hombre vino a mi mente. Coloqué el trozo en mi plato y con penosa ansiedad le dije al cura: –¿Me permite hacerle una pregunta acerca de este platillo?
–¡Claro que sí! Pregúntame no sólo una, sino dos preguntas y con gusto las contestaré lo mejor que pueda, –respondió con sus finos modales.
–¿Es éste el lechón del pobre hombre de ayer? –pregunté.
Con un ataque de risa convulsiva replicó: –¡Sí, precisamente! ¡Si no podemos sacar el alma de la pobre mujer de las llamas del purgatorio, en todo caso, sí, comeremos un fino lechón! Los otros trece sacerdotes llenaron el salón de risa para mostrar su aprecio por el ingenio de su anfitrión.
Sin embargo, su risa no era de larga duración. Con un sentimiento de vergüenza e indignación empujé el plato con tal fuerza que cruzó la mesa y casi cayó al suelo, diciendo con una repugnancia que ninguna pluma puede describir: –Preferiría morirme de hambre que comer este abominable platillo. Veo en él, las lágrimas de ese pobre hombre; veo la sangre de sus niños hambrientos y es el precio de un alma.
–¡No, no, caballeros! ¡No lo toquen! Usted sabe, señor cura, cómo 30,000 sacerdotes y monjes fueron exterminados en Francia en los días sangrientos de 1792. Fue por iniquidades semejantes a esta que el Dios Todopoderoso visitó la Iglesia en Francia. El mismo futuro nos espera aquí en Canadá el día que la gente se despierta de su sueño y vean que en lugar de ser ministros de Cristo, somos unos viles mercaderes de almas bajo el disfraz de religión.
El pobre cura aturdido por la solemnidad de mis palabras como también por la culpa de su conciencia, murmuró una excusa. El lechón permaneció sin tocarse y el resto de la comida tenía más la apariencia de una ceremonia fúnebre que de un convivio. Por la misericordia de Dios, había redimido mi cobardía del día anterior, pero había herido mortalmente los sentimientos del cura y sus amigos y perdí para siempre su buena voluntad.
C A P I T U L O 42
El 15 de diciembre de 1850, recibí una carta del obispo de Chicago, Olid Vandeveld, pidiéndome que me uniese con él y llegara a ser su sucesor.
Me contó de las ricas tierras fértiles de Illinois y del valle Mississippi. Es nuestra intención tomar posesión, sin ruido, de esa vasta y magnífica región en el nombre de nuestra santa Iglesia. escribió. Su plan era unir el flujo de inmigrantes Católicos, franceses, canadienses y belgas esparcidos en las ciudades de los Estados Unidos y dirigirlos hacia los poblados de esta nueva región.
¿Por qué no les persuadimos a venir y tomar posesión de estos estados fértiles de Illinois, Missouri, Iowa, Kansas etc.? Pueden conseguir esas tierras ahora a un precio nominal. Si tenemos éxito como esperamos tener, nuestra santa Iglesia pronto contará sus hijos aquí por diez y veinte millones y por medio de sus números, su riqueza y unidad, tendrá suficiente peso en el balance de poder para gobernar a todo, razonó el obispo.
Siguió explicando cómo este poder sería logrado y cómo este plan impediría la pérdida de fe entre los inmigrantes: Los Protestantes, siempre divididos entre sí, nunca formarán un partido fuerte sin la ayuda del voto unido de nuestra gente Católica. Entonces en realidad, aunque no en apariencia, nuestra santa Iglesia gobernará al mundo entero. Hoy, hay una ola de emigrantes de Canadá hacia los Estados Unidos que, si no se para o si no se dirige bien, amenaza echar la buena gente canadiense francés al fango del Protestantismo. Tus compatriotas, una vez mezclados con las innumerables sectas que intentarán atraerles, son fácilmente conmovidos en su fe.
En mi contestación, le dije que los obispos de Boston, Buffalo y Detroit ya me habían aconsejado a colocarme a la cabeza de la inmigración canadiense francés para dirigir la marea hacia las vastas y ricas regiones del oeste. Le comuniqué que yo, igual que él, sentía que esto era la mejor manera para evitar que mis compatriotas cayeran en los lazos puestos ante ellos por los Protestantes.
Le dije que lo consideraría un gran honor y privilegio pasar el resto de mi vida extendiendo el poder e influencia de nuestra santa Iglesia en los Estados Unidos y que el próximo junio le presentaría mis respetos en Chicago cuando fuera a visitar a la colonia de mis compatriotas en Bourbonnais Grove. Añadí que después de haber visto esos territorios de Illinois y del valle Mississippi con mis propios ojos, sería más fácil darle una respuesta definida.
Terminé mi carta diciendo: Pero suplico respetuosamente a Su Señoría que abandone la idea de escogerme como su coadjutor o sucesor. Ya dos veces he rehusado ser un obispo. Esa alta dignidad está demasiado por encima de mis méritos y capacidades para ser jamás aceptado por mí. Estoy feliz y orgulloso de pelear las batallas de nuestra santa Iglesia; pero quisiera que mis superiores me permitan permanecer en sus rangos como un simple soldado para defender su honor y extender su poder. Quizás, entonces, con la ayuda de Dios haré algo bueno; pues, siento que arruinaría todo si fuese exaltado a una posición tan elevada, de la cual no soy digno.
Sin hablar a nadie de la proposición del obispo de Chicago, empecé a prepararme para ir a ver el nuevo campo donde él quería que yo trabajara. Luego, a principios de mayo de 1851, recibí una invitación muy urgente de mi Sr. Lefebre, Obispo de Detroit para dar unas conferencias sobre la abstinencia a los canadienses franceses que entonces formaban la mayoría de los Católico-romanos de esa ciudad.
Ese obispo había reemplazado al Obispo Rese cuyos escándalos e infamias habían cubierto de vergüenza a toda la Iglesia de América. Durante los últimos años que estuvo en su diócesis, transcurrían pocas semanas sin ser recogido, bestialmente borracho, de las cantinas más bajas y aun de las calles de Detroit y arrastrado inconsciente a su palacio. Después de largos y vanos esfuerzos de reformarlo, el Papa y los obispos de América, felizmente, tuvieron éxito en convencerlo ir a Roma a presentar sus respetos al supuesto Vicario de Jesucristo. Apenas pisaron sus pies en Roma cuando los inquisidores le echaron en uno de sus calabozos donde permaneció hasta que los Republicanos le pusieron en libertad en 1848, después que el Papa Pío IX huyó a Civita Vecchia.
Para borrar del rostro de su Iglesia las manchas negras con las cuales su predecesor la había cubierto, el Obispo Lefebre hizo la mayor exhibición de celo por la causa de abstinencia. Lo más pronto que fue instalado, invitó a su congregación a seguir su ejemplo de ingresar bajo sus banderas en un discurso poderoso sobre los males causados por el uso de bebidas alcohólicas. Al terminar su elocuente sermón, poniendo su mano derecha sobre el altar, hizo la promesa solemne de nunca beber licores alcohólicos.
Su sermón eficaz sobre la abstinencia junto con su solemne y pública promesa fueron publicados en casi todos los periódicos de ese tiempo y yo los leí muchas veces a la gente con buen efecto. Así que, en mi camino hacia Illinois la primera semana de junio, me detuve en la ciudad de Detroit para dar el curso de conferencias solicitado por el obispo. Aunque el obispo estaba fuera, empecé inmediatamente a predicar ante un inmenso auditorio en la catedral. Yo había acordado dar cinco conferencias, pero sólo fue hasta la tercera que asistió el Obispo Lefebre. Después de felicitarme por mi celo y éxito en la causa de abstinencia, me llevó por la mano a su comedor y dijo: –Vamos a refrescarnos.
Nunca olvidaré mi sorpresa y consternación al contemplar la larga mesa del comedor repleta de botellas de brandy, vino, cerveza etc. y seis o siete sacerdotes que ya estaban sentados, alegremente vaciando sus copas. Mi primer impulso era expresar mi sorpresa e indignación y salir repugnado del salón, pero por un segundo y mejor pensamiento, esperé un poco para ver más de ese espectáculo inesperado. Acepté el asiento que el obispo me ofreció a su mano derecha.
–Padre Chíniquy, –dijo, –este es el Clarete más dulce que jamás habrás gustado. Y antes que pudiera decir una sola palabra, había llenado mi copa grande con vino y brindó a mi salud.
Mirando al obispo con asombro, dije: –¿Qué significa esto, mi señor?
–Significa que quiero brindar contigo el mejor Clarete que jamás has probado, –respondió.
–¿Cree usted que soy un comediante? ¿Me ha llamado usted aquí para actuar semejante comedia extraña? –repliqué con mis labios temblando de indignación.
–No te invité para actuar ninguna comedia, –respondió, –te invité para dar una conferencia sobre la abstinencia a mi gente y lo has hecho de la manera más admirable estos últimos tres días. Aunque no me viste, yo estaba presente en la conferencia de esta noche. Nunca había oído nada tan elocuente sobre ese tema como lo que tú dijiste. Pero, ahora que has cumplido tu deber, yo debo hacer el mío: tratarte como un caballero y beber esta botella de vino contigo.
–Pero, mi señor, –le contesté, –permítame decirle que yo no merecería ser llamado o tratado como caballero si fuera tan vil como para tomar vino después del discurso que di esta noche.
–Discúlpeme si difiero en opinión, –respondió el obispo, –esa gente borracha a quien hablaste tan efectivamente contra los males de intemperancia necesitan esos rigurosos remedios amargos que ofrece el abstemismo. Pero aquí, somos hombres sobrios y caballeros y no queremos tales remedios. Yo nunca pensé que los médicos fueran absolutamente obligados a tomar las píldoras que administran a sus pacientes.
–Espero que Su Señoría no me negará el derecho que usted reclama para sí mismo de diferir en opinión en este asunto. Yo difiero totalmente de usted cuando dice que hombres que beben como usted hace con sus sacerdotes tienen el derecho de llamarse hombres sobrios.
–Temo, Sr. Chíniquy, que te olvides dónde estás y con quién estás hablando en este momento, –replicó el obispo.
Le respondí: –Puede ser que yo haya pilfrado y que sea culpable de un grave error al venir aquí y hablar con usted de esta manera. En ese caso, mi señor, estoy dispuesto a pedirle perdón. Pero antes de retractar lo que he dicho, por favor, permítame preguntarle respetuosamente una cosa muy sencilla.
Luego, sacando de mi bolsillo su discurso escrito y su pública y solemne promesa de nunca tomar ni ofrecer ninguna bebida alcohólica a otros, la leí en voz alta y le pregunté: –¿Es usted el mismo obispo de Detroit, llamado Lefebre, quien hizo esta promesa solemne? Si usted no es el mismo hombre, me retractaré y le pediré perdón, pero si es usted el mismo, no tengo nada que retractar.
Mi respuesta cayó sobre el obispo como un relámpago. Ceceó una explicación ininteligible e insignificante la cual terminó por un coup d’ètat, diciendo: –Mi querido Sr. Chíniquy, no te invité para predicar al obispo, sino solamente a la gente de Detroit.
–Tiene usted razón, mi señor. No fui llamado para predicar al obispo, pero permítame decirle que si yo hubiera supuesto antes que cuando el obispo de Detroit con sus sacerdotes, solemne y públicamente y con su mano derecha en el altar, prometen a nunca tomar ninguna bebida alcohólica, esto significa que ellos beberán y se llenarán de esos detestables licores hasta que hagan añicos a sus cerebros, no les hubiera molestado con mi presencia ni mis comentarios aquí. Sin embargo, permítame decirle a Su Señoría que sea tan amable de buscar a otro conferencista para sus reuniones de abstinencia, porque estoy determinado subir al tren rumbo a Chicago, mañana por la mañana.
No hay necesidad de decir que durante esa conversación penosa, todos los sacerdotes (excepto uno) estaban tan llenos de indignación contra mí como estaban llenos de vino. Dejé la mesa y fui a mi recámara inundado de tristeza y vergüenza. Media hora después, el obispo estaba conmigo instándome a continuar mis conferencias a causa de los temibles escándalos que resultarían a causa de mi salida repentina e inesperada de Detroit. Yo admití que sí habría un gran escándalo, pero le dije que él sería el único responsable por ello a causa de su falta de fe y firmeza.
Al principio, intentó convencerme que fue ordenado a beber por su propio médico para su salud, pero le mostré que eso era una ilusión miserable. Luego, dijo que lamentó lo que ocurrió y confesó que sería mejor si los sacerdotes practicaran lo que predicaban a la gente. Después de esto, me pidió en el nombre de nuestro Señor Jesucristo olvidar los errores de los obispos y sacerdotes de Detroit y pensar sólo del bien que resultaría de la conversión de los innumerables borrachos de esta ciudad. Me habló con tanto fervor que tocó las cuerdas más sensibles de mi corazón y me arrancó la promesa de dar las dos conferencias esperadas.
Al estar a solas, intenté ahogar, en sueño profundo, las tristes emociones de esa noche, pero era imposible. Esa noche resultó ser otra de insomnio para mí. La intemperancia de ese alto dignatario y sus sacerdotes me llenó de horror y repugnancia indecible. Muchas veces durante las horas oscuras de esa noche, oía una voz que me decía: –¿No ves que los obispos y sacerdotes de tu Iglesia no creen una sola palabra de su religión? Su único objetivo es echar polvo en los ojos de la gente y vivir una vida jovial. ¿No ves que no estás siguiendo la Palabra de Dios, sino solamente las vanas y falsas tradiciones de hombres en la Iglesia de Roma? ¡Sal de ella! ¡Rompe el yugo pesado que está sobre ti y sigue la sencilla y pura religión de Jesucristo!
Intenté silenciar esa voz, diciéndome: –Estos pecados no son los pecados de mi santa Iglesia; son los pecados de individuos. ¡No fue la culpa de Cristo que Judas fuera ladrón! Tampoco es la culpa de mi santa Iglesia si este obispo y sus sacerdotes sean borrachos y hombres mundanos. ¿Adónde iría, si saliera de mi Iglesia? ¿No hallaría borrachos e infieles dondequiera que fuera en búsqueda de una mejor religión?
Con la esperanza de que el primer aire fresco de la mañana me hiciera bien, salí al hermoso jardín alrededor de la residencia episcopal. Pero, ¡Qué sorpresa me dio ver al obispo apoyándose en un árbol con un pañuelo sobre su rostro bañado en lágrimas. Le dije: –Mi querido obispo, ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora y lamenta a una hora tan temprana?
Apretando convulsivamente mi mano con la suya, respondió: –Querido Padre Chíniquy, ¿No sabes todavía la terrible tragedia que me ha sucedido esta noche?
–¿Cuál calamidad? –pregunté.–¿Recuerdes, –respondió, –ese joven sacerdote que estaba sentado a tu derecha anoche? Bueno, él se marchó durante la noche con la esposa de un joven que había seducido y me robó cuatro mil dólares antes de irse.
–No me sorprende en ninguna manera, –respondí, –cuando la sangre de un hombre hierve con esos licores de fuego, es totalmente absurdo creer que guardará su voto de castidad.
–Tienes razón, tienes razón. Dios Todopoderoso me ha castigado por quebrantar la promesa pública que hice. Queremos una reforma aquí y la tendremos, –contestó.
Por supuesto, los dos días siguientes en que fui el invitado del Obispo Lefebre, ni una gota de bebida alcohólica se veía en su mesa. Pero yo sé que no muchos días después, ese representante del Papa nuevamente olvidó sus votos solemnes y siguió tomando con sus sacerdotes hasta que murió la muerte más miserable en 1875.