C A P I T U L O 40
El 15 de agosto de 1850, prediqué en la catedral de Montreal sobre el poder  de la bendita Virgen María en el cielo para interceder por los pecadores. Nada  parecía más natural que orar a ella y confiar en su protección. Por supuesto, mi  discurso era más sentimental que bíblico, pero entonces yo creía sinceramente lo  que decía.
–¿Quién entre ustedes, mi queridos hermanos, –dije a la gente, –rehusaría  cualquier demanda razonable de una madre amada? ¿Quién entristecería a su  corazón amoroso rehusándole una petición cuando tiene el poder para  concedérsela? Por mi parte, si viviera todavía mi madre amada, yo preferiría que  me machacaran la mano derecha y la quemaran hasta cenizas o que me cortaran la  lengua antes de decir no a mi madre, pidiéndome cualquier favor que yo pudiera  otorgarle.
–Este respeto y obediencia a nuestras madres, Cristo Jesús, el Hijo de Dios,  lo practicó a la perfección. Aunque era Dios y hombre, él vivía en perfecta  sumisión a la voluntad de su madre. El Evangelio dice en referencia a sus  padres, José y María: El estaba sujeto a ellos (Lu.2:51). ¡Cuán grandiosa y  resplandeciente revelación tenemos en estas pocas palabras: Jesús estaba sujeto  a María! No está escrito que Jesús es el mismo ayer, hoy y para siempre?  (He.13:8) El no ha cambiado. Es todavía el hijo de María hoy, así como lo era a  la edad de doce años. Por esta razón nuestra santa Iglesia nos invita a poner  nuestra confianza ilimitada en su intercesión. Puesto que Jesús siempre le  concede sus peticiones, presentemos nuestras peticiones a ella si queremos  recibir los favores que deseamos.
–La segunda razón por la que todos tenemos que acudir a María es porque somos  pecadores rebeldes ante los ojos de Dios. Jesucristo ciertamente es nuestro  Salvador, pero también es un Dios infinitamente justo e infinitamente santo. El  aborrece nuestros pecados con un odio infinito.
–Si le hubiéramos amado y servido fielmente, podríamos acudir a él con la  esperanza y seguridad de ser bienvenidos. Pero le hemos olvidado y ofendido;  hemos pisoteado su sangre debajo de nuestros pies; nos hemos unido con aquellos  que lo clavaron en la cruz; hemos traspasado su corazón con la lanza y derramado  su sangre hasta la última gota. ¿Cómo osaríamos acercarnos a él y cruzar nuestra  mirada con la de él? Por esta razón, nuestra santa Iglesia, hablando a través de  su infalible Pontífice Supremo, el Vicario de Cristo, Gregorio XVI, nos ha dicho  de la manera más solemne que María es la única esperanza de los  pecadores.
Concluyendo mis argumentos, agregué: –Jesús tiene mil razones buenas para  rehusar nuestras peticiones, si somos tan descarados como para hablarle nosotros  mismos. Pero miren a la diestra de nuestro rey ofendido y he aquí su querida y  divina madre. Ella es la madre de ustedes también, porque es a todos nosotros  igual que a Juan que Cristo dijo en la cruz, refiriéndose a María: He aquí, tú  madre. (Jn.19:27) Jesús nunca ha rehusado un favor pedido por la Reina del  Cielo. El no puede reprender a su madre; acudamos a ella y pidámosle que sea  nuestra abogada para que defienda nuestra causa y ella lo hará. Pidamos a ella  nuestro perdón y ella lo obtendrá.
Mi sermón había hecho una visible y profunda impresión. El Obispo Prince me  dio las gracias y me felicitó por el buen efecto que se vio en la gente.  Sinceramente creí que había dicho lo más verdadero y correcto delante de  Dios.
Antes de dormir, tomé mi Biblia como siempre y me arrodillé delante de Dios.  Leí el capítulo doce de Mateo con un corazón devoto y un sincero deseo de  entender. Extrañamente, cuando llegué al versículo cuarenta y seis sentí una  admiración misteriosa como si hubiera entrado por primera vez a una tierra muy  nueva y santa.
Aunque había leído ese versículo y los que siguen muchas veces, llegaron a mi  mente con una frescura como si nunca los hubiera leído antes. Lentamente y con  intensa atención, contemplé la llegada de María a la casa para encontrarse con  su divino hijo que había estado tanto tiempo ausente de ella. ¡Mi corazón  palpitaba de gozo ante el privilegio de presenciar esa entrevista y oír las  respetuosas palabras que Jesús dirigiría a su madre!
Con mi corazón y alma estremecidos con estos sentimientos, leí  lentamente:
“Mientras él aún hablaba a la gente, he aquí su madre y sus hermanos estaban  afuera y querían hablarle. Y le dijo uno: He aquí, tu madre y tus hermanos están  fuera y quieren hablarte. Respondiendo él a quien le decía esto, dijo: ¿Quién es  mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos,  dijo: ¡He aquí, mi madre y mis hermanos! Porque todo aquel que hace la voluntad  de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.”  (Mt. 12: 46-50)
Apenas terminé de leer el último versículo cuando grandes gotas de sudor  empezaron a fluir por mi rostro, mi corazón latía con tremenda velocidad y casi  me desmayé. Me senté en mi sillón esperando en cualquier momento caer al suelo.  Sólo los que han oído el ruido tronante de las cataratas de Niágara y han  sentido el temblor de las rocas debajo de sus pies tienen idea de lo que sentí  en esa hora de agonía. Mi conciencia retumbaba como la voz de mil Niágaras  diciéndome: –Predicaste una mentira sacrílega esta mañana cuando dijiste a tu  congregación ignorante y engañada que Jesús siempre le concede las peticiones de  su madre, María. ¿No te da vergüenza engañarte a ti mismo y a tus pobres  compatriotas con semejantes falsedades absurdas?
–Leelo nuevamente y comprende que lejos de concederle todas sus peticiones a  María, Jesús siempre, excepto como niño, ha dicho no a su peticiones. Cuando  ella le pedía algo en público, él siempre la reprendía. ¿Le faltó amor y respeto  cuando le dio esa reprensión? ¡No! Nunca un hijo había amado y respetado más a  su madre que él, pero era una protesta solemne contra la adoración blasfema a  María como se practica en la Iglesia de Roma.
Me sentí tan confundido por la voz que me conmovía hasta los huesos que pensé  por un momento que estaba poseído por un demonio. –¡Dios mío! –clamé, –¡Ten  misericordia de mí! ¡Socórreme! ¡Sálvame de las manos de mis enemigos! Rápido  como un relámpago vino la respuesta: –No es la voz de Satanás la que oyes. Soy  Yo, tu Salvador y tu Dios el que hablo. Lee cómo Marcos, Lucas y Juan te dicen  cómo yo recibía sus peticiones desde el día en que comencé a trabajar y hablar  públicamente como el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Tomé mi Biblia y leí:
Viniendo después su madre y sus hermanos y quedándose afuera, enviaron a  llamarle y la gente que estaba alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos  están afuera y te buscan. El les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis  hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí,  mi madre y mis hermanos; porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es  mi hermano, mi hermana y mi madre. (Mc.3:31-35)
La voz siguió: –¿No ves que predicas una mentira blasfema cada vez que dices  que Jesús siempre concedía las peticiones de su madre?
Nuevamente, impotente  para aplacar los pensamientos que despiadadamente conmovían mi fe y derribaban  el respeto que tenía por mi Iglesia, vino a mi mente que San Lucas narra esta  entrevista de una manera muy diferente. Pero, ¿Cómo hallaré palabras para  expresar mi angustia cuando vi que la reprensión de Jesucristo fue expresada de  una manera aún más severa por San Lucas!
Estos tres parecían decirme: ¿Cómo te atreves a predicar junto con tu Iglesia  apóstata y mentirosa que Jesús siempre concedía las peticiones de María, cuando  nosotros fuimos ordenados por Dios a escribir y proclamar que todas las  peticiones públicas que ella le presentó cuando trabajaba como el Hijo de Dios y  el Salvador del mundo, fueron contestadas por una reprensión pública.
¿Qué podía responder? Temblando de cabeza a pies, caí de rodillas clamando a  la Virgen María que acudiera a mi auxilio y le pedí que no sucumbiera a esta  tentación y perdiera mi fe y confianza en ella. Pero entre más oraba, más fuerte  la voz parecía decirme: –¿Cómo te atreves a predicar semejante mentira cuando  nosotros te decimos lo contrario por orden de Dios mismo!
En vano lloraba, oraba, clamaba y luchaba desde las diez de la noche hasta  las tres de la mañana. De repente, el milagro de cambiar el agua en vino que  Cristo hizo a petición de su madre vino a mi mente. Sentí una esperanza  momentánea de que en este caso el Salvador había obedecido a las demandas de su  Santa Madre. Ansiosamente abrí mi Biblia y leí:
Al tercer día se hicieron unas bodas en Caná de Galilea y estaba allí la  madre de Jesús. Y fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos. Y  faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué  tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora. Su madre dijo a los que  servían: Haced todo lo que os dijere. (Jn. 2 :1-5)
Yo siempre aceptaba ese texto como prueba de que el primerísimo milagro de  Jesucristo fue hecho a petición de su madre. Yo estaba preparándome para  responder a los tres testigos: –Aquí está la prueba de mi confianza en la  intercesión de María; aquí está el sello de su irresistible poder sobrehumano  sobre su hijo divino. ¡Aquí está la evidencia innegable que Jesús no puede  rehusar cosa alguna que su madre le pida!
Armado con estas explicaciones de la Iglesia, estaba a punto de confrontar lo  que San Mateo, San Marcos y San Lucas me decían cuando de repente, vino a mi  mente un pensamiento angustioso como si los tres testigos me dijeran: ¿Cómo  puedes estar tan ciego como para no ver que en lugar de ser un favor concedido a  María, este primer milagro es la primera oportunidad escogida por Cristo para  protestar en contra de la intercesión de ella! Es una advertencia solemne a  María a nunca interponerse ante las necesidades de otros y para nosotros a nunca  confiar en su intervención. Aquí, María evidentemente llena de compasión por esa  pobre gente que no tenía los medios para proveer el vino para los invitados que  habían venido con Jesús, quiere que su hijo les dé lo que les hacía falta. ¿Cómo  responde Cristo a su petición? El responde con una reprensión, una solemne  reprensión... En lugar de decir: Sí, Madre, haré lo que deseas; él dice: ¡Mujer!  ¿Qué tienes conmigo?. Esto claramente significa: Mujer, no tienes nada que ver  en este asunto. No quiero que te interpongas entre las necesidades de la  humanidad y yo. No quiero que el mundo crea que tú tengas algún derecho, poder o  influencia sobre mí o más compasión ante las miserias del hombre de la que yo  tengo. Mujer, es solamente a mí a quien los hijos perdidos de Adán tienen que  acudir para ser salvos. ¿Qué tienes conmigo en mi gran obra de salvar a este  mundo perdido? Nada, absolutamente nada. Yo vengo a cumplir, no tu voluntad,  sino la voluntad de mi Padre.
Esto es lo que Jesús quiso decir con la solemne reprensión que dio a María.  Quería desterrar toda idea de que ella se convertiría en intercesora entre el  hombre y Cristo. El quería protestar contra la doctrina de la Iglesia de Roma.  María lo entendió bien, porque ella dijo: Haced todo lo que él os dijere. Nunca  vengan a mí, vayan a él.
Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podemos  ser salvos. (Hch.4:12)
Cada uno de estos pensamientos golpeó contra mi alma angustiada como un  huracán. Cada frase era como el resplandor de relámpagos en una noche oscura.  Hasta el amanecer, me sentí impotente contra los esfuerzos de Dios de destruir y  derribar la inmensa fortaleza de los sofismos, falsedades e idolatrías que Roma  había construido alrededor de mi alma. ¡Qué cosa tan horrenda es luchar contra  el Señor!
Durante las largas horas de esa noche, mi Dios contendía conmigo y yo luchaba  contra él. Pero aunque todo se derrumbó hasta el polvo, no fui vencido. Mi  entendimiento estaba casi convencido, pero mi voluntad rebelde y orgullosa no  estaba dispuesta a rendirse.
Por la mañana mis ojos estaban rojos y mi cara hinchada y en el desayuno el  Obispo Prince me dijo: –Tus ojos se ven como si hubieras llorado toda la  noche.
–Su Señoría tiene razón al pensar que he llorado toda la noche, –le respondí.  (El Obispo Prince había sido mi amigo personal desde el tiempo en que entré al  Colegio Nicolet donde él había sido profesor de retórica.)
El obispo replicó: –¿Puedo saber la causa de tu dolor?
–Sí, mi señor, –le dije, –las tentaciones más horribles contra nuestra santa  religión me asaltaron toda la noche. Usted me felicitó ayer al comprobar que  Jesús siempre concede las peticiones de su madre y que él no puede rehusarle  ningún favor. Toda la noche se me ha dicho que esta es una mentira blasfema. Por  medio de las Escrituras he sido casi convencido que usted y yo como también  nuestra santa Iglesia predicamos una falsedad blasfema siempre que proclamamos  las doctrinas de la adoración a María.
El pobre obispo pronto respondió: –Espero que no has cedido a esas  tentaciones para convertirte en Protestante como tantos de tus enemigos  susurran.
Es mi esperanza, mi señor, –le contesté, –que nuestro Dios misericordioso me  guardará hasta el fin de mi vida como un sumiso y fiel sacerdote de nuestra  santa Iglesia. Sin embargo, no puedo ocultar de Su Señoría que mi fe fue  terriblemente conmovida anoche. Como obispo, su porción de luz y sabiduría ha de  ser mayor que la mía. Por favor, ¿Cómo reconcilia usted esa proposición con este  texto. Le di el Evangelio de Mateo señalándole los últimos cinco versículos del  capítulo doce.
El los leyó y dijo: –Ahora, ¿Qué quieres saber?
–Mi señor, –le dije, –quiero preguntarle respetuosamente, ¿Cómo podemos decir  que Jesús siempre ha concedido las peticiones de su madre cuando este Evangelio  dice exactamente lo opuesto? ¿No debemos temer que proclamamos una falsedad  blasfema cuando apoyamos una proposición que contradice directamente al  Evangelio?
El pobre obispo parecía estar absolutamente confundido por esta sencilla y  honesta pregunta. Yo también me sentía confundido y triste por su humillación.  Empezando una frase se daba por vencido o intentando usar argumentos, no podía  llegar a una conclusión. Me parecía que él nunca había leído ese texto o, como  yo y el resto de los sacerdotes de Roma, nunca había notado que derrumbaba  completamente a la adoración a María. Para ayudarle a salir de las dificultades  en las cuales le había empujado, en seguida le dije: –Mi señor, ¿Me permite  hacerle algunas preguntas?
–Con gusto, –respondió.
–Bien, mi señor, ¿Quién vino a este mundo para salvar a usted y a mí, Jesús o  María?
El obispo respondió: –Fue Jesús.
Luego le pregunté: –Cuando Jesús y María estaban en la tierra, ¿Quién amó a  los pecadores con un amor más salvador y eficaz?
–Jesús siendo Dios, su amor evidentemente era más eficaz y salvador que el de  María, –respondió el obispo.
–Y, ¿A quién invitó Jesús a los pecadores para buscar su salvación, a sí  mismo o a María? –pregunté nuevamente.
El obispo contestó: –Jesús dijo, venid a mí. Nunca dijo que fueran a  María.
–¿Tenemos algún ejemplo en las Escrituras de pecadores, temiendo ser  reprendidos por Jesús, que hayan ido a María para obtener acceso a Jesús por  medio de ella y que hayan sido salvados por medio de su intercesión?
–No recuerdo ningún caso, –replicó el obispo.
–Entonces, –le pregunté: –¿A quién se dirigió el malhechor penitente en la  cruz para ser salvo, a Jesús o a María?
–A Jesús, –replicó el obispo.
–¿Hizo bien el malhechor penitente en dirigirse a Jesús en la cruz en lugar  de María, quien estaba a sus pies?
–Seguramente hizo mejor, –respondió el obispo.
–Ahora, mi señor, –le dije, –permíteme hacerle una sola pregunta más. Por  favor, dígame, ¿Cree usted que ahora que Jesús está en el cielo sentado a la  diestra de su Padre, habrá perdido algo de su amor, superior y misericordioso,  por los pecadores? Y si es así, ¿Puede comprobar que lo que perdió Jesús, lo  haya ganado María?
–No creo que Cristo haya perdido nada de su amor ni poder para salvarnos  ahora que está en el cielo, –respondió el obispo.
–Ahora, mi señor, –le dije, –si Jesús es todavía mi mejor amigo, mi amigo más  misericordioso y amoroso, ¿Por qué no debo acudir directamente a él? ¿Por qué  debemos por un solo momento acudir a alguien que está infinitamente inferior en  poder, amor y misericordia para obtener nuestra salvación?
El obispo estaba pasmado por mis preguntas. Tartamudeó una respuesta  ininteligible y se disculpó a causa de algún asunto pendiente. Extendiéndome la  mano antes de salir, dijo: –Hallarás la respuesta a tus preguntas y dificultades  en los Santos Padres.
–¿Me puede prestar los Santos Padres, mi señor?
Replicó: –No, señor, no los tengo.
Esta última respuesta de mi obispo dejó mi mente en un estado de gran  angustia. Con el sincero deseo de hallar en los Santo Padres alguna explicación  para disipar mi dudas penosas, fui inmediatamente al Sr. Fabre el gran librero  de Montreal, quien obtuvo de Francia la edición espléndida de los Santos Padres  por Migne. Yo estudié con suma atención cada página donde pudiera hallar lo que  ellos enseñaban sobre la adoración a María y la doctrina de que Jesucristo nunca  le había rehusado ninguna petición dirigida a ella.
¡Cuál fue mi desolación y vergüenza al descubrir que los Santos Padres de los  primeros seis siglos nunca pregonaron la adoración a María. Las muchas páginas  elocuentes sobre el poder de María en el cielo y su amor por los pecadores  halladas en mis teólogos y otros libros ascéticos, que había leído antes, no  eran más que mentiras impudentes, adiciones intercaladas en sus obras cien años  después de su muerte. Después de descubrir estas falsificaciones de las cuales  mi Iglesia era culpable, cuántas veces en el silencio de mis largas noches de  estudio y meditación devocional oía una voz diciéndome: –¡Sal fuera de  Babilonia!
Pero, ¿A dónde podría ir? ¿Podría hallar fuera de la Iglesia de Roma esa  salvación que se encontraba solamente dentro de sus muros? Yo decía a mí mismo:  –Ciertamente hay algunos errores en mi querida Iglesia, pero, ¿No hallaría  errores todavía más condenables entre los cientos de iglesias Protestantes que  bajo los nombres de Episcopales, Bautistas, Presbiterianos, Metodistas, etc.  están divididas y subdivididas en veintenas de sectas desdeñables y que se  anatemizan y se denuncian unos a otros delante del mundo?
Mis ideas de la gran familia de las iglesias evangélicas compuestas bajo el  nombre general de Protestantismo era en aquel entonces tan exagerado que era  absolutamente imposible para mí hallar en ellos esa unidad que yo consideraba  tan esencial a la Iglesia de Cristo. La hora todavía no había llegado cuando mi  querido Salvador me haría entender sus palabras sublimes: Yo soy la vid  verdadera y vosotros sois los pámpanos.
Después, al estar debajo de una hermosa vid en mi jardín lo entendí. Nunca vi  dos pámpanos iguales en esa vid prolífica. Algunos pámpanos eran muy grandes,  otros muy delgados, algunos muy largos, otros muy cortos, algunos subiendo,  otros bajando, algunos rectos como una flecha, otros tan torcidos como un  relámpago, algunos volteados al occidente y otros al oriente. Pero aunque los  pámpanos se deferían unos de los otros en tantas formas, todos dieron excelente  fruto entretanto que permanecían unidos a la vid.
C A P I T U L O 41
El trabajo más desconsolador de un sincero sacerdote Católico es el estudio  de los Santos Padres. No da un solo paso en el laberinto de sus discusiones y  controversias sin ver desvanecerse los sueños de sus estudios teológicos y  opiniones religiosas. Obligado por un juramento solemne a interpretar las Santas  Escrituras solamente según el consenso unánime de los Santos Padres, la primera  cosa que le angustia es su absoluta falta de unanimidad sobre la mayor parte de  los temas que discuten. Es un hecho que más de 2/3 de lo que un Santo Padre  escribió, fue para probar que lo que algún otro Santo Padre escribió estaba  equivocado o hereje.
El estudiante de los Padres también descubre que muchos de ellos contradicen  a sí mismos, que recientemente cambiaron de opinión, o que ahora sostienen como  verdad salvadora lo que anteriormente condenaban como errores de herejía. ¿Qué  será del juramento solemne de todo sacerdote ante este hecho innegable?
Es cierto que en mis libros de teología Católico-romana había largos  extractos de los Santos Padres apoyando y confirmando mi fe en esos dogmas. Por  ejemplo, tenían las liturgias apostólicas de San Pedro, San Marcos y Santiago  para probar que el sacrificio de la misa, el purgatorio, los rezos por los  muertos, la transubstanciación eran creídos y enseñados desde los mismos días de  los apóstoles. Pero grande fue mi asombro cuando descubrí que esas liturgias no  eran más que una vil y atrevida falsificación presentada al mundo por los Papas  y la Iglesia como verdades del Evangelio. No pude hallar palabras para expresar  mis sentimientos de vergüenza y consternación. ¿Qué derecho tiene mi Iglesia de  llamarse santa e infalible, cuando es públicamente culpable de semejantes  mentiras.
Desde mi infancia, había sido enseñado, igual que todo Católico-romano, que  María es la Madre de Dios y muchas veces cada día rezaba a ella, diciendo: Santa  María, Madre de Dios, ruega por mí. Pero cuánta fue mi angustia cuando leí en el  Tratado sobre Fe y Credo por Agustín, estas palabras: Cuando el Señor dijo:  Mujer, ¿Qué tienes conmigo? Mi hora no ha llegado., nos da a entender que en lo  que respecta a él como Dios, para él no había madre. Esto desmenuzó tan  completamente las enseñanzas de mi Iglesia, diciéndome que es una blasfemia  llamar a María: Madre de Dios, que me sentí atónito.
Podría escribir varios tomos si mi plan fuera contar la historia de mis  agonías mentales al leer los Santos Padres. Así herido, lo manifesté al Sr.  Brassard, diciendo: –¿No ve usted aquí la prueba indiscutible de lo que yo le he  dicho muchas veces que durante los primeros seis siglos del Cristianismo no  hallamos la menor evidencia de que hubiera semejante dogma del poder supremo y  autoridad del obispo de Roma, ni de ningún otro obispo, sobre el resto del mundo  Cristiano?
–Mi querido Chíniquy, –respondió el Sr. Brassard, –¿No te dije, cuando  compraste los Santos Padres, que estabas haciendo algo tonto y peligroso? Como  tú eres el único sacerdote en Canadá que tiene los Santos Padres, en muchas  esferas se cree y se dice que los obtuviste por orgullo para elevarte por encima  del resto del clero. Veo, con pesar, que estás perdiendo rápidamente el respeto  del obispo y de los sacerdotes en general a causa de tu perseverancia  indomitable en dedicar todo tu tiempo libre al estudio. También eres demasiado  abierto e imprudente en hablar de lo que llamas las contradicciones de los  Santos Padres y su falta de armonía con algunas de nuestras opiniones  religiosas.
Muchos dicen que esta aplicación demasiada intensa al estudio, sin un solo  momento de distracción, trastornará tu inteligencia y afligirá tu mente. Aun  susurran que no se sorprenderían si la lectura de la Biblia y los Santos Padres  te conduzcan al abismo del Protestantismo. Yo sé que están equivocados y haré  todo lo que pueda para defenderte. Pero creo que, como tu amigo más devoto, es  mi deber decirte estas cosas y advertírtelo antes de que sea demasiado  tarde.
Repliqué: –El Obispo Prince me dijo las mismas cosas y le daré la misma  respuesta que le di a él: Cuando usted ordena a un sacerdote, ¿No le obliga a  jurar que nunca interpretará las Santas Escrituras excepto según el consenso  unánime de los Santos Padres? ¿Cómo podemos saber su consenso unánime si no los  estudiamos? ¿No es todavía más extraño que no sólo los sacerdote no estudian los  Santos Padres, sino que el único en Canadá que intenta estudiarlos es  ridiculizado y sospechado de herejía? ¿Es culpa mía si esta piedra preciosa  llamada Consenso unánime de los Santos Padres que es el mismo fundamento de  nuestra creencia y enseñanza religiosa, no se encuentre en ninguna parte? ¿Es  culpa mía si Origen nunca creyó en el castigo eterno de los condenados; si San  Cipriano negó la autoridad suprema del obispo de Roma; si San Agustín dice  positivamente que nadie está obligado a creer en el purgatorio; si San Juan  Crisóstomo negó públicamente la obligación de la confesión auricular y la  presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía? ¿Es culpa mía si uno de  los Papas más instruidos y santos, Gregorio Magno, haya llamado Anticristo” a  todos sus sucesores por tomar el título de Pontífice Supremo y por intentar  convencer al mundo que ellos, por autoridad divina, tienen una jurisdicción y  poder supremo sobre toda la Iglesia?”
–Y, ¿Qué te contestó el obispo? –replicó el Sr. Brassard.
–Igual que usted, expresando sus temores que el estudio de la Biblia y los  Santos Padres me mandaría a un manicomio o me conduciría al abismo del  Protestantismo.
–Yo le contesté: Entretanto que Dios mantenga sana mi inteligencia, nunca  podría unirme a los Protestantes. Porque las sectas innumerables y ridículas de  esos herejes son el mejor antídoto contra sus errores venenosos. Permaneceré  como buen Católico, no a causa de los Santos Padres y su unanimidad inexistente,  sino a causa de la grandiosa unanimidad de los profetas, apóstoles y  evangelistas con Jesucristo. Mi fe será fundada no sobre las palabras falibles,  oscuras y vacilantes de Origen, Tertuliano, Crisóstomo, Agustín o Jerónimo, sino  en las palabras infalibles de Jesús, el Hijo de Dios y sus escritores  inspirados: Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Pedro, Santiago y Pablo. Es Jesús y no  Origen quien me guiará ahora, porque éste es un pecador como yo, pero aquél es  para siempre mi Salvador y mi Dios. Yo sé lo suficiente sobre los Santos Padres  para asegurar a Su Señoría que el juramento que hacemos de interpretar la  palabra de Dios según su consenso unánime es una pifia miserable, si no un  perjurio blasfemo. Es evidente que Pío IV, quien impuso la obligación de este  juramento sobre todos nosotros, nunca leyó un solo tomo de los Santos Padres. El  no hubiera sido culpable de semejante pifia increíble si hubiera supuesto que  los Santos Padres están unánimes en una sola cosa: de diferirse los unos de los  otros en casi todo.
–Y, ¿Qué respondió mi Sr. Prince a esto? –preguntó el Sr. Brassard.
–Igual que cuando le abordé sobre el tema de la Virgen María: mirando a su  reloj, terminó bruscamente esa conversación, diciendo que tenía una cita muy  importante en esa misma hora.
Poco tiempo después de esa penosa conversación sobre los Santos Padres, era  la voluntad de mi Dios que una nueva flecha fuera clavada en mi conciencia  Católico-romana. Fui invitado a dar un curso de tres sermones en Varennes. Iba  saliendo de la iglesia con el cura cuando se encontró con nosotros un hombre  pobre vestido de harapos. Sus pálidos y temblorosos labios indicaban que fue  reducido al grado más bajo de miseria humana. Quitando su sombrero en señal de  respeto por nosotros, dijo al Rev. Primeau con una voz temblorosa: –Usted sabe,  señor, que mi esposa fue enterrada hace diez días. Yo estaba demasiado  necesitado para mandar cantar un servicio fúnebre el día que fue enterrada. Temo  que ella está en el purgatorio, porque casi todas las noches en mis sueños la  veo envuelta en llamas ardientes. Me grita por ayuda y me pide que mande cantar  una misa mayor por el descanso de su alma. Vengo a suplicarle que sea tan amable  de cantar esa misa mayor por ella.
El cura respondió: –Por supuesto, su esposa está en las llamas del purgatorio  y sufre allí torturas indecibles; pueden ser aliviadas solamente ofreciendo el  santo sacrificio de la misa. Déme cinco dólares y cantaré esa misa mañana por la  mañana.
–Usted sabe muy bien, señor Le Cure, –respondió el pobre hombre en el tono  más suplicante, –que mi esposa y yo hemos estado enfermos la mayor parte del  año. ¡Soy demasiado pobre para darle cinco dólares!
–Si no puede pagar, no se puede cantar ninguna misa. Usted sabe las reglas;  no está en mi poder cambiarlas, –el cura dijo estas palabras en un tono altivo e  insensible en contraste total con la angustia solemne del pobre hombre enfermo.  Sus palabras me causaron mucha pena, porque sentí compasión por el hombre. Yo  sabía que el cura vivía muy cómodamente, estaba a la cabeza de una de las  parroquias más ricas de Canadá y que él tenía varios miles de dólares en el  banco. Yo esperaba, al principio que bondadosamente le concediera la petición  sin hablar del pago, pero fui decepcionado.
Mi primer pensamiento, después de oír esta dura reprensión, era sacar de mi  bolsa una de las varias monedas de cinco dólares oro que yo traía y dársela al  pobre hombre, pero fui impedido por el temor de insultar a este sacerdote que  era mayor de edad que yo y por quien siempre tenía gran respeto. Sabía que él  habría creído que mi acción fuera una condenación de su conducta.
Mientras yo sentía vergüenza de mi propia cobardía, le dijo al pobre hombre  desconcertado: –Esa mujer es tu esposa, no la mía; entonces, es responsabilidad  suya y no mía, procurar sacarla del purgatorio.
Volteando a mí, dijo muy amablemente: –Por favor, señor, vamos a  merendar.
Apenas empezamos a caminar cuando el pobre hombre, elevando su voz, dijo de  una manera muy conmovedora: –No puedo dejar a mi pobre esposa en las llamas del  purgatorio. Si no puede cantar una misa mayor, por favor, ¿Podría decir cinco  misas rezadas para rescatar su alma de esas llamas ardientes?
El sacerdote volteó a él y le dijo: –Sí, puedo decir cinco misas para sacar  el alma de su esposa del purgatorio, pero déme cinco chelines, porque usted sabe  que el precio de una misa rezada es un chelín.
El pobre hombre respondió: –No puedo darle un dólar mucho menos cinco. No  tengo ni un centavo y mis tres pobres niñitos están desnudos y muriéndose de  hambre.
–¡Bien, bien! –dijo el cura, –cuando pasé esta mañana por tu casa, vi a dos  hermosos lechoncitos. Déme uno de ellos y diré cinco misas rezadas.
El pobre hombre dijo: –Esos puerquitos me fueron regalados por un vecino  caritativo para que yo los criara para alimentar a mis pobres hijos el próximo  invierno. Seguramente morirán de hambre si le entrego mis puercos.
Yo ya no pude soportar escuchar más de ese extraño diálogo. Estaba fuera de  mí con vergüenza y repugnancia. Bruscamente dejé al mercader de almas terminar  sus gangas y entré a mi recámara, cerrando la puerta con llave y caí de rodillas  para llorar hasta quedar satisfecho.
Un cuarto de hora más tarde, el cura llamó a mi puerta y dijo: –¡La merienda  está lista, por favor, baje!
Le respondí: –No me siento bien, quiero descansar. Por favor, discúlpeme si  no meriendo esta noche.
Se requeriría una pluma más elocuente que la mía para contar la historia  correcta de esa noche de insomnio. Las horas eran oscuras y largas. –¡Dios mío,  Dios mío! –clamé mil veces, –¿Será posible que en mi tan querida Iglesia de  Roma, pudiera haber semejantes abominaciones como las que he visto hoy? ¡Oh,  cuán cruel, cuán despiadados somos nosotros tus sacerdotes si es que en verdad  somos tus sacerdotes! ¿No es una blasfemia llamarnos tus sacerdotes cuando no  solamente no sacrificamos nada de nosotros por salvar a esa alma, sino que  dejamos a ese esposo y sus huérfanos morir de hambre? ¿Qué derecho tenemos de  arrancar semejantes cantidades de dinero de tus pobres hijos para ayudarles a  salir del purgatorio? ¿No dicen tus apóstoles que solamente tu sangre puede  purificar el alma? Existirá en verdad semejante prisión de fuego para los  pecadores después de la muerte? Pues, ni tú ni ninguno de tus apóstoles la  mencionan. Varios de los Padres consideran que el purgatorio es de origen  pagano. Tertuliano habló de él sólo después de haber ingresado a la secta de los  montañistas y confesó que no fue por las Escrituras, sino por la inspiración del  Paracleto de Montaño, que él supo algo del purgatorio. Agustín, el más instruido  y piadoso de los Santos Padres, afirma que no se halla el purgatorio en la  Biblia y dice positivamente que su existencia es dudosa y que cada quien puede  creer de ello como le parezca apropiado. ¿Será posible que yo sea tan mezquino  como para rehusar a extender una mano de ayuda a ese pobre hombre angustiado por  temor de ofender al cruel sacerdote? Nosotros los sacerdotes creemos y decimos  que podemos ayudar a las almas salir del horno ardiente del purgatorio por  nuestras oraciones y misas, pero en lugar de apresurarnos a rescatarlas,  volteamos a sus padres, amigos o hijos de los difuntos y decimos: –¡Déme cinco  dólares, déme un chelín y pondré fin a esas torturas! ¡Pero si rehúsan darnos  ese dinero, dejamos a su padre, esposo, esposa, hijo o amigo soportar esas  torturas, cientos de años más!
Pasé la mañana siguiente oyendo confesiones. Luego, di un sermón sobre la  malicia del pecado, la causa del sufrimiento de Cristo en la cruz. Este sermón  dio una feliz diversión a mi mente. Después del sermón, el cura me tomó por la  mano y me llevó al comedor donde me dio, a pesar de mí mismo, el lugar de  honor.
El tenía la reputación de tener una de las mejores cocineras de Canadá. Los  platillos delante de nuestros ojos no disminuían su reputación. El primer  platillo era un lechón asado con un arte y perfección como nunca había  visto. Parecía un trozo de oro puro y su olor hubiera hecho agua a la boca del  más penitente anacoreta.
No había probado nada durante las previas veinticuatro horas y además delante  de mí estaba mi platillo favorito. Mi cuchillo y tenedor pronto hicieron su  trabajo. Estaba a punto de meter el primer bocado suculento en mi boca cuando,  de repente, el recuerdo del lechón de aquel pobre hombre vino a mi mente.  Coloqué el trozo en mi plato y con penosa ansiedad le dije al cura: –¿Me permite  hacerle una pregunta acerca de este platillo?
–¡Claro que sí! Pregúntame no sólo una, sino dos preguntas y con gusto las  contestaré lo mejor que pueda, –respondió con sus finos modales.
–¿Es éste el lechón del pobre hombre de ayer? –pregunté.
Con un ataque de risa convulsiva replicó: –¡Sí, precisamente! ¡Si no podemos  sacar el alma de la pobre mujer de las llamas del purgatorio, en todo caso, sí,  comeremos un fino lechón! Los otros trece sacerdotes llenaron el salón de risa  para mostrar su aprecio por el ingenio de su anfitrión.
Sin embargo, su risa no era de larga duración. Con un sentimiento de  vergüenza e indignación empujé el plato con tal fuerza que cruzó la mesa y casi  cayó al suelo, diciendo con una repugnancia que ninguna pluma puede describir:  –Preferiría morirme de hambre que comer este abominable platillo. Veo en él, las  lágrimas de ese pobre hombre; veo la sangre de sus niños hambrientos y es el  precio de un alma.
–¡No, no, caballeros! ¡No lo toquen! Usted sabe, señor cura, cómo 30,000  sacerdotes y monjes fueron exterminados en Francia en los días sangrientos de  1792. Fue por iniquidades semejantes a esta que el Dios Todopoderoso visitó la  Iglesia en Francia. El mismo futuro nos espera aquí en Canadá el día que la  gente se despierta de su sueño y vean que en lugar de ser ministros de Cristo,  somos unos viles mercaderes de almas bajo el disfraz de religión.
El pobre cura aturdido por la solemnidad de mis palabras como también por la  culpa de su conciencia, murmuró una excusa. El lechón permaneció sin tocarse y  el resto de la comida tenía más la apariencia de una ceremonia fúnebre que de un  convivio. Por la misericordia de Dios, había redimido mi cobardía del día  anterior, pero había herido mortalmente los sentimientos del cura y sus amigos y  perdí para siempre su buena voluntad.
C A P I T U L O 42
El 15 de diciembre de 1850, recibí una carta del obispo de Chicago, Olid Vandeveld, pidiéndome que me uniese con él y llegara a ser su sucesor.
Me contó de las ricas tierras fértiles de Illinois y del valle Mississippi. Es nuestra intención tomar posesión, sin ruido, de esa vasta y magnífica región en el nombre de nuestra santa Iglesia. escribió. Su plan era unir el flujo de inmigrantes Católicos, franceses, canadienses y belgas esparcidos en las ciudades de los Estados Unidos y dirigirlos hacia los poblados de esta nueva región.
¿Por qué no les persuadimos a venir y tomar posesión de estos estados fértiles de Illinois, Missouri, Iowa, Kansas etc.? Pueden conseguir esas tierras ahora a un precio nominal. Si tenemos éxito como esperamos tener, nuestra santa Iglesia pronto contará sus hijos aquí por diez y veinte millones y por medio de sus números, su riqueza y unidad, tendrá suficiente peso en el balance de poder para gobernar a todo, razonó el obispo.
Siguió explicando cómo este poder sería logrado y cómo este plan impediría la pérdida de fe entre los inmigrantes: Los Protestantes, siempre divididos entre sí, nunca formarán un partido fuerte sin la ayuda del voto unido de nuestra gente Católica. Entonces en realidad, aunque no en apariencia, nuestra santa Iglesia gobernará al mundo entero. Hoy, hay una ola de emigrantes de Canadá hacia los Estados Unidos que, si no se para o si no se dirige bien, amenaza echar la buena gente canadiense francés al fango del Protestantismo. Tus compatriotas, una vez mezclados con las innumerables sectas que intentarán atraerles, son fácilmente conmovidos en su fe.
En mi contestación, le dije que los obispos de Boston, Buffalo y Detroit ya me habían aconsejado a colocarme a la cabeza de la inmigración canadiense francés para dirigir la marea hacia las vastas y ricas regiones del oeste. Le comuniqué que yo, igual que él, sentía que esto era la mejor manera para evitar que mis compatriotas cayeran en los lazos puestos ante ellos por los Protestantes.
Le dije que lo consideraría un gran honor y privilegio pasar el resto de mi vida extendiendo el poder e influencia de nuestra santa Iglesia en los Estados Unidos y que el próximo junio le presentaría mis respetos en Chicago cuando fuera a visitar a la colonia de mis compatriotas en Bourbonnais Grove. Añadí que después de haber visto esos territorios de Illinois y del valle Mississippi con mis propios ojos, sería más fácil darle una respuesta definida.
Terminé mi carta diciendo: Pero suplico respetuosamente a Su Señoría que abandone la idea de escogerme como su coadjutor o sucesor. Ya dos veces he rehusado ser un obispo. Esa alta dignidad está demasiado por encima de mis méritos y capacidades para ser jamás aceptado por mí. Estoy feliz y orgulloso de pelear las batallas de nuestra santa Iglesia; pero quisiera que mis superiores me permitan permanecer en sus rangos como un simple soldado para defender su honor y extender su poder. Quizás, entonces, con la ayuda de Dios haré algo bueno; pues, siento que arruinaría todo si fuese exaltado a una posición tan elevada, de la cual no soy digno.
Sin hablar a nadie de la proposición del obispo de Chicago, empecé a prepararme para ir a ver el nuevo campo donde él quería que yo trabajara. Luego, a principios de mayo de 1851, recibí una invitación muy urgente de mi Sr. Lefebre, Obispo de Detroit para dar unas conferencias sobre la abstinencia a los canadienses franceses que entonces formaban la mayoría de los Católico-romanos de esa ciudad.
Ese obispo había reemplazado al Obispo Rese cuyos escándalos e infamias habían cubierto de vergüenza a toda la Iglesia de América. Durante los últimos años que estuvo en su diócesis, transcurrían pocas semanas sin ser recogido, bestialmente borracho, de las cantinas más bajas y aun de las calles de Detroit y arrastrado inconsciente a su palacio. Después de largos y vanos esfuerzos de reformarlo, el Papa y los obispos de América, felizmente, tuvieron éxito en convencerlo ir a Roma a presentar sus respetos al supuesto Vicario de Jesucristo. Apenas pisaron sus pies en Roma cuando los inquisidores le echaron en uno de sus calabozos donde permaneció hasta que los Republicanos le pusieron en libertad en 1848, después que el Papa Pío IX huyó a Civita Vecchia.
Para borrar del rostro de su Iglesia las manchas negras con las cuales su predecesor la había cubierto, el Obispo Lefebre hizo la mayor exhibición de celo por la causa de abstinencia. Lo más pronto que fue instalado, invitó a su congregación a seguir su ejemplo de ingresar bajo sus banderas en un discurso poderoso sobre los males causados por el uso de bebidas alcohólicas. Al terminar su elocuente sermón, poniendo su mano derecha sobre el altar, hizo la promesa solemne de nunca beber licores alcohólicos.
Su sermón eficaz sobre la abstinencia junto con su solemne y pública promesa fueron publicados en casi todos los periódicos de ese tiempo y yo los leí muchas veces a la gente con buen efecto. Así que, en mi camino hacia Illinois la primera semana de junio, me detuve en la ciudad de Detroit para dar el curso de conferencias solicitado por el obispo. Aunque el obispo estaba fuera, empecé inmediatamente a predicar ante un inmenso auditorio en la catedral. Yo había acordado dar cinco conferencias, pero sólo fue hasta la tercera que asistió el Obispo Lefebre. Después de felicitarme por mi celo y éxito en la causa de abstinencia, me llevó por la mano a su comedor y dijo: –Vamos a refrescarnos.
Nunca olvidaré mi sorpresa y consternación al contemplar la larga mesa del comedor repleta de botellas de brandy, vino, cerveza etc. y seis o siete sacerdotes que ya estaban sentados, alegremente vaciando sus copas. Mi primer impulso era expresar mi sorpresa e indignación y salir repugnado del salón, pero por un segundo y mejor pensamiento, esperé un poco para ver más de ese espectáculo inesperado. Acepté el asiento que el obispo me ofreció a su mano derecha.
–Padre Chíniquy, –dijo, –este es el Clarete más dulce que jamás habrás gustado. Y antes que pudiera decir una sola palabra, había llenado mi copa grande con vino y brindó a mi salud.
Mirando al obispo con asombro, dije: –¿Qué significa esto, mi señor?
–Significa que quiero brindar contigo el mejor Clarete que jamás has probado, –respondió.
–¿Cree usted que soy un comediante? ¿Me ha llamado usted aquí para actuar semejante comedia extraña? –repliqué con mis labios temblando de indignación.
–No te invité para actuar ninguna comedia, –respondió, –te invité para dar una conferencia sobre la abstinencia a mi gente y lo has hecho de la manera más admirable estos últimos tres días. Aunque no me viste, yo estaba presente en la conferencia de esta noche. Nunca había oído nada tan elocuente sobre ese tema como lo que tú dijiste. Pero, ahora que has cumplido tu deber, yo debo hacer el mío: tratarte como un caballero y beber esta botella de vino contigo.
–Pero, mi señor, –le contesté, –permítame decirle que yo no merecería ser llamado o tratado como caballero si fuera tan vil como para tomar vino después del discurso que di esta noche.
–Discúlpeme si difiero en opinión, –respondió el obispo, –esa gente borracha a quien hablaste tan efectivamente contra los males de intemperancia necesitan esos rigurosos remedios amargos que ofrece el abstemismo. Pero aquí, somos hombres sobrios y caballeros y no queremos tales remedios. Yo nunca pensé que los médicos fueran absolutamente obligados a tomar las píldoras que administran a sus pacientes.
–Espero que Su Señoría no me negará el derecho que usted reclama para sí mismo de diferir en opinión en este asunto. Yo difiero totalmente de usted cuando dice que hombres que beben como usted hace con sus sacerdotes tienen el derecho de llamarse hombres sobrios.
–Temo, Sr. Chíniquy, que te olvides dónde estás y con quién estás hablando en este momento, –replicó el obispo.
Le respondí: –Puede ser que yo haya pilfrado y que sea culpable de un grave error al venir aquí y hablar con usted de esta manera. En ese caso, mi señor, estoy dispuesto a pedirle perdón. Pero antes de retractar lo que he dicho, por favor, permítame preguntarle respetuosamente una cosa muy sencilla.
Luego, sacando de mi bolsillo su discurso escrito y su pública y solemne promesa de nunca tomar ni ofrecer ninguna bebida alcohólica a otros, la leí en voz alta y le pregunté: –¿Es usted el mismo obispo de Detroit, llamado Lefebre, quien hizo esta promesa solemne? Si usted no es el mismo hombre, me retractaré y le pediré perdón, pero si es usted el mismo, no tengo nada que retractar.
Mi respuesta cayó sobre el obispo como un relámpago. Ceceó una explicación ininteligible e insignificante la cual terminó por un coup d’ètat, diciendo: –Mi querido Sr. Chíniquy, no te invité para predicar al obispo, sino solamente a la gente de Detroit.
–Tiene usted razón, mi señor. No fui llamado para predicar al obispo, pero permítame decirle que si yo hubiera supuesto antes que cuando el obispo de Detroit con sus sacerdotes, solemne y públicamente y con su mano derecha en el altar, prometen a nunca tomar ninguna bebida alcohólica, esto significa que ellos beberán y se llenarán de esos detestables licores hasta que hagan añicos a sus cerebros, no les hubiera molestado con mi presencia ni mis comentarios aquí. Sin embargo, permítame decirle a Su Señoría que sea tan amable de buscar a otro conferencista para sus reuniones de abstinencia, porque estoy determinado subir al tren rumbo a Chicago, mañana por la mañana.
No hay necesidad de decir que durante esa conversación penosa, todos los sacerdotes (excepto uno) estaban tan llenos de indignación contra mí como estaban llenos de vino. Dejé la mesa y fui a mi recámara inundado de tristeza y vergüenza. Media hora después, el obispo estaba conmigo instándome a continuar mis conferencias a causa de los temibles escándalos que resultarían a causa de mi salida repentina e inesperada de Detroit. Yo admití que sí habría un gran escándalo, pero le dije que él sería el único responsable por ello a causa de su falta de fe y firmeza.
Al principio, intentó convencerme que fue ordenado a beber por su propio médico para su salud, pero le mostré que eso era una ilusión miserable. Luego, dijo que lamentó lo que ocurrió y confesó que sería mejor si los sacerdotes practicaran lo que predicaban a la gente. Después de esto, me pidió en el nombre de nuestro Señor Jesucristo olvidar los errores de los obispos y sacerdotes de Detroit y pensar sólo del bien que resultaría de la conversión de los innumerables borrachos de esta ciudad. Me habló con tanto fervor que tocó las cuerdas más sensibles de mi corazón y me arrancó la promesa de dar las dos conferencias esperadas.
Al estar a solas, intenté ahogar, en sueño profundo, las tristes emociones de esa noche, pero era imposible. Esa noche resultó ser otra de insomnio para mí. La intemperancia de ese alto dignatario y sus sacerdotes me llenó de horror y repugnancia indecible. Muchas veces durante las horas oscuras de esa noche, oía una voz que me decía: –¿No ves que los obispos y sacerdotes de tu Iglesia no creen una sola palabra de su religión? Su único objetivo es echar polvo en los ojos de la gente y vivir una vida jovial. ¿No ves que no estás siguiendo la Palabra de Dios, sino solamente las vanas y falsas tradiciones de hombres en la Iglesia de Roma? ¡Sal de ella! ¡Rompe el yugo pesado que está sobre ti y sigue la sencilla y pura religión de Jesucristo!
Intenté silenciar esa voz, diciéndome: –Estos pecados no son los pecados de mi santa Iglesia; son los pecados de individuos. ¡No fue la culpa de Cristo que Judas fuera ladrón! Tampoco es la culpa de mi santa Iglesia si este obispo y sus sacerdotes sean borrachos y hombres mundanos. ¿Adónde iría, si saliera de mi Iglesia? ¿No hallaría borrachos e infieles dondequiera que fuera en búsqueda de una mejor religión?
Con la esperanza de que el primer aire fresco de la mañana me hiciera bien, salí al hermoso jardín alrededor de la residencia episcopal. Pero, ¡Qué sorpresa me dio ver al obispo apoyándose en un árbol con un pañuelo sobre su rostro bañado en lágrimas. Le dije: –Mi querido obispo, ¿Qué le pasa? ¿Por qué llora y lamenta a una hora tan temprana?
Apretando convulsivamente mi mano con la suya, respondió: –Querido Padre Chíniquy, ¿No sabes todavía la terrible tragedia que me ha sucedido esta noche?
–¿Cuál calamidad? –pregunté.–¿Recuerdes, –respondió, –ese joven sacerdote que estaba sentado a tu derecha anoche? Bueno, él se marchó durante la noche con la esposa de un joven que había seducido y me robó cuatro mil dólares antes de irse.
–No me sorprende en ninguna manera, –respondí, –cuando la sangre de un hombre hierve con esos licores de fuego, es totalmente absurdo creer que guardará su voto de castidad.
–Tienes razón, tienes razón. Dios Todopoderoso me ha castigado por quebrantar la promesa pública que hice. Queremos una reforma aquí y la tendremos, –contestó.
Por supuesto, los dos días siguientes en que fui el invitado del Obispo Lefebre, ni una gota de bebida alcohólica se veía en su  mesa. Pero yo sé que no muchos días después, ese representante del Papa  nuevamente olvidó sus votos solemnes y siguió tomando con sus sacerdotes hasta  que murió la muerte más miserable en 1875.
.png)

No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.