“La madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Ap. 17:5).
Antes del día en que la teología de Roma fuera inspirada por Satanás, el mundo ciertamente presenció muchos hechos oscuros; pero el vicio nunca se había vestido con el manto de teología. Las formas más vergonzosas de iniquidad nunca habían sido los objetos de estudio detallado bajo el pretexto de salvar al mundo y glorificar a Dios.
Los que quieren entender, lean “El Sacerdote, la Mujer y el Confesionario” y luego decidan si no es suficiente para escandalizar los sentimientos del más depravado.
¿Alguna vez el mundo haya presenciado a semejante sacrilegio? A un joven de veinticinco años le han seducido a hacer un voto de celibato perpetuo y al día siguiente la Iglesia de Roma llena su mente de las imágenes más repugnantes. Roma ni siquiera intenta ocultar el poder abrumador de esta clase de enseñanza, sino que DESCARADAMENTE les dice que el estudio de esas preguntas actuarán con un poder irresistible sobre sus órganos y sin siquiera un sonrojo dice: “¡Contaminaciones resultarán!” (Dens Vol.1 p.315)
¿Cómo pueden las naciones Católico-romanas esperar levantarse en la escala de dignidad y moralidad Cristiana mientras permanecen entre ellos sacerdotes que diariamente están ligados por conciencia a contaminar las mentes y corazones de sus madres, sus esposas y sus hijas?
Diré una vez por todas que no hablo con desprecio ni sentimientos anti-cristianos contra los profesores quienes me iniciaron en esos misterios de iniquidad. Ellos también estaban aplastados, igual que nosotros, bajo un yugo que ataba a sus mentes y contaminaba sin medida a sus corazones. Siempre que nos daban la lecciones, era evidente que se avergonzaban en lo más interior de su alma. Sus conciencias como hombres honestos les prohibían abrir su boca sobre semejantes asuntos, sin embargo, como esclavos y sacerdotes del Papa eran obligados a hablar de ellos sin reserva.
Después de las lecciones, nosotros los alumnos sentíamos tanta vergüenza que a veces ni nos atrevimos a mirarnos. Más de uno de mis compañeros me dijeron con lágrimas de vergüenza y furia que se arrepentían de haberse ligado con juramento perpetuo para ministrar en los altares de la Iglesia.
Un día, uno de los alumnos, Desaulnier, que compartía el mismo cuarto conmigo me preguntó: —Chíniquy, ¿Qué piensas de nuestros estudios actuales de teología? ¿No es una vergüenza abrasadora tener que permitir a nuestras mentes contaminarse tanto?
—No puedo expresar adecuadamente mis sentimientos de repugnancia, —le respondí.
—¿Sabes qué? —dijo Desaulnier, —estoy determinado a nunca consentir ser ordenado sacerdote; porque cuando pienso en el hecho de que el sacerdote está obligado a consultar con las mujeres sobre todos estos asuntos contaminantes, siento —No soy menos perturbado, —repliqué, —mi cabeza me duele y mi corazón se sumerge cuando oigo que nuestros teólogos nos dicen que estamos ligados en conciencia a hablar con mujeres extrañas sobre cuestiones tan contaminantes.
—Pero ya es casi la hora en que de costumbre nos visita el buen Sr. Leprohon, —le dije, —¿Prometes apoyarme en lo que le preguntaré sobre este tema? Estoy seguro que nuestro puro y santo superior nunca ha dicho una sola palabra a las mujeres sobre estas cuestiones degradantes. A pesar de todos los teólogos, seguramente él nos permitirá guardar puros nuestras lenguas y corazones como también nuestros cuerpos en el confesionario.
—Yo he deseado hablar con él por algún tiempo, —respondió Desaulnier, —pero mi valentía siempre me ha fallado; de seguro te apoyaré. Si estamos en libertad para nunca hablar con mujeres de estos horrores, consentiré a servir a la Iglesia como sacerdote, pero si no, NUNCA SERÉ SACERDOTE.
Pocos minutos después, nuestro superior entró para visitarnos. Le di las gracias y abrí los tomos de Dens y Ligorio en uno de los capítulos infames y le dije con un sonrojo: —Después de Dios, usted tiene el primer lugar en mi corazón desde la muerte de mi madre y usted lo sabe. Así que, confío que usted me dirá todo lo que quiero saber en estas horas de ansiedad. Yo he hecho el voto de celibato perpetuo, pero no entendía claramente lo que hacía. Dens, Ligorio y Santo Tomás han dirigido nuestras mentes a regiones que eran realmente nuevas e inexploradas por nosotros. Por favor, díganos por el amor de Dios si estaremos ligados en conciencia a hablar en el confesionario con las mujeres casadas y solteras sobre cuestiones tan contaminantes e impuras.
—Sin duda alguna, —respondió el Rev. Sr. Leprohon, —porque los instruidos y santos teólogos son positivos en esa cuestión. Es absolutamente necesario, porque en general las señoritas y mujeres casadas son demasiadas tímidas para confesar esos pecados. Por tanto, hay que ayudarlas, interrogándolas.
—Pero, —le contesté, —hemos hecho un juramento a permanecer siempre puros e impolutos. ¿No sería mejor experimentar esas cosas en los santos lazos de matrimonio conforme a las leyes de Dios que en compañía y conversaciones con mujeres extrañas?
Aquí, me interrumpió Desaulnier: —Mi querido Sr. Leprohon, yo concuerdo con todo lo que Chíniquy acaba de decirle. Le pregunto, mi querido señor, ¿Qué será de mi voto de perfecta castidad perpetua cuando en la presencia seductora de la esposa de mi prójimo o las palabras encantadoras de su hija, me haya contaminado en el confesionario? Después de todo, la gente me verá como un hombre casto, pero ¿Qué seré a los ojos de Dios? Los hombres pensarán que soy un ángel de pureza; pero mi propia conciencia me dirá que no soy más que un hábil hipócrita. Porque según los teólogos, el confesionario es la tumba de la castidad del sacerdote.
Las palabras audaces y enérgicas de Desaulnier evidentemente hicieron una impresión angustiosa en nuestro superior. Pocas veces, alguno de sus discípulos le había hablado con tanta libertad. No ocultó su dolor ante lo que él llamó un ataque impropio y anti-cristiano contra algunas de las ordenanzas más santas de la Iglesia. Después de refutar a Desaulnier, volvió a mí: —Mi querido Chíniquy, te he advertido repetidamente contra el hábito que tienes de hacer caso a tus propios razonamientos frágiles. Si te creyéramos a ti, comenzaríamos inmediatamente a reformar la Iglesia y abolir la confesión de mujeres con los sacerdotes, echaríamos todos nuestros libros teológicos al fuego y mandaríamos escribir otros mejor adaptados a tu parecer. El diablo de orgullo te está tentando como tentó a todos los supuestos reformadores. ¡Si no te cuidas, llegarás a ser otro Lutero!
—Los libros teológicos de Santo Tomás, Ligorio y Dens han sido aprobados por la Iglesia. Por un lado, entonces, veo a todos nuestros santos Papas y obispos Católicos, todos nuestros teólogos instruidos y sacerdotes y al otro lado, ¿Qué veo? Nada, excepto mi pequeño aunque querido Chíniquy.
—Es tan absurdo para ti reformar la Iglesia con tu pequeña razón como para un grano de arena al pie de una montaña intentar sacar a la montaña fuera de su lugar. Sigue mi consejo, —continuó nuestro superior, —antes que sea demasiado tarde. Permanezca quieto el pequeño grano de arena al pie de la montaña majestuosa. Todos los buenos sacerdotes antes de nosotros salvaron sus almas, aunque sus cuerpos fueron contaminados; porque esas contaminaciones carnales no son más que miserias humanas que no pueden ensuciar al alma que desea permanecer unida a Dios. Así, el corazón de un buen sacerdote, como espero que mi querido Chíniquy sea, permanecerá puro y santo a pesar del ensuciamiento accidental e inevitable de la carne.
—Aparte de esas cosas, recibirás en tu ordenación una gracia especial que te transformará en otro hombre y la Virgen María, a quien recurrirás constantemente, te obtendrá de su Hijo una pureza perfecta.
—La contaminación de la carne de la cual hablan los teólogos y que confieso que es inevitable al oír las confesiones de mujeres no debe perturbarte, porque Dens y Ligorio (Dens Vol.1 p.299, 300) nos aseguran que no es pecaminosa. ¡Pero basta! Te prohíbo hablarme nuevamente sobre esas preguntas ociosas; y !Cuánto valga mi autoridad, a ustedes dos les prohíbo hablar el uno al otro sobre ese tema!
Yo había esperado oír algún argumento bueno y razonable, pero para mi sorpresa, él silenció la voz de mi conciencia con un coup d’état (un golpe de estado). Desaulnier, tal como me dijo antes, rehusó ser un sacerdote. Permaneció toda su vida en las órdenes de subdiaconado en el Colegio de Nicolet como profesor de filosofía.
El era buen lógico y un matemático profundo; aunque era amable con todos, no era comunicativo. Probablemente yo era el único a quien abrió su mente concerniente a las grandes cuestiones del Cristianismo: La fe, la historia, la Iglesia y su disciplina. Repetidamente me dijo: —Quisiera nunca haber abierto un libro de teología. Nuestros teólogos son sin corazón, sin alma y sin lógica. Muchos de ellos aprueban el robo, mentiras y perjurio; otros nos arrastran sin sonrojo a los abismos más asquerosos de iniquidad. A ellos le gustaría hacer asesinos de todo Católico. Según su doctrina, Cristo no es más que un bandido Corsicano cuyos discípulos sanguinarios están obligados a destruir a todos los herejes con fuego y espada. Si actuáramos conforme a los principios de esos teólogos, exterminaríamos a todos los Protestantes con la misma frialdad con que mataríamos a un lobo. Con sus manos enrojecidas con la sangre de la masacre de San Bartolomé, nos hablan de caridad, religión y Dios.
Para mí, la idea de ese miserable grano de arena que ridículamente intenta quitar la montaña majestuosa, me impresionó extrañamente y me humilló. Me quedé silencioso y confundido, aunque no convencido. Casi cada mes que pasé en el seminario de Nicolet, sacerdotes del distrito de Three Rivers y de otras partes fueron enviados por los obispos para pasar dos o tres semanas haciendo penitencias por haber engendrado bastardos con sus sobrinas, amas de casa y penitentes bonitas. Estos hechos públicos e innegables no armonizaban mucho con aquellas teorías hermosas de nuestro venerable director, pero mi respeto por el Sr. Leprohon selló mis labios. Después, a solas en mi cuarto me caí de rodillas para pedir perdón a Dios por haber pensado por un momento diferente de los Papas y teólogos de Roma. Pero, ¡Ay de mí! ¡Todavía no me daba cuenta que cuando Jesús, en su misericordia, envía un solo rayo de su gracia al alma que perece, hay más luz y sabiduría en esa alma que en todos los Papas y sus teólogos!
Sólo Dios conoce qué noche tan oscura y terrible pasé después de ese encuentro. Nuevamente tenía que sofocar a mi conciencia, desmantelar a mi razón y sujetarlos bajo las infamias de las teologías de Roma meticulosamente calculadas para guardar al mundo encadenado en la ignorancia y la superstición.
C A P I T U L O 16
Hay varias ceremonias imponentes en la ordenación de un sacerdote. Nunca olvidaré el gozo que sentí cuando el Pontífice Romano, presentándome la Biblia me ordenó con voz solemne a estudiarla y predicarla. Esa orden traspasó mi alma como un destello de luz. Sosteniendo el libro sagrado, acepté el mandato con gozo inefable, pero sentí que me cayó una piedra de rayo cuando pronuncié el terrible juramento que se requiere de todo sacerdote: “Nunca interpretaré las Santas Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres.”
Muchas veces los otros alumnos y yo habíamos discutido ese juramento extraño. A solas en la presencia de Dios, mi conciencia se echaba hacia atrás en terror ante sus consecuencias. Pero yo no era el único que examinaba su evidente naturaleza blasfematoria.
Aproximadamente seis meses antes, Stephen Baillargeon, uno de mis compañeros de teología, dijo a uno de nuestros superiores, el Rev. Sr. Raimbault: —¡Una de las cosas que mi conciencia no puede reconciliar es el juramento solemne que tendremos que jurar a nunca interpretar las Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres! ¡No hemos dedicado ni una sola hora todavía al estudio serio de los Santos Padres. Conozco a muchos sacerdotes y ninguno de ellos jamás ha estudiado a los Santos Padres!
—En el nombre del sentido común, ¿Cómo podemos jurar que seguiremos las opiniones de hombres de quienes nada sabemos y de quienes nada sabremos excepto por simples rumores vagos?
Nuestro superior dio una respuesta débil, pero su desconcierto creció cuando yo dije: —Si me permite, señor superior, yo tengo algunas objeciones más formidables. Quiera Dios que pudiera decir que no sé nada de los Santos Padres. Pero mi pesar es que ya sabemos demasiado de los Santos Padres para estar exentos de perjurarnos cuando juramos a no interpretar las Santas Escrituras, excepto según su consenso unánime.
—Por favor, señor superior, díganos, ¿Cuáles son los textos de las Escrituras en que están unánimes los Santos Padres? Usted se respeta demasiado para responder. Y si usted, uno de los hombres más instruidos de Francia no puede poner su dedo en los textos de la Santa Biblia y decir, “Los Santos Padres están perfectamente unánimes en estos textos”, ¿Cómo osamos jurar delante de Dios y los hombres a interpretar cada texto de las Escrituras solamente según el consenso unánime de esos Santos Padres?
—Las consecuencias de ese juramento son legión y cada una de ellas me parece ser la muerte de nuestro ministerio y la condenación de nuestras almas. Henrión, Berrault, Bell, Costel y Fleury, todos nos atestiguan que la Iglesia se ha llenado constantemente del ruido de las controversias de Santos Padres contra Santos Padres. Algunos dicen, junto con nuestros mejores teólogos modernos, Santo Tomás, Bellarmine y Ligorio que tenemos que matar a los herejes como matamos a las bestias salvajes, mientras muchos otros dicen que tenemos que tolerarlos. Todos ustedes saben el nombre del Santo Padre que manda al infierno a todas las viudas que se casan por segunda vez, mientras otros Santos Padres no están de acuerdo.
—Algunos tienen ideas muy distintas acerca del purgatorio. Otros en Africa y en Asia rehusaron aceptar la jurisdicción suprema del Papa sobre todas las iglesias. ¡Varios se reían de las excomulgaciones de los Papas y gustosamente murieron sin hacer nada para reconciliarse con él! ¿No llegamos a la conclusión de que San Jerónimo y San Agustín coincidieron en una sola cosa: de estar en desacuerdo sobre cualquier tema que trataran? San Agustín, al fin de su vida, concordó con los Protestantes de nuestros días que “sobre esta roca” significa Cristo solamente y no Pedro.
—Y ahora ustedes nos piden en el nombre del Dios de Verdad a jurar solemnemente que interpretaremos las Escrituras solamente según el consenso unánime de aquellos Santos Padres que han sido unánimes en una sola cosa: de nunca estar de acuerdo el uno con el otro y a veces ni con ellos mismos.
—Si requieren de nosotros un juramento, ¿Por qué ponen en nuestros manos la historia de la Iglesia que ha saciado nuestra memoria de las interminables divisiones feroces sobre cada cuestión que las Escrituras presentan a nuestra fe?
—Si soy demasiado ignorante o estúpido para entender a San Marcos, San Lucas y San Pablo, ¿Cómo seré suficientemente inteligente para entender a Jerónimo, Agustín y Tertulian? Y si San Mateo, San Juan, y San Pedro no han recibido de Dios la gracia con suficiente luz y claridad para ser entendidos por hombres de buena voluntad, ¿Cómo es que Justin, Clemes y Cipriano han recibido de nuestro Dios un favor que El negó a sus apóstoles y evangelistas? Si no puedo depender de mi juicio privado para estudiar, con la ayuda de Dios, a las Escrituras, ¿Cómo podré depender de mi juicio privado al estudiar a los Santos Padres?
—Este dogma o artículo de nuestra religión por el cual tenemos que ir a los Santos Padres para saber “Así dice el Señor” y no a las mismas Santas Escrituras, es para mi alma como un puño de arena arrojado en los ojos. ¡Me ciega totalmente!
—¡Qué alternativa tan espantosa tenemos! O tenemos que perjurarnos, jurando seguir una unanimidad de fábula para permanecer Católico-romanos o tenemos que sumergirnos en el abismo de impiedad y ateísmo al rehusar jurar que nos adheriremos a una unanimidad que nunca existió.
Era evidente durante la clase que habíamos expresado el sentir de cada uno de los alumnos de teología. Pero nuestro superior no se atrevió a confrontar ni a contestar ni un solo argumento nuestro. Su desconcierto fue superado sólo por su gozo cuando la campana anunció el fin de la clase.
El prometió respondernos, pero al día siguiente no hizo más que echar polvo en nuestros ojos e insultarnos hasta quedarse satisfecho y empezó por prohibirme leer más de los libros controversiales que yo había comprado y tenía que entregar otros libros que me habían permitido leer como privilegio. Se decidió que mi inteligencia no era suficientemente clara y que mi fe no era suficientemente fuerte para leer esos libros. Lo único que pude hacer era inclinar mi cabeza bajo el yugo y obedecer sin decir nada. ¡La noche más oscura envolvió a nuestras mentes y teníamos que creer que esas tinieblas eran la luz resplandeciente de Dios! Hicimos el acto más degradante que un hombre puede hacer. Callamos la voz de nuestra conciencia y consentimos en seguir las opiniones de nuestro superior, así como el bruto sigue las órdenes de su amo.
Durante los meses antes de mi ordenación, hice todo en mi poder para aniquilar mis pensamientos sobre este tema; pero para mi asombro, cuando llegó el momento para perjurarme, un escalofrío de horror y vergüenza corrió por mi cuerpo a pesar de mí mismo. En el interior de mi alma, mi conciencia herida clamaba: —¡Has aniquilado la Palabra de Dios! ¡Te rebelas contra el Espíritu Santo! ¡Niegas las Santas Escrituras para seguir los pasos de hombres pecaminosos! ¡Rechazas las aguas puras de la vida eterna para beber las aguas lodosas de la muerte!
Para sofocar nuevamente a la voz de mi conciencia, hice lo que me aconsejó mi Iglesia: clamé a mi dios oblea y a la bendita Virgen María que vinieran a socorrerme y callaren las voces que perturbaban mi paz y sacudían mi fe.
Con toda sinceridad, el día de mi ordenación, renové la promesa que ya había hecho tantas veces y dije en presencia de Dios y sus ángeles: —Yo prometo que nunca creeré nada, excepto según las enseñanzas de mi Santa Iglesia Apostólica Romana.
Acosté mi cabeza en esa almohada de necedad, ignorancia y fanatismo para dormir el sueño de muerte espiritual con los millones de esclavos que el Papa tiene a sus pies.
Dormí ese sueño hasta que el Dios de nuestra Salvación, en su grande misericordia, me despertó, dando a mi alma la luz, la verdad y la vida que están en Jesucristo.
C A P I T U L O 17
Fui ordenado en la catedral de Qüebec en septiembre de 1833 por el Reverendísimo Sinaie, primer Arzobispo de Canadá. ¡Este delegado del Papa, por la imposición de las manos en mi cabeza, me dio el poder de convertir una oblea real en el real y substancial cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo! La ilusión brillante de Eva cuando el engañador le dijo: “seréis como dioses” era juego de niños en comparación a lo que yo sentí. ¡Mi Iglesia infalible me colocó no solamente en términos iguales con mi Salvador y Dios, sino en realidad más arriba de él! De ahora en adelante, no sólo le mandaría, sino que le crearía; no sólo en un sentido espiritual y místico, sino de un modo real, personal e irresistible.
La dignidad que yo acababa de recibir era mayor que todas las dignidades y tronos de este mundo. Yo sería un sacerdote de mi Dios para siempre jamás. ¡Cristo, ahora me asociaba consigo mismo perfectamente como el gran y eterno sacrificador, porque yo renovaría cada día de mi vida su SACRIFICIO EXPIATORIO! ¡A la orden mía, el eterno, unigénito Hijo de mi Dios vendría a mis manos en persona! ¡El mismo Cristo que se sienta a la diestra del Padre bajaría cada día para unir su carne a mi carne, su sangre a mi sangre, su alma divina a mi pobre alma pecadora para andar, trabajar y vivir en mí y conmigo en la más perfecta unidad e intimidad!
Pasé todo ese día y la mayor parte de la noche contemplando estos honores y dignidades súper-humanos. Muchas veces caí de rodillas para darle gracias a Dios por sus misericordias hacia mí. En la presencia de Dios y sus ángeles, dije a mis labios y a mi lengua: —¡Sean santos ahora, porque no solamente hablarán a su Dios, sino que le darán un nuevo nacimiento cada día! Dije a mi corazón: —¡Ahora, sé santo y puro, porque cada día llevarás al Santo de los Santos! A mi alma dije: —¡Ahora, sé santo, porque de aquí en adelante estarás íntima y personalmente unida a Cristo Jesús. Te alimentarás del cuerpo, sangre, alma y divinidad de aquel ante quien los ángeles no se hayan con suficiente pureza!
Mirando a mi mesa donde mi pipa llena de tabaco y mi tabaquero yacían, dije: —¡Maleza impura y perniciosa, nunca más me contaminarás! ¡Sería inferior a mi dignidad probarte más! Luego, abriendo la ventana, los eché a la calle para nunca volverlos a usar.
Al día siguiente, yo iba a decir mi primera misa y hacer ese milagro incomparable que la Iglesia de Roma llama TRANSUBSTANCIACIÓN. Mucho antes del amanecer estaba vestido y de rodillas. ¡Este iba a ser el día más santo y glorioso de mi vida! Exaltado el día anterior a gran dignidad, ahora por primera vez iba a hacer un milagro en el altar que ni ángeles ni serafines podrían hacer.
No es cosa fácil ejecutar todas las ceremonias de una misa. Hay más de cien diferentes ceremonias y posiciones del cuerpo que es necesario cumplir con suma perfección. Omitir una de ellas voluntariamente, por descuido negligente o por ignorancia, significa eterna condenación. Pero gracias a una docena de ejercicios la semana anterior y a los amigos amables que me ayudaron, ejecuté las ceremonias mucho más fácil de lo que esperaba. Duraron como una hora... Pero cuando terminaron, yo estaba agotado por el esfuerzo que hice para mantener mi mente y corazón al unísono con la grandeza infinita de los misterios realizados por mí.
Para hacerse creer que uno puede convertir un trozo de pan en Dios requiere un esfuerzo supremo de la voluntad y la aniquilación total de la inteligencia. El estado del alma al terminar el esfuerzo es más como la muerte que la vida.
Me persuadí que en verdad había hecho la acción más santa y sublime de mi vida, cuando en realidad, ¡Había sido culpable del acto más ultrajante de idolatría! Mis ojos, mis manos y labios, mi boca y lengua y todos mis sentidos e inteligencia me decían que lo que había visto, tocado y comido no era más que una oblea. Pero las voces del Papa y su Iglesia me decían que era el verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. ¡Me persuadí que las voces de mis sentidos e inteligencia eran las voces de Satanás y que la voz engañosa del Papa era la voz del Dios de verdad! Todo sacerdote de Roma tiene que aceptar esa necedad y perversidad extraña, cada día de su vida, para poder permanecer como sacerdote de Roma.
—Necesito llevar al “buen dios” mañana a un enfermo, —dice el sacerdote a su sirvienta, —pero no hay más partículas en el sagrario. Haz algunos bizcochos para que yo pueda consagrarlos mañana.
La doméstica obediente toma la harina de trigo, porque ninguna otra clase de harina sirve para hacer el dios del Papa. Una mezcla de cualquier otra clase de harina haría el milagro de la “Transubstanciación” un gran fracaso. La sirvienta, por consiguiente, toma la masa y la coce entre dos planchas calientes. Cuando está bien cocida, toma las tijeras y corta las obleas que miden cuatro o cinco pulgadas. Las recorta hasta que quedan al tamaño de una pulgada y los entrega respetuosamente al sacerdote.
A la mañana siguiente, el sacerdote lleva las obleas recién hechas al altar y las convierte en cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Fue una de esas obleas que yo llevé al altar en aquella hora solemne de mi primera misa y que convertí en mi Salvador por medio de las cinco palabras mágicas: “¡HOC EST ENIM CORPUS MEUM!”
Ahora pregunto: —¿Dónde está la diferencia entre la adoración del becerro-dios que hizo Aarón y la oblea-dios que yo hice el 22 de septiembre de 1833? La única diferencia es que la idolatría de Aarón duró sólo un día, mientras la idolatría en que yo viví, duró un cuarto de siglo y ha sido perpetuado en la Iglesia de Roma por más de mil años.
¿Qué ha hecho la Iglesia de Roma al abandonar las palabras de Cristo: “Haced esto en memoria de mí” y sustituir su dogma de Transubstanciación? Ha llevado el mundo otra vez al paganismo antiguo. El sacerdote de Roma adora a un Salvador llamado Cristo; sí, pero ese Cristo no es el Cristo del Evangelio. Es un Cristo falso sacado de contrabando del Panteón de Roma y en sacrilegio lo llaman con el nombre adorable de nuestro Señor Jesucristo.
Frecuentemente me han preguntado: ¿Será posible que sinceramente te creíste tener el poder de convertir a la oblea en Dios? ¿De verdad adorabas a esa oblea como tu Salvador? Para mi vergüenza y para la vergüenza de la pobre humanidad, tengo que decir que sí.
Yo decía a la gente mientras se la presentaba: —Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, adorémosle. Luego, postrándome de rodillas, adoraba al dios hecho por mí mismo con la ayuda de mi sirvienta. Y toda la gente se postraba para adorar al dios recién hecho.
Tengo que confesar, además, que aunque yo era obligado a creer en la existencia de Cristo en el cielo y era invitado por mi Iglesia a adorarlo como mi Salvador y mi Dios, igual que todo Católico-romano, tenía más confianza, fe y amor hacia el Cristo que yo había creado con unas cuantas palabras de mis labios, que hacia el Cristo del cielo.
Mi Iglesia me dijo que el Cristo del cielo estaba airado contra mí a causa de mis pecados; que El constantemente se disponía a castigarme según su terrible justicia; que El se armaba de relámpagos y truenos para aplastarme y que si no fuera por su madre, quien intercedía por mí, día y noche, yo sería echado en el infierno por mis pecados. No sólo tenía que creer esta doctrina, sino tenía que predicarla a la gente. Además de esto, yo tenía que creer que el Cristo del cielo era un monarca poderoso, un rey muy glorioso, rodeado de innumerables ejércitos de siervos, oficiales y amigos y que no le convenía a un pobre rebelde presentarse ante su rey irritado para conseguir su perdón. Tendría que dirigirse a alguno de sus cortesanos de mayor influencia o a su madre, a quien nada le puede negar, para defender su causa.
Pero no había tales terrores ni temores en mi corazón cuando me acercaba a mi Salvador que yo mismo había creado. Un Salvador tan humilde e indefenso seguramente no tenía ningún estruendo en su mano para castigar a sus enemigos. No podía tener ninguna mirada de enojo. El era mi amigo además de ser la obra de mis manos. ¿No le había yo bajado del cielo? y ¿No había venido a mis manos para oírme, bendecirme y perdonarme, para que él se acercara a mí y yo a él?
Ningunas palabras pueden expresar la idea del placer que yo sentía al estar a solas ante el Cristo de la misa matutina, derramando mi corazón ante sus pies. Para los que no han vivido bajo esas terribles ilusiones, es imposible entender la confianza con que hablaba con el Cristo delante de mí, ligado por los lazos de su amor por mí. Cuántas veces en los días más fríos del invierno, en iglesias que nunca habían visto fuego alguno, con una temperatura de quince grados bajo cero, pasaba horas enteras en adoración del Salvador a quien había hecho sólo unas horas antes.
Cuán a menudo miraba con admiración silenciosa a la Persona Divina que estaba ahí solitaria pasando las largas horas, día y noche, reprendida y abandonada para que yo tuviera la oportunidad de acercarme a ella y hablarle como un amigo a otro, como un pecador arrepentido con su Salvador misericordioso. Mi fe o más bien mi ilusión era entonces tan completa que apenas sentía el frío cortante. Diré que en verdad las horas más felices que pasé durante los largos años en que la Iglesia de Roma me había inundado en las tinieblas, eran las horas que pasé adorando al Cristo que había hecho con mis propios labios. Y todo sacerdote de Roma haría la misma declaración si fuera entrevistado sobre el tema.
Es un principio similar de monstruosa fe que impulsa a las viudas de la India a echarse con gritos de gozo al fuego que les quemará en cenizas junto con los cadáveres de sus maridos difuntos. Sus sacerdotes les han asegurado que semejante sacrificio les garantiza su propia felicidad eterna y la de sus maridos difuntos.
De hecho, los Católico-romanos no tienen otro Salvador a quien puedan acudir aparte de aquel hecho por la consagración de la oblea. El es el único Salvador que no está airado contra ellos y que no requiere la mediación de vírgenes y santos para aplacar su ira. Por esta razón se llenan los templos Católicos de los pobres y ciegos Católico-romanos. ¡Observen cómo corren al pie de los altares a casi cualquier hora del día y a veces mucho antes del amanecer! Aun en una mañana tempestuosa, verán a multitudes de adoradores caminando por el lodo para pasar una hora al pie de sus sagrarios. Toda alma anhela tener un Dios con quien pueda hablar y quien oirá sus súplicas con un corazón de misericordia y secará sus lágrimas de arrepentimiento.
Los hijos de luz, los discípulos del Evangelio que protestan contra los errores de Roma, saben que su Padre Celestial está en todo lugar y está dispuesto a oír, a perdonar y a ayudarles. Ellos encuentran a Jesús en sus recámaras más secretas cuando entran ahí para orar. Lo encuentran en el campo, atrás del mostrador y mientras viajan. Dondequiera se encuentran con él y le hablan como amigo a su amigo.
No es así con los seguidores del Papa. A ellos les dicen contrario al Evangelio (Mt.24:23) que Cristo está en la cámara secreta o sagrario. Cruelmente engañados por sus sacerdotes, ellos corren, aguantan las tempestades para acercarse lo más posible al lugar donde vive su Cristo misericordioso. Ellos van a ese Cristo pensando que les dará una cordial bienvenida, que escuchará sus oraciones humildes y será compasivo a sus lágrimas de arrepentimiento.
Dejen de admirar los Protestantes a los pobres Católico-romanos engañados que hacen frente a la tempestad y van a la iglesia antes del amanecer. Esta devoción que tanto les vislumbra, debe provocar compasión y no admiración. Porque es el resultado lógico de la más terrible oscuridad espiritual. Es la consecuencia natural de la creencia que el sacerdote de Roma puede crear a Cristo y Dios por la consagración de una oblea y guardarlo en un sagrario...
Los egipcios adoraban a Dios en la forma de cocodrilos y becerros. Los griegos hicieron dioses de mármol o de oro. El persa hizo al sol su dios. Los hotentotes hicieron sus dioses de un hueso de ballena; viajaban lejos en tempestades para adorarlos. ¡La Iglesia de Roma hace su dios de un trozo de pan! ¿No es esto idolatría?
Desde el año de 1833 hasta el día en que Dios en su misericordia abrió mis ojos, mi sirvienta había usado más de treinta y seis mil kilos de harina de trigo para hacer obleas que yo supuestamente convertía en el Cristo de la misa. Algunos de estos yo comí; otros cargué conmigo para los enfermos y otros coloqué en el sagrario para la adoración de la gente. Frecuentemente me pregunto: —¿Cómo es posible que haya sido culpable de un acto tan ultrajante de idolatría? Mi única respuesta es la respuesta del ciego del Evangelio: “No sé, pero una cosa si sé, que antes era yo ciego, mas ahora veo.” (Jn.9:25)
C A P I T U L O 18
En el mes de enero de 1834, oí el siguiente informe del Rev. Sr. Paquette, cura de St. Gervais, en un banquete que había hecho para sus sacerdotes vecinos:
—Cuando joven, yo era el vicario de un cura que podía comer tanto como dos de nosotros y tomar tanto como cuatro. El era alto y fuerte y había dejado los moretones de sus puños duros en la nariz de más de uno de sus ovejas amadas; porque su enojo era realmente terrible después de tomar una botella de vino.
—Un día, después de una comida suntuosa, le mandaron llamar para llevar el “buen dios” (Le Bon Dieu) a un hombre moribundo. Era pleno invierno y el frío era intenso y los aires soplaban fuertemente. Había casi dos metros de nieve y los caminos eran casi intransitables. Era un asunto serio viajar nueve millas en semejante día, pero no había remedio. El mensajero era uno de los ancianos principales y el hombre moribundo era uno de los ciudadanos importantes del lugar. El cura, después de refunfuñar, tomó un vaso grande de buena Jamaica con su chofer como medida preventiva contra el frío. Fue a la iglesia, agarró al “buen dios” (Le Bon Dieu) y subió al trineo envuelto lo mejor posible en su grande sotana de piel de búfalo.
—Aunque había dos caballos, uno delante del otro, para jalar al trineo, la jornada era larga y pesada y se empeoró por una circunstancia de mala suerte. A medio camino, se encontraron con otro viajero viniendo en la dirección opuesta. El camino era demasiado angosto para dejar a los dos trineos y caballos permanecer fácilmente en tierra firme al rebasarse. Una vez que los caballos se inundan en uno o dos metros de nieve, entre más se esfuerzan para salir, más profundo se inundan.
—El chofer quien llevaba el “buen dios” con el cura, naturalmente esperaba tener el privilegio de mantenerse en medio del camino y escapar del peligro de herir a uno de sus caballos o romper su trineo. Gritó al otro viajero con un alto tono de autoridad: ¡Viajero! Déjeme el camino. Meta a sus caballos a la nieve. Apresúrese, tengo prisa. ¡Llevo al “buen dios”!
—Desgraciadamente ese viajero era un hereje a quien le importaba más sus caballos que el “buen dios”. El contestó: —Que se lleve el diablo a su “buen dios”, pero no voy a romper el cuello de mi caballo. Si su dios no le ha enseñado las reglas de la ley y del sentido común, le voy a dar una lección gratuita sobre ese tema.— Saltando de su trineo, tomó las riendas del caballo delantero del cura para ayudarle a caminar al lado del camino y mantener la mitad para sí mismo.
—Pero el chofer, quien por naturaleza era muy impaciente e intrépido, había tomado demasiado con mi cura antes de salir de la casa parroquial para permanecer calmado como debería haber hecho. El también saltó de su trineo, corrió al extranjero, le agarró del cuello con su mano izquierda y levantó la derecha para golpearle en la cara.
—Desgraciadamente para él, el hereje parecía haber previsto todo esto. El había dejado su abrigo en su trineo y estaba mejor preparado para el conflicto que su agresor. El también era un gigante en tamaño y fuerza. Rápido como un relámpago, sus puños derecho e izquierdo cayeron como mazos de hierro en la cara del pobre chofer quien cayó de espaldas a la nieve suave donde casi desapareció.
—Hasta entonces, el cura había sido un espectador silencioso; pero el espectáculo y los gritos de su amigo a quien el extranjero aporreaba sin misericordia le hizo perder su paciencia. Quitando de su cuello la bolsa de seda que contenía el “buen dios”, lo colocó en el asiento del trineo y dijo: —Querido “buen dios”, por favor, permanece neutral; tengo que ayudar a mi chofer; no participes en este conflicto y yo castigaré a este Protestante infame como él merece.
—Pero el desgraciado chofer estaba completamente fuera de combate antes que el cura pudiera acudir en su auxilio. Su cara estaba cortada horriblemente, tres dientes quebrados, la mandíbula inferior desencajada y los ojos tan terriblemente dañados que duró varios días antes que volviera a ver algo.
—Cuando el hereje vio al sacerdote venir a renovar la batalla, se quitó su otro capote para estar más libre en sus movimientos. El cura no había sido tan sabio. Demasiado confiado de su fuerza hercúlea, cubierto de su abrigo pesado se echó encima del extranjero.
—Los dos combatientes eran verdaderos gigantes y los primeros golpes han de haber sido terribles de los dos lados. Pero el “hereje infame” probablemente no había tomado tanto como mi cura antes de salir de la casa, o tal vez era más experto en el intercambio de esos golpes salvajes. La batalla era larga y la sangre fluía libremente en ambos lados. Los gritos de los combatientes se hubieran oído a larga distancia si no fuera por el rugir del aire que en ese instante soplaba como un huracán.
—La tempestad, los gritos, la sangre, el sobrepelliz y ropa rota enrojecida de sangre coagulada formó un espectáculo tan terrible que se asustaron los caballos del cura y echándose a la nieve, dieron la espalda a la tempestad y corrieron rumbo a casa. Arrastraron los fragmentos del trineo volteado una grande distancia y llegaron a la puerta del establo con sólo unas partes pequeñas de los arreos.
—El “buen dios” aparentemente oyó la oración de mi cura y permaneció neutral; en todo caso no se puso de parte de su sacerdote, porque perdió y el infame Protestante permaneció el amo de batalla. El cura tenía que sacar a su chofer de la nieve donde había quedado enterrado como un buey degollado. Los dos tenían que arrastrarse como media milla antes de llegar a la granja más cercana donde llegaron después del anochecer.
—Pero lo peor no se ha dicho. Los caballos habían arrastrado el trineo cierta distancia, lo voltearon y lo hicieron pedazos. La bolsita de seda con la caja plateada y su contenido precioso se perdió en la nieve y aunque cientos de personas la buscaron no se halló. Y solamente hacia fines de junio, un niño, viendo algunos trapos en el lodo junto al camino, los levantó y cayó la pequeña caja plateada.
—Sospechando que era lo que la gente buscaba durante tantos días el invierno pasado, la llevó a la casa parroquial. Yo estaba presente cuando la abrieron. Habíamos esperado encontrar al “buen dios” más o menos intacto, pero estábamos destinados a ser desilusionados. ¡El “buen dios” estaba completamente fundido! (¡Le Bon Dieu etait fondú!)
Durante la recitación de esta historia picante, que fue narrada de la manera más divertida y cómica, los sacerdotes habían bebido libremente y se reían a carcajadas. Pero cuando llegó la conclusión: “¡Le Bon Dieu etait fondú!” Había un prorrumpir de carcajadas como nunca había oído. Los sacerdotes golpeaban el suelo con sus pies y la mesa con sus manos, llenando la casa con gritos de ¡Le Bon Dieu est fondú! ¡Le Bon Dieu est fondú! (El “buen dios” está fundido). Sí, el dios de Roma arrastrado por un sacerdote borracho en verdad se había fundido en la zanja lodosa. Este hecho glorioso fue proclamado por sus propios sacerdotes en medio de risa convulsiva y ante mesas llenas de botellas de vino recién vaciadas por ellos.
A mediados de marzo de 1839, pasé uno de los días más desgraciados de mi vida sacerdotal. Como a las dos de la tarde, un pobre irlandés de más allá de las altas montañas vino apresuradamente para que fuera a ungir a una mujer moribunda. Tardé diez minutos en correr a la iglesia, meter al “buen dios” en la pequeña caja plateada, encerrarlo todo en la bolsa de mi chaleco y subir al trineo rústico del irlandés.
Los caminos eran sumamente malos y teníamos que ir muy despacio. A las siete p.m., faltaban más de tres millas para llegar a la casa de la enferma. Ya oscurecía y el caballo estaba tan agotado que no era posible seguir adelante por el bosque tenebroso. Decidí pasar la noche en una choza de irlandeses pobres que vivían cerca del camino. Toqué a la puerta y pedí hospedaje. Fui recibido con esa demostración calurosa de respeto que todo irlandés Católico-romano sabe mostrar a sus sacerdotes mejor que nadie. La choza medía siete metros de largo y cinco de ancho. Fue hecho de troncos redondos entrelazados con abundancia de barro para evitar la entrada del aire y del frío. Seis gordos y saludables niños y niñas aunque medio desnudos y no muy bien lavados, se presentaron alrededor de sus buenos padres como testigos vivos de que esta choza, a pesar de su apariencia fea, era realmente un hogar feliz para sus habitantes. Además de ocho seres humanos protegidos bajo ese techo hospitalario, vi en un extremo de la choza una magnífica vaca con su becerro recién nacido y dos puercos finos. Estos dos últimos huéspedes estaban separados del resto de la familia sólo por una división, de como un metro de alto, hecha de ramas.
—Por favor, Su Reverencia, —dijo la buena mujer después de preparar la cena, —disculpe nuestra pobreza, pero tenga la seguridad que nos sentimos felices y muy honrados de hospedarle en nuestra humilde morada esta noche. Mi única pena es que solamente papas, leche y mantequilla tenemos para ofrecerle de cenar. En esta región apartada, el té, el azúcar y la harina de trigo son lujos escasos.
Le agradecí a la buena mujer su hospitalidad, asegurándole que las buenas papas, mantequilla fresca y leche eran el mejor manjar exquisito que me podrían ofrecer en cualquier lugar. Me senté a la mesa y comí una de las cenas más deliciosas de mi vida. Las papas estaban muy bien cocidas y la mantequilla, crema y leche eran de la mejor calidad. También mi apetito estaba bastante agudo debido a la jornada larga por las montañas escarpadas.
No les había dicho a esta buena gente ni a mi chofer que tenía en la bolsa de mi chaleco al “Le Bon Dieu” (el “buen dios”) porque les hubiera inquietado demasiado, añadiendo a mis otras dificultades. Cuando llegó la hora de dormir, me acosté con toda mi ropa. Dormí bien, porque estaba muy cansado debido a los caminos pesados y quebrantados desde Beauport hasta estas montañas distantes.
A la mañana siguiente antes del desayuno y del alba, me levanté y tan pronto que vimos el primer vislumbre para ver el camino, salí en dirección de la casa de la mujer enferma, después de ofrecer una oración en silencio.
No había viajado más de un cuarto de milla cuando metí mi mano en la bolsa de mi chaleco y para mi consternación indescriptible, descubrí que me faltaba la cajita plateada que contenía al “buen dios”. Un sudor frío pasó por mi cuerpo. Le dije al chofer que se parara y se regresara inmediatamente, porque perdí algo que tal vez encontraría en la cama donde dormí. Dentro de cinco minutos volvimos; al abrir la puerta encontré a la pobre mujer y su esposo casi enloquecidos. Estaban pálidos y temblorosos como criminales esperando ser condenados.
—¿No encontraron una cajita plateada después que salí? —pregunté.
—¡Ay, Dios mío! —respondió la mujer desolada, —sí la encontré, pero quiera Dios que nunca la hubiera visto; aquí está.
—Pero, ¿Por qué lamenta usted haberlo encontrado cuando yo estoy tan feliz de hallarla aquí segura en sus manos? —repliqué.
—¡Ay! Su Reverencia, usted no sabe qué desgracia tan terrible me sucedió hace menos de medio minuto antes que usted llamara a la puerta, —exclamó.
—¿Qué desgracia le habrá ocurrido en tan corto tiempo? —le pregunté.
—Bueno, por favor, Su Reverencia, abra la cajita y me comprenderá.
La abrí. ¡Pero el “buen dios” no estaba ahí! Mirándole a la cara de la mujer afligida, le pregunté: —¿Qué significa esto? ¡Está vacía!
—¡Significa —respondió, —que soy la mujer más desgraciada! Ni cinco minutos después que usted salió, fui a su cama y encontré esa cajita. No sabiendo qué era, la enseñé a mis hijos y a mi esposo. Le pedí a mi esposo que la abriera, pero rehusó hacerlo. Entonces la volteé por todos lados intentando adivinar qué contenía, hasta que el diablo me tentó tanto que decidí abrirla. Vine a este rincón donde está esta lámpara pálida y la abrí. Pero,
¡Ay, Dios mío! no me atrevo a decir lo demás.
Al decir estas palabras, cayó al suelo en un ataque de histeria, con gritos agudos y echando espuma por la boca. Arrancaba cruelmente su cabello con sus propias manos. Los gritos y lamentaciones de los niños eran tan angustiosos que apenas pude evitar de llorar también.
Después de varios momentos de la mayor agonía, viendo que se calmaba más la mujer, me dirigí al esposo diciendo: —Por favor, explíqueme estas cosas tan extrañas.
Al principio apenas pudo hablar, pero como yo le presionaba, me dijo con voz temblorosa: —Por favor, Su Reverencia, mire ese recipiente que usan los niños y tal vez comprenderá nuestra desolación. Cuando mi esposa abrió la cajita, no se fijó que ahí estaba el recipiente directamente abajo de sus manos. ¡Al abrirla, lo que había en la cajita plateada cayó en el recipiente y se hundió! Todos nos llenamos de asombro cuando llamó usted a la puerta y entró.
Me sentí tan sobrecogido de horror indecible al pensar que el cuerpo, sangre, alma y divinidad de mi Salvador Jesucristo estaba ahí hundido en ese recipiente, que me quedé mudo y por largo rato no sabía ni qué hacer. Primero vino a mi mente que debería meter mi mano al recipiente e intentar rescatar a mi Salvador de ese sepulcro de ignominia, pero no podía reunir suficiente valor para hacerlo.
Por fin, pedí a la pobre familia desolada que cavara un hoyo de un metro y que lo enterraran con su contenido y salí de la casa después que les prohibí jamás decir una sola palabra de esa terrible calamidad.
En uno de los libros más sagrados de leyes y reglamentos de la Iglesia de Roma, (Misale Romanum) leemos en la página 58: “Si el sacerdote vomita la eucaristía, si las especies aparecen enteras, que sean tragadas reverentemente a menos que surja la enfermedad; para entonces, que las especies consagradas sean separadas con cuidado y sean guardadas en un lugar sagrado hasta que se corrompan y después echarlas a la basura. Pero si las especies no aparecen, sea quemado el vómito y las cenizas echadas a la basura”.
Cuando yo era sacerdote de Roma estaba obligado con todos los Católico-romanos, a creer que Cristo había puesto su propio cuerpo en su boca con sus propias manos y que él se comió a sí mismo, no espiritualmente, sino de una manera material y substancial. ¡Después de comer a sí mismo, se dio a cada uno de sus discípulos quienes le comieron también! !En todas las edades oscuras del paganismo, el mundo jamás ha visto a semejante sistema de idolatría tan degradante, impía, ridícula y diabólica en su consecuencia como el dogma de Transubstanciación que enseña la Iglesia de Roma!
Cuando con la luz del Evangelio en la mano, el Cristiano entra a esos escondrijos horribles de superstición, necedad e impiedad, casi no puede creer a sus ojos y oídos. ¡Parece imposible que los hombres puedan consentir en adorar a un dios que las ratas puedan comer! ¡Un dios que puede ser arrastrado y perdido en una zanja lodosa por un sacerdote borracho! ¡Un dios que puede ser comido, vomitado y comida otra vez por aquellos que tienen suficiente valor para comer otra vez lo que hayan vomitado!
La religión de Roma no es una religión, es una parodia, la caricatura despreciable y la destrucción de religión. La Iglesia de Roma, como hecho público, no es más que el cumplimiento de esa profecía terrible: “Por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos, Dios les envía un poder engañoso para que crean la mentira.” (2 Tes. 2:10-11)