Ningunas palabras pueden expresar la consternación, ansiedad y vergüenza de  un niño romanista, cuando oye por primera vez a su sacerdote decir desde el  púlpito en un tono severo y solemne: Esta semana mandarán a sus hijos a  confesarse. Asegúrense que comprendan que esta acción es la más importante de  sus vidas. Decidirá su eterna felicidad o miseria. Padres y madres, si su hijo  oculta sus pecados y comienza a mentir al sacerdote, quien ocupa el lugar de  Dios mismo, este pecado es casi irreparable. El diablo tomará posesión de su  corazón; su vida será una serie de sacrilegios; y su muerte y eternidad, las de  un malvado.
Yo estaba en la iglesia de St. Thomas cuando estas palabras cayeron sobre mí  como una bomba. Frecuentemente había oído a mi madre decir que de la primera  confesión dependía mi eterna felicidad o miseria. Por tanto, esa semana iba a  decidir mi eterno destino.
Pálido y asustado, salí de la iglesia y volví a la casa de mis parientes. Tomé mi lugar en la mesa, pero no podía comer. Fui a mi recámara para examinar mi conciencia y acordarme de todas mis acciones, palabras y pensamientos pecaminosos. Aunque apenas cumplía diez años, esta tarea era abrumadora.
Cuando comencé a contar todos mis pecados, se confundía mi memoria, mi cabeza  se sentía mareada, mi corazón pulsaba rápidamente y mi frente sudaba  profusamente. Sentí desesperación; era imposible para mí acordarme de  todo.
Pasé la noche casi sin dormir. En un sueño espantoso, sentí que había sido  echado al infierno por no haber confesado todos mis pecados al sacerdote.  Desperté fatigado por los fantasmas de aquella noche terrible. Pasé  preocupaciones similares los tres días previos a mi primera confesión. Tenía  constantemente delante de mí, el rostro de aquel sacerdote severo que nunca me  sonreía. El estaba presente en mis pensamientos durante el día y en mis sueños  durante la noche, como el ministro de un Dios airado, justamente irritado contra  mí a causa de mis pecados. Perdón, en efecto, había sido prometido bajo la  condición de una buena confesión; pero también mi lugar en el infierno me fue  mostrado si mi confesión no fuera la más perfecta posible.
Ahora, mi conciencia afligida me decía que habría una probabilidad de noventa  y nueve a uno que mi confesión sería mala. Fuera por olvidar algunos pecados o  por falta de contrición de la cual había oído tanto, pero cuya naturaleza y  efecto creaba un caos total en mi mente.
Así, la cruel Iglesia de Roma quitó mi tierno corazón del bueno y  misericordioso Jesús, cuyo amor y compasión me hacía derramar lágrimas de gozo  al lado de mi madre. El Salvador a quien esa Iglesia me hizo adorar, por medio  del temor, no era el Salvador que llamó a los niños acercarse a él para  bendecirlos y tomarlos en sus brazos. Sus manos impías pronto me colocarían a  los pies de un hombre pálido y severo, digno representante de un dios  despiadado. Yo temblaba ante el estrado de una divinidad implacable, mientras el  Evangelio sólo pedía lágrimas de amor y gozo, derramadas a los pies del Amigo de  los pecadores.
Por fin, llegó el día de la confesión, o más bien, de juicio y condenación.  Yo me presenté ante el sacerdote.
El Sr. Beaubien era un sacerdote nuevo, quien no favorecía nuestra escuela  más que su predecesor. Incluso se había encargado de predicar un sermón en  contra de la escuela hereje. Su falta de amor por nosotros fue plenamente  recíproca.
El Sr. Beaubien también ceceaba y tartamudeaba. Una de mis diversiones  favoritas era imitarlo, la cual producía estallidos de risa en todos nosotros.  Yo tenía que examinarme sobre cuántas veces me había burlado de él. Esta  circunstancia no fue calculada para hacer mi confesión más agradable.
Por fin, me arrodillé al lado de mi confesor. Todo mi cuerpo temblaba. Repetí  el rezo preparatorio a la confesión, sin saber lo que dije.
Según las instrucciones dadas antes de la confesión, creíamos que el  sacerdote era casi la personificación de Jesucristo. Por lo tanto, creí que mi  pecado más grande era el haberme mofado del sacerdote. Habiendo aprendido que  era mejor confesar los pecados más grandes primero, comencé así: —Padre, me  acuso de haberme burlado de un sacerdote.
Apenas había dicho estas palabras cuando este supuesto representante del  humilde Salvador preguntó bruscamente: —¿De cuál sacerdote te burlaste  muchacho?
Yo hubiera preferido cortarme la lengua que decirle en la cara quien era. Así  que, guardé silencio un rato; mi silencio le puso nervioso y casi enojado. Con  un tono arrogante dijo: —¿De cuál sacerdote tomaste la libertad de burlarte de  él?
Vi que tenía que responder. Afortunadamente su arrogancia me hizo más firme y  audaz. Dije: —Señor, usted es el sacerdote de quien me burlaba.
—¿Pero cuántas veces te encargaste de burlarte de mí, muchacho?
—Intenté descubrirlo, —contesté, —pero nunca pude.
—Tienes que decirme cuántas veces; porque burlarse de su propio sacerdote es  un gran pecado.
—Es imposible darle el número de veces, —respondí.
—Bueno, hijo mío, ayudaré a tu memoria haciéndote preguntas. Dime la verdad.  ¿Piensas que te hayas burlado de mí diez veces?
—Muchas más veces, señor.
—¿Cincuenta veces?
—Muchas más todavía.
—¿Cien veces?
—Diría quinientas veces o quizás más, —contesté.
—Bueno, muchacho, ¿Pasas todo el tiempo burlándote de mí?
—No todo, pero desgraciadamente lo hago muchas veces.
—Bien dices desgraciadamente, porque burlarse de su sacerdote, quien ocupa el  lugar de nuestro Señor Jesucristo, es un gran pecado para ti. Pero, dime  muchachito, ¿Por qué te has burlado de mí así?
En el examen de mi conciencia no había previsto que sería obligatorio a  dar la razón por haberme burlado del sacerdote y estaba asombrado por sus  preguntas. No me atreví a contestar, mudo por la vergüenza que me abrumaba. Pero  con su perseverancia hostigadora, el sacerdote insistía que le dijera por qué me  había burlado de él, diciendo que sería condenado si no dijera toda la verdad.  Así que, le dije, —Me he burlado de usted por varias cosas.
—¿Qué es lo primero que te hizo burlar de mí? —siguió el sacerdote.
—Me reía de usted porque ceceaba. Entre los alumnos de nuestra escuela,  muchas veces imitamos su predicación para provocar la risa.
—¿Has hecho esto frecuentemente?
—Casi todos los días, especialmente desde que predicó contra  nosotros.
—¿Por cuál otra razón te reíste de mí, muchachito?
Por largo rato quedé en silencio. Cada vez que abría mi boca para hablar me  faltaba valor. El seguía incitándome. Por fin, dije: —Hay rumores en el pueblo  que usted enamora a las muchachas; que usted visita a las señoritas Richards  todas las tardes y esto nos hace reír.
Evidentemente el pobre sacerdote fue abrumado por mi respuesta y dejó de  preguntarme sobre ese tema. Cambiando la conversación, dijo: —¿Cuáles son tus  otros pecados?
Empecé a confesarlos en el orden en que llegaban a mi memoria. Pero el  sentimiento de vergüenza que me dominaba al repetir todos mis pecados a este  hombre, era mil veces peor que el haber ofendido a Dios. No quedó ningún lugar  para algún sentimiento religioso.
Cuando había confesado todos los pecados que podía recordar, el sacerdote me  empezó a hacer las preguntas más extrañas sobre asuntos de los cuales mi pluma  tiene que guardar silencio. Dije: —Padre, no entiendo lo que me  pregunta.
—Yo te pregunto sobre el sexto mandamiento (séptimo en la Biblia). Confiesa  todo; irás al infierno si por tu falta omites algo, —inmediatamente arrastró mi  mente a regiones que, gracias a Dios, hasta ese momento me eran  desconocidas.
Le respondí, —No entiendo o nunca he hecho esas cosas.
Astutamente volvió a asuntos secundarios; luego, sutilmente regresó a su tema  favorito: pecados de libertinaje.
Sus preguntas eran tan inmundas que me ruboricé, nauseabundo de repugnancia y  vergüenza. Más de una vez, lamentablemente, había estado en compañía de malos  muchachos, pero ninguno había ofendido a mi naturaleza moral tanto como este  sacerdote. En vano le decía que no era culpable de tales cosas y que aún no  entendía lo que me preguntaba, pero no me iba a dispensar. Como un buitre, ese  cruel sacerdote parecía determinado a contaminar y arruinar mi corazón.
Por fin, me hizo una pregunta con una forma de expresión tan vulgar que un  sentimiento de horror me hizo temblar. Fui tan lleno de indignación que le dije:  —Señor, yo soy muy malo; he visto, oído y hecho muchas cosas que lamento, pero  nunca fui culpable de lo que usted me menciona. Mis oídos nunca han oído nada  tan malvado como lo que usted ha dicho. Por favor, ya no me haga esas preguntas;  no me enseñe más maldad de la que ya sé.
El resto de mi confesión era corto. La firmeza de mi voz evidentemente asustó  al sacerdote y le hizo sonrojar. De pronto se detuvo y comenzó a darme un buen  consejo que me hubiera sido útil si las profundas heridas de sus preguntas no me  hubieran dejado tan absorto en mis pensamientos. Me dio una corta penitencia y  me despidió.
Salí del confesionario irritado y confundido. Fui a un rincón retirado de la  iglesia para hacer mi penitencia, es decir, repetir los rezos que me había  indicado.
Permanecí un largo tiempo en la iglesia. Necesitaba calma después de una  prueba tan terrible. Pero en vano busqué reposo. Las preguntas vergonzosas que  me había hecho, el mundo de iniquidad al que fui introducido, los fantasmas  impuros por los cuales mi corazón de niño había sido contaminado, confundieron y  afligieron tan extrañamente a mi mente que empecé a llorar amargamente.
¿Por qué esas lágrimas? ¿Por qué esa desolación? ¿Lloré por mis pecados? ¡Ay!  Mis pecados no suscitaron estas lágrimas. Yo pensaba en mi madre quien tan bien  me cuidó; ella tuvo tanto éxito en proteger mis pensamientos de esas formas de  pecado, los pensamientos que en ese momento contaminaban mi corazón. Dije a mí  mismo: ¡Ah! Si mi madre hubiera escuchado esas preguntas, si ella pudiera ver  los malos pensamientos que me inundan en este momento; si supiera a cual escuela  me mandó cuando me aconsejó en su última carta ir a confesarme, cómo sus  lágrimas se mezclarían con las mías. Parecía que mi madre no me amaría más, al  ver la contaminación con la cual ese sacerdote había profanado mi alma.
Me sentí sumamente decepcionado al ser alejado tan lejos del Salvador por ese  confesionario que había prometido acercarme más a él. Salí de la iglesia sólo  cuando fui obligado a hacerlo por el anochecer y llegué a la casa de mi tío con  el sentimiento de haber hecho una mala acción y el temor de ser  descubierto.
Este tío, como la mayoría de los ciudadanos principales de St. Thomas, era  Católico-romano en nombre, sin embargo, no creía ni una sola palabra de sus  doctrinas. El se reía de los sacerdotes, sus misas, su purgatorio y  especialmente de su confesión. El no ocultaba que cuando era niño se escandalizó  por las palabras y acciones de un sacerdote en el confesionario. El me habló en  bromas, aumentando mi pena y dolor. —Ahora, —me dijo, —serás un buen muchacho.  Pero si has oído tantas cosas nuevas como yo la primera vez que fui a  confesarme, eres un muchacho muy instruido. —Y estalló en risa.
Yo me sonrojé y guardé silencio. Mi tía quien era una Católico-romana devota,  me dijo: —¿No es cierto que tu corazón siente alivio desde que confesaste todos  tus pecados? Yo le di una respuesta evasiva, pero no podía ocultar mi  tristeza.
Pensé que yo era el único niño a quien el sacerdote había hecho esas  preguntas tan contaminantes. Pero grande fue mi sorpresa cuando supe que a mis  compañeros no les había ido mejor. Pero en lugar de entristecerse, ellos se  reían.
—¿Te hizo tal y tal pregunta? —demandaban riéndose estrepitosamente.
Yo rehusaba contestar y decía: —¿No se avergüenzan ustedes de hablar de esas  cosas?
—¡Ja, ja! Cuán escrupuloso eres, —continuaban, —si no es un pecado para un  sacerdote hablarnos de esas cosas, ¿Cómo podrá ser un pecado para  nosotros?
Yo me quedé confundido, no sabiendo qué decir. Pronto percibí que aun las  niñas habían sido contaminadas y escandalizadas por las preguntas del sacerdote.  Pude entender que les hizo las mismas preguntas. Algunas estaban indignadas,  mientras otras se reían de buena gana.
Mi intención no es sugerir que este sacerdote era más culpable que los demás,  o que no hizo más que cumplir los deberes de su ministerio. Tal fue mi opinión  en ese tiempo y detestaba a ese hombre con todo mi corazón, hasta que supe  mejor. Este sacerdote sólo había hecho su deber; sólo estaba obedeciendo al Papa  y sus teólogos.
La desgracia del Sr. Beaubien, como todos los sacerdotes de Roma, era haberse  atado por juramentos terribles a no pensar por él mismo ni usar la luz de su  propia razón.
Si hubiera quedado solo, el Sr. Beaubien naturalmente sería demasiado  caballero para hacer tales preguntas. Pero sin duda él había leído a Ligorio,  Dens y Debreyne, autores aprobados por el Papa y fue obligado a tomar las  tinieblas por la luz y el vicio por la virtud.
C A P I T U L O 4
Poco después de la prueba de la confesión auricular, mi amiguito Louis  Cazeault me abordó y me dijo: —¿Sabes lo que ocurrió anoche?
—No, —le contesté, —¿Qué pasó?
—Tú sabes que nuestro sacerdote pasa casi todas las tardes en la casa del Sr.  Richards. Todo el mundo piensa que va ahí por sus dos hijas. Bueno, para  curarlo, mi tío, el Dr. Tache, y otros seis hombres se enmascararon y le  azotaron sin misericordia cuando venía de regreso a las once de la noche. Ya lo  sabe todo la aldea y todos se parten de risa.
Mi primer sentimiento era de gozo; pues, sus preguntas me habían herido tanto  que no podía perdonarlo. No obstante, oculté mi gusto y repliqué, —Tú me estás  contando un cuento malvado; no puedo creer una sola palabra.
—Bueno, —dijo el joven Cazeault, —ven a las ocho, esta noche, a la casa de mi  tío. A esa hora celebrarán una reunión secreta. Sin duda hablarán de la píldora  dada al sacerdote anoche. Vamos a escondernos como siempre y escucharemos todo.  Te aseguro que será interesante.
—Yo iré, —le contesté, —pero no creo ni una palabra de esa historia.
En la escuela, la mayoría de los alumnos se agruparon en plática animada y  risa convulsiva. Algo fuera de lo normal había ocurrido en la aldea. Me acerqué  a varios de esos grupos y todos me recibieron con la pregunta: —¿Sabías que le  dieron una paliza al sacerdote anoche al venir de la casa de las señoritas  Richards?
Yo dije, —Ese cuento fue inventado en broma; si alguien hubiera golpeado al  sacerdote, seguramente no se jactaría del hecho.
—Pero nosotros oímos sus gritos, —respondieron muchas voces.
—Seguramente se equivocan acerca de su voz, —dije.
—Nosotros corrimos a ayudarle, —dijeron algunos, —y reconocimos la voz del  sacerdote. Es el único en la aldea que cecea.
—Nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, —dijeron otros.
La campana de la escuela puso fin a esa plática. Al salir de clases, regresé  a casa y encontré a mi tío y mi tía metidos en un debate caluroso. Mi tío quería  ocultar el hecho de que él contaba entre aquellos que habían azotado al  sacerdote. Pero daba detalles tan precisos y se divertía tanto de la aventura,  que era fácil ver que él participó en el complot. Mi tía estaba  indignada.
Ese debate amargo me enfadó tanto, que me retiré a mi alcoba. Cambié muchas  veces mi resolución de ir a la sesión secreta en la noche. Había rehusado ir a  las dos sesiones anteriores y una voz silenciosa me dijo que había hecho bien.  Luego me atormentaba el deseo de saber exactamente lo que había  ocurrido.
Quince minutos antes de la reunión, mi amigo vino y dijo: Apresúrate, ya  están llegando los miembros de la asociación.
Todos mis buenos propósitos se esfumaron y a los pocos minutos estaba  escondido en un rincón de ese cuartito donde aprendí tantas cosas extrañas y  escandalosas de las vidas de los sacerdotes de Canadá.
El Dr. Tache presidió. Era elocuente por naturaleza y hablaba con profunda  convicción. Sus oraciones cortas y agudas penetraron en lo más recóndito del  alma. En sustancia, dijo lo siguiente: —Caballeros, estoy feliz de ver aquí  mayor número de asistentes de lo normal. Los eventos graves de anoche, sin duda,  han hecho a muchos decidir asistir a los debates que algunos empezaron a  abandonar; pero la importancia de los cuales parece aumentar de día en  día.
—La cuestión discutida en nuestra última sesión, “El Sacerdote”, es asunto de  vida y muerte, no sólo para nuestra Canadá joven y hermosa, sino moralmente para  nuestras familias y cada uno de nosotros.
—Yo sé que hay una sola opinión entre nosotros tocante a los sacerdotes. Me  alegro que esta opinión la sostiene todos los hombres educados de Canadá y  Francia, más bien, de todo el mundo. El reinado del sacerdote es el reinado de  la ignorancia, corrupción y la más descarada inmoralidad, bajo el disfraz de la  hipocresía más refinada. El reinado del sacerdote es la muerte de nuestras  escuelas; es la degradación de nuestras esposas y la prostitución de nuestras  hijas. Es el reinado de la tiranía y la pérdida de libertad.
—Tenemos una sola escuela buena en todo nuestro condado y es un gran honor  para nuestra aldea. Ahora, fíjense cuán enérgicamente todos los sacerdotes que  vienen a trabajar aquí intentan cerrar esa escuela. Usan todos los medios  posibles para destruir ese enfoque de luz que apoyamos con tanto  sacrificio.
—Con el sacerdote de Roma, nuestros hijos no nos pertenecen. El es su amo.  Déjenme explicar: El sacerdote nos honra con la creencia de que los cuerpos,  carne y huesos, de nuestros hijos son nuestros y por tanto, es nuestro deber  vestirlos y alimentarlos. Pero las partes más nobles y más sagradas, el  intelecto, el corazón y el alma, el sacerdote reclama como propiedad suya. Tiene  la audacia de decirnos que solamente a él le corresponde iluminar esos  intelectos, formar esos corazones y moldear esas almas como a él le convenga.  Tiene la impudencia de decirnos que somos demasiado tontos o perversos para  saber nuestro deber al respeto; que no tenemos el derecho de escoger nuestro  maestro de escuela; y que no tenemos el derecho de dar a esas almas, hambrientas  de la verdad, una sola migaja de ese alimento preparado con tanta sabiduría y  éxito por hombres ilustres de todas las edades.
—Por medio del confesionario, los sacerdotes envenenan las fuentes de vida en  nuestros hijos. Los inician en misterios de iniquidad que aterrorizarían a un  esclavo de las galeras. Antes que cumpliera quince años, ya había aprendido más  sinvergüenzadas de la boca de mi confesor que los que he conocido en todos mis  estudios y en mi vida como médico durante veinte años. Hace pocos días, pregunté  a mi sobrinito Louis Cazeault lo que había aprendido en su confesión. El repitió  cosas que me da vergüenza decir en presencia de ustedes y que ustedes, padres de  familia, no podrían escuchar sin sonrojarse. Y no solamente ponen esas preguntas  a nuestros niños, sino también a nuestras queridas niñas. ¿No somos los hombres  más degradados si no rompemos el yugo de hierro que el sacerdote impone a  nuestro querido país y por medio del cual nos mantiene a sus pies como viles  esclavos, tanto a nosotros como a nuestras esposas e hijos?
—¿Necesito decirles que para la mayoría de las mujeres, el confesionario es  una cita de coquetería y amor? ¿No sienten, como yo, que por medio del  confesionario el sacerdote es más el amo de los corazones de nuestras esposas  que nosotros mismos? ¿No van invariablemente nuestras esposas a los pies del  sacerdote para abrirle los secretos más sagrados e íntimos de nuestras vidas  como esposos y padres? El esposo ya no es la guía de su esposa en las sendas  oscuras y difíciles de la vida. ¡Es el sacerdote! Ya no somos sus amigos y  consejeros naturales. Ya no nos confían sus ansiedades y cuidados. Ya no esperan  recibir de nosotros los remedios para las miserias de esta vida. Hacia el  sacerdote vuelven sus pensamientos y deseos. El tiene su entera y exclusiva  confianza. En una palabra, el sacerdote es el verdadero esposo de nuestras  mujeres. El es quien posee su respeto y sus corazones a tal grado que ninguno de  nosotros atrevimos aspirar.
—Si fuera el sacerdote un ángel, si no fuera carne y sangre como nosotros,  entonces estuviéramos indiferentes a lo que pudiera ocurrir entre él y nuestras  esposas a quienes tiene a sus pies, en sus manos y aún más en su corazón. Pero,  ¿Qué me dice mi experiencia, no sólo como médico, sino también como ciudadano de  St. Thomas? ¿Qué les dice la suya?
—Nuestra experiencia nos dice que el sacerdote en lugar de ser más fuerte, es  más débil que nosotros generalmente en lo que respecta a las mujeres. Sus votos  fingidos de castidad perfecta, lejos de hacerle menos vulnerable a las flechas  de Cupido; le hacen más fácilmente la víctima.
—De hecho, los últimos cuatro sacerdotes que vinieron a St. Thomas, ¿No han  seducido tres de ellos a muchas de las esposas e hijas de nuestras familias más  respetadas? ¿No está llena de indignación toda la parroquia por las largas  visitas de noche por nuestro sacerdote actual a dos muchachas cuyos morales  disolutos no son secretos para nadie?
—En la sesión anterior, muchos pensaron que sería bien hablar al obispo  acerca del escándalo causado por esas visitas de noche. Pero la mayoría opinó  que el obispo no prestaría atención a nuestra queja, o mandaría a otro que no  sería mejor. Esa mayoría decidió unánime administrarle la justicia con nuestras  propias manos. El sacerdote es nuestro siervo; le pagamos un gran diezmo, por  tanto, tenemos derecho sobre él. El ha abusado de nosotros por negligencia  pública de las leyes más básicas de la moralidad. Sus visitas nocturnas dan a  nuestra juventud un ejemplo de perversidad, los efectos del cual nadie puede  calcular.
—Se decidió unánimemente darle una paliza, sin necesidad de decir por quienes  fue hecho. Pueden estar seguros que la flagelación del Sr. Beaubien anoche,  nunca será olvidada por él.
—¡Que el cielo conceda que esta corrección fraternal, enseñe a todos los  sacerdotes de Canadá que su reinado de oro ya se acabó; que los ojos de la gente  están abiertos y que su dominio está llegando a su fin!
Todos escucharon este discurso con silencio profundo y el Dr. Tache vio, por  el aplauso, que sus palabras habían sido el sentir de todos.
Luego, siguió un caballero llamado Dubord quien, substancialmente, dijo lo  siguiente: —Señor Presidente, yo no estaba entre aquellos que dieron al  sacerdote esta expresión de sentimiento público con la lengua enérgica del  látigo. No obstante, quisiera haberlo hecho. Gustosamente hubiera cooperado en  darle esa lección a los sacerdotes de Canadá.
—Permítame decir la razón: Mi hija, quien tiene doce años, fue a confesarse  con las otras, hace varias semanas. Lo hizo en contra de mi voluntad. Yo sé por  experiencia propia que, de todas las acciones en la vida de una persona, el  confesarse es la más degradante. ¿Por qué las naciones Católico-romanas son  inferiores a las Protestantes? Entre más la gente de esas naciones van a  confesarse, más rápido se echan abajo en inteligencia y moralidad. Tengo un  ejemplo de esto en mi propia casa.
—Como dije, yo estaba en contra de que fuera a confesarse mi hija; pero su  pobre madre, quien estaba bajo el control del sacerdote, fervientemente quería  que fuera. Para no tener una escena desagradable en mi casa, cedí a las lágrimas  de mi esposa.
—Al día siguiente, ellas pensaron que yo estaba ausente; pero estaba en mi oficina con la puerta suficientemente abierta para oír lo que se decía. Mi esposa y mi hija tuvieron la siguiente conversación: —¿Qué es lo que te hace tan pensativa y triste, mi querida Lucy, desde que fuiste a confesarte?
Deberías sentirte más feliz ya que has confesado tus pecados.
—Lucy no le contestó. Después de dos o tres minutos de silencio, su madre le  dijo: —¿Por qué lloras mi querida hija? ¿Te sientes mal?
—Todavía no respondía la niña. Por supuesto, me puse muy atento. Ya me  imaginé la prueba horrible que habría ocurrido. Mi corazón latía de inquietud y  cólera. Después de una pausa, mi esposa le habló con suficiente firmeza para  forzarla a contestar. Con voz temblorosa y medio suprimida por sollozos, mi  querida hija respondió, —¡Ay, mamá!, si supieras lo que me preguntó el sacerdote  y lo que él me dijo en el confesionario, estarías tan triste como yo.
—Pero, ¿Qué te dijo? El es un hombre santo. Ciertamente no le entendiste si  piensas que te dijo algo malo para herirte.
—Querida madre, —dijo, echándose en los brazos de su madre, —¡No me pidas que  te confiese lo que me dijo el sacerdote! El me dijo cosas tan vergonzosas que no  puedo repetirlas. Pero lo que más me duele es la imposibilidad de desterrar de  mis pensamientos las cosas odiosas que él me enseñó. Sus palabras inmundas son  como las sanguijuelas puestas en el pecho de mi amiga Luisa, no podían quitarlas  sin romper la carne. ¿Qué ha de ser su opinión de mí para haberme hecho tales  preguntas?.
—Mi hija ya no dijo más, pero empezó a llorar. Después de un corto silencio  mi esposa respondió: —Voy a ir al sacerdote y le diré que tenga más cuidado cómo  habla en el confesionario. Yo misma me he fijado que se pasa de la raya con sus  preguntas. No obstante, pensé que sería más prudente con los niños. Te pido, sin  embargo, que nunca hables de esto con nadie, especialmente con tu pobre padre,  porque él tiene tan poca religión y esto lo dejaría sin nada.
—Yo no podía contenerme más. Entré bruscamente en la sala. Mi hija corrió,  llorando, a mis brazos; mi esposa gritó de terror y casi se desmayó.
—Dije a mi hija: —Si tú me amas, pon tu mano sobre mi corazón y prométeme que  nunca volverás a confesarte. Teme a Dios, hija mía, anda en su presencia, porque  él te ve en cualquier lugar. Día y noche está dispuesto a perdonarnos. Nunca  vuelvas a ponerte a los pies de un sacerdote para ser contaminada y degradada  por él.
—Esto, mi hija me prometió.
—Cuando mi esposa se recuperó de la sorpresa, le dije: —Señora, por largo  tiempo el sacerdote ha sido todo para ti, y tu esposo nada. Hay un poder oculto  y terrible que gobierna tus pensamientos, afectos y hechos y es el poder del  sacerdote. Esto lo has negado muchas veces, pero la Providencia ha decidido hoy  que este poder sea para siempre quebrantado para ti y para mí. Yo quiero ser el  gobernante en mi propia casa y desde este momento, el poder del sacerdote sobre  ti tiene que cesar, a menos que prefieras salir de mi casa para siempre. ¡El  sacerdote ha reinado aquí demasiado tiempo! Pero, ahora que sé que ha manchado y  contaminado el alma de mi hija, ¡Su imperio tiene que caer! Si tú vuelves a  llevar tu corazón y tus secretos a los pies del sacerdote, ten la bondad de  nunca volver a la misma casa conmigo.
Tres discursos más siguieron, todos cargados de detalles y hechos que prueban  que el confesionario era la causa principal de la desmoralización deplorable de  St. Thomas.
C A P I T U L O 5
Al día siguiente, escribí una carta a mi madre: “Por amor a Dios, ven por mí;  no soporto más estar aquí. Si supieras lo que mis ojos han visto y mis oídos han  escuchado no demorarías en venir.”
De verdad, si no tuviera que cruzar el río St. Lawrence, hubiera salido a  Murray Bay el día después de la sesión secreta. Me acordaba de los días  tranquilos y felices que pasaba con mi madre leyendo los capítulos hermosos de  la Biblia que ella escogía para instruirme e interesarme. ¡Cuán diferente era  nuestra conversación después de esas lecturas de las conversaciones oídas en St.  Thomas!
Dichosamente, el deseo de mis padres de verme nuevamente era tan grande como  el mío. Después de varias semanas, mi madre vino por mí. Me apretó contra su  corazón y me llevó a los brazos de mi padre.
Llegué a la casa el 17 de julio de 1821 y pasé toda la tarde al lado de mi  padre. Con gusto él me examinó en gramática, álgebra y aun en geometría. Más de  una vez le noté lágrimas de gozo cuando vio que mis respuestas fueron correctas.  —¡Qué maestro tan admirable ha de ser este Sr. Jones, —dijo, —para haber  avanzado tanto a un niño en el corto espacio de catorce meses!
¡Cuán dulces pero cortas eran esas horas! Tuvimos adoración en familia: Yo  leí de Lucas, el regreso del hijo pródigo, luego mi madre cantó un himno de gozo  y gratitud. Fui a dormir con mi corazón lleno de felicidad, para tomar el sueño  más dulce de la vida. Pero, ¡Ay, Dios! ¡Qué terrible despertar habías preparado  para mí!
Como a las cuatro de la mañana, los gritos de mi madre cayeron sobre mis  oídos.
—¿Qué sucede, querida madre?
—¡Ay, mi querido hijo! ¡Ya no tienes padre! ¡Está muerto! al decir estas  palabras, se desmayó y cayó inconsciente al suelo.
Mientras un amigo, quien había pasado la noche con nosotros, la atendía, me  apresuré a la cama de mi padre. Le apreté a mi corazón, le besé, le cubrí con  mis lágrimas, moví su cabeza, apreté sus manos e intenté levantarlo sobre su  almohada. No podía creer que estaba muerto. Me parecía que aun si estuviera  muerto, volvería a vivir; que Dios no podía quitarme así a mi padre en el  preciso momento cuando me había vuelto a él, después de tan larga ausencia. Me  arrodillé a orar, pero mis lágrimas y clamores eran inútiles. ¡Estaba muerto!  ¡Ya estaba frío como hielo!
Dos días después, lo enterraron; mi madre, tan sobrecogida de dolor, no pudo  seguir la procesión funeraria. Yo me quedé con ella como su único apoyo  terrenal. ¡Pobre mamá! ¡Cuántas lágrimas derramó en esos días de sumo dolor!  Aunque tan joven, yo comprendí la grandeza de nuestra pérdida y mezclé mis  lágrimas con las de ella.
Cuán dolorosas son las noches desveladas de una mujer cuando Dios le quita a  su esposo repentinamente en la flor de la vida y la deja sola, hundida en la  miseria, con tres hijos pequeños, dos de ellos demasiado chicos para comprender  su pérdida. Cada objeto en la casa y cada paso que toma, le recuerda su pérdida.  Cuán amargas son las lágrimas cuando su niño más chiquito se echa en sus brazos  y dice: —Mamá, ¿Dónde está papá? ¿Por qué no regresa?, ¡Me siento solo!
Yo escuchaba sus sollozos durante las largas horas de días y noches. Muchas  veces, de rodillas, imploraba a Dios tener misericordia de ella y sus tres  huérfanos infelices. Yo no podía hacer nada entonces para consolarla excepto  amarla, orar y llorar con ella.
Pocos días después del entierro, vi al Sr.  Courtois llegando a nuestra casa. El era el párroco que había intentado  quitarnos nuestra Biblia. El tenía la fama de rico; por tanto, mi primer  pensamiento fue que venía a consolarnos y ayudarnos. Y vi que mi madre tenía la  misma esperanza. Ella le recibió como un ángel del cielo.
Desde sus primeras palabras, sin embargo, vi que nos iba mal. Intentó  mostrarse compasivo y habló de la confianza que deberíamos tener en Dios en los  tiempos de prueba, pero sus palabras eran frías y secas.
Volteándose a mí, dijo: —¿Sigues leyendo la Biblia muchachito?
—Sí, señor, —contesté, mi voz temblando del temor de que intentaría  nuevamente quitarnos ese tesoro, ya que no tenía un padre para  defenderlo.
Entonces dijo: —Señora, yo le dije que ni usted ni su hijo deben leer ese  libro.
Mi madre bajó los ojos y respondió sólo con las lágrimas que caían de sus  mejillas.
Después de un largo silencio, el sacerdote continuo: —Señora, necesita usted  pagar las oraciones que se han cantado y los servicios que pidió que se  ofrecieran por el reposo del alma de su marido. Le estaré muy agradecido si me  paga esa pequeña deuda.
—Señor Courtois, —contestó mi madre, —mi esposo no me dejó nada, más que  deudas. Solamente me quedan mis manos para ganarme la vida. No por mí, sino por  amor a estos huérfanos, no tome lo poco que nos queda.
—Pero, señora, su esposo murió repentinamente sin ninguna preparación; así  que, él está en las llamas del purgatorio. Para librarlo necesita usted unir sus  sacrificios personales a las oraciones y misas de la Iglesia.
—Como le dije, mi esposo me ha dejado absolutamente sin fondos y es imposible  darle algún dinero, —replicó mi madre.
—Pero, señora, las misas ofrecidas por el descanso de su marido tienen que  ser pagadas, —respondió el sacerdote.
Mi madre cubrió su rostro con su pañuelo y lloró.
Mis sentimientos no eran de dolor, sino de enojo indecible. Mis ojos estaban  fijos en la cara de ese hombre quien estaba torturando el corazón de mi madre.  Mis manos se apretaban, listas para golpear. Sentía ganas de decirle: —¿No le da  vergüenza a usted, que es tan rico, venir a quitar el último trozo de pan de  nuestras bocas?
Pero no tenía suficiente fortaleza física y moral; me sentí lleno de pena y  desilusión.
Después de un largo rato de silencio, mi madre levantó sus ojos enrojecidos  con lágrimas y dijo: —Señor, ¿Ve usted esa vaca en el prado? Su leche y  mantequilla forman la parte principal del alimento para mis hijos. Espero que no  nos la quite. Sin embargo, si es necesario hacer tal sacrificio para libertar el  alma de mi pobre esposo del purgatorio, llévesela como el pago de las misas que  se ofrecieron para extinguir esas llamas devoradoras.
Al instante, se levantó el sacerdote diciendo: —Muy bien, señora, —y se  salió.
Nuestros ojos le siguieron ansiosamente mientras dirigió sus pasos hacia el  prado y condujo a la vaca en la dirección de su casa. Yo grité con  desesperación: —¡Ay, madre! Está llevándose nuestra vaca, ¿Qué será de  nosotros?
Mi madre también clamó con dolor al ver al sacerdote llevarse el único medio  que el cielo le había dejado para alimentar a sus hijos. Echándome en sus  brazos, le pregunté: —¿Por qué le regalaste nuestra vaca? ¿Qué será de nosotros?  Seguramente moriremos de hambre.
—Querido hijo, —me contestó, —no pensé que el sacerdote sería tan cruel como  para quitarnos el último recurso que Dios nos ha dejado. ¡Ay! Si hubiera creído  que fuera tan despiadado, no le hubiera hablado de esa manera. Como tú dices mi  hijo, ¿Qué será de nosotros?, pero, ¿No me has leído muchas veces en tu Biblia  que Dios es el padre de las viudas y de los huérfanos? El escuchará nuestras  oraciones y verá nuestras lágrimas. Vamos a arrodillarnos y pedirle que tenga  misericordia de nosotros.
Los dos nos arrodillamos; ella tomó mi mano derecha en su izquierda y  levantando la otra hacia el cielo, ofreció una oración por sus pobres hijos,  semejante a la cual no he oído desde entonces. Cuando su voz se ahogaba por sus  sollozos, hablaba con sus ojos ardientes levantados al cielo y con su mano  alzada. Yo también oraba a Dios con ella, repitiendo sus palabras entre mis  propios sollozos.
Cuando terminó su oración, se quedó largo rato pálida y temblando. Luego,  abrazándome, dijo: —Querido hijo, si algún día llegas a ser sacerdote, te pido  que nunca seas tan insensible hacia las pobres viudas como los sacerdotes de  hoy. — Cuando me dijo esas palabras, sentí sus lágrimas ardientes caer sobre mis  mejillas.
La memoria de esas lágrimas nunca me ha dejado. Yo las sentí constantemente  durante los veinte y cinco años que duré predicando las supersticiones  inconcebibles de Roma.
Yo no era mejor que otros sacerdotes. Yo creía las fábulas impías del  purgatorio. Aceptaba el dinero que me daban los ricos por las misas que yo decía  para extinguir las llamas. Pero el recuerdo de las palabras y lágrimas de mi  madre me guardaron de ser cruel y despiadado con las viudas pobres.
El Señor,  creo yo, había puesto en la boca de mi madre esas palabras tan sencillas pero  tan elocuentes y hermosas, como una de sus grandes misericordias conmigo. Esas  lágrimas, la mano de Roma nunca pudo borrar.
¿Hasta cuándo, Oh Señor, se engordará esa enemiga insolente del Evangelio, la  Iglesia de Roma, de las lágrimas de las viudas y huérfanos con el cruel invento  pagano del purgatorio? ¡Oh, quita el velo de los ojos de los sacerdotes y la  gente de Roma como lo has quitado de los míos! Haz que entiendan que su  esperanza de purificación no descansa en aquellas llamas, sino solamente en la  sangre del Cordero derramada en el Calvario para salvar al mundo. 
C A P I T U L O 6
Dios escuchó la oración de la pobre viuda. Varios días después que el  sacerdote se llevó nuestra vaca, ella recibió una carta de cada una de sus dos  hermanas, Genevieve y Catherine.
La primera, casada con Etienne Eschenbach de St.Thomas, le dijo que vendiera  todo y viniera con sus hijos a vivir con ella. Nosotros no tenemos familia,  dijo, y Dios nos ha dado abundancia. Con mucho gusto lo compartiremos con  ustedes.
La segunda, casada en Kamouraska con Don Amable Dionne, escribió: Supimos la  triste noticia de la muerte de tu esposo. Hace poco, nosotros también perdimos  nuestro único hijo. Quisiéramos llenar el vacío con Carlos tu hijo mayor. Lo  criaremos como nuestro propio hijo y pronto él será tu sostén. Mientras tanto,  vende en subasta todo lo que tienes y ve a St. Thomas con los dos  chiquitos.
En pocos días, se vendieron todos nuestros muebles. Desgraciadamente, aunque  había ocultado cuidadosamente a mi querida Biblia, ella desapareció. ¿Habría  renunciado mi madre a ese tesoro, amenazada por un sacerdote? o ¿lo habría  destruido alguno de nuestros familiares, creyendo que eso fuera su deber? No lo  sé, pero sentí profundamente la pérdida.
Al día siguiente, con sollozos y lágrimas amargas, me despedí de mi pobre  madre y mis hermanitos. Ellos se fueron a St. Thomas y yo a Kamouraska.
Mis tíos me recibieron con cariño sincero. Cuando se enteraron que yo deseaba  ser sacerdote, me llevaron a estudiar latín bajo la dirección del Rev. Sr.  Morín, Vicario de Kamouraska.
El era un hombre instruido, entre cuarenta y cincuenta años de edad y había  sido sacerdote en Montreal. Pero, como sucede en la mayoría de los sacerdotes,  su voto de castidad no era suficiente garantía contra los encantos de una de sus  hermosas feligresas. El escándalo le costó el puesto y el Obispo le mandó a  Kamouraska donde era desconocido. El me trató bien y yo le correspondí con  afecto sincero.
Un día, al principio de 1822, él me llamó aparte y me dijo, —El Sr. Varín, el  párroco, acostumbra a hacer una gran fiesta en sus cumpleaños. Ahora, los  principales ciudadanos del pueblo, desean presentarle un ramo de flores. Yo fui  nombrado a escribir un discurso y escoger a alguien para presentarlo delante del  sacerdote y yo te escogí a ti, ¿Que te parece?
—Pero yo soy muy joven, —repliqué.
—Tu juventud sólo lo hará más interesante, —dijo el sacerdote.
—Bueno, no tengo inconveniente, siempre que el pasaje sea corto y tenga  suficiente tiempo para aprenderlo.
Todo se preparó y llegó la hora. Como quince caballeros e igual número de  damas de la alta sociedad de Kamouraska se reunieron en las salas hermosas de la  casa parroquial. El Sr. Varín estaba presente cuando el galán Paschall Tache y  su dama entraron conmigo. Fui colocado en medio de los invitados. Mi cabeza fue  coronada de flores, porque yo debía representar al ángel de la parroquia,  escogido para dar a su pastor la expresión pública de admiración y gratitud.  Cuando el discurso terminó, yo presenté al sacerdote un ramo hermoso.
El Sr. Varín era chaparro, pero fornido; inteligencia y bondad irradiaban de  sus expresivos ojos negros y su sonrisa graciosa. Era un anfitrión encantador y  estaba apasionadamente aficionado a estas fiestas.
Fue conmovido hasta las lágrimas al oír el discurso y expresó su gozo y  gratitud por ser tan altamente apreciado por sus feligreses.
Después que el pastor feliz expresó las gracias, las damas cantaron dos o  tres cantos hermosos. Entonces abrieron las puertas del comedor; delante de  nosotros estaba una mesa larga, repleta de las carnes y los vinos más deliciosos  que Canadá puede ofrecer.
Nunca antes había asistido al banquete de un sacerdote. Además del Sr. Varín  y su vicario, otros tres sacerdotes fueron colocados artísticamente entre las  damas más hermosas de la compañía. Las damas, después de honrarnos con su  presencia cerca de una hora, se retiraron a la sala de recepción.
El Sr. Varín se levantó y dijo: —Caballeros, brindemos a la salud de estas  amables damas cuya presencia ha hecho más agradable la primera parte de nuestra  pequeña fiesta.
Siguiendo al Sr. Varín, cada invitado llenó y vació su copa de vino. Luego,  el galán Tache propuso: —A la salud del sacerdote más venerable y amado de  Canadá, el reverendo señor Varín.
Nuevamente las copas fueron llenadas y vaciadas, excepto la mía, porque yo  estaba sentado al lado de mi tío Dionne quien con su mirada severa me dijo: —Si  tomas otra, te mandaré retirar de la mesa.
Hubiera sido difícil contar cuántos brindis hicieron, porque después de cada  brindis pedían un canto o un cuento, los cuales producían aplausos, gritos de  gusto y risa convulsiva. Cuando llegó mi turno para proponer un brindis, yo  quería que me dispensaran, pero ellos rehusaron eximirme. Levantándome de mi  silla, volteé al Sr. Varín y le dije: —¡Brindemos a la salud de nuestro Santo  Padre, el Papa!
Nadie, hasta entonces, había pensado en el Papa, así que, la mención de su  nombre por un niño, bajo tales circunstancia, parecía tan divertido a los  sacerdotes y sus alegres invitados que prorrumpieron en carcajadas, golpeando el  suelo con sus pies y gritando: ¡Bravo, bravo! ¡A la salud del Papa!
Tantos brindis no podían ser tomados sin tener su efecto natural: la  embriaguez. El primero que sucumbió fue el Padre Noel. Yo había notado que en  lugar de usar su copa, frecuentemente tomaba de un vaso grande. Los síntomas de  su embriaguez se manifestaron cuando intentó llenar su vaso. Su mano tembló  tanto que la botella cayó al suelo y se rompió. Queriendo seguir con alegría,  empezó a cantar un canto Báquico, pero no pudo terminar, y su cabeza cayó en la  mesa. Cuando intentó levantarse, cayó pesadamente en su silla.
Los otros sacerdotes y sus invitados sólo le miraban, riéndose  estrepitosamente. Con un esfuerzo desesperado se levantó, pero después de dar  dos o tres pasos, cayó de cabeza en el suelo. Sus dos vecinos acudieron a  ayudarle, pero no pudieron; los tres rodaron bajo la mesa. Por fin, otro, menos  afectado por el vino, le agarró de los pies y le arrastró a un cuarto contiguo  donde lo dejó.
Esta primera escena me parecía bastante extraña, porque nunca había visto a  un sacerdote borracho. Pero lo que más me asombró era la risa de los demás  sacerdotes ante ese espectáculo.
Cuando los sacerdotes y sus amigos habían cantado, reído y tomado por más de  una hora, el Sr. Varín se levantó y dijo: —Las damas no deben quedarse solas  toda la tarde, ¿No serán doble nuestro gozo y felicidad si ellas los comparten  con nosotros?
Esta proposición fue aplaudida y pasamos a la sala de recepción donde nos  esperaban las damas. Varias piezas de música bien ejecutadas avivaron esta parte  del espectáculo. Este recurso, sin embargo, pronto fue agotado. Además, varias  de las damas notaban claramente que sus esposos estaban medio borrachos y se  sentían avergonzadas.
Lo que más temía el Sr. Varín era una interrupción en las festividades que  frecuentemente ocurrían en su casa parroquial: —Bien, bien, damas y caballeros,  no alberguemos ningún pensamiento oscuro esta noche, la más feliz de mi vida.  Vamos a jugar a la gallina ciega.
—¡Vamos a jugar a la gallina ciega! —repitieron todos.
—¿Pero a quien tapamos los ojos primero? —preguntó el sacerdote. —Los tuyos,  Sr. Varín, —gritaron todas las damas, —Miramos a ti como buen ejemplo y lo  seguiremos.
El Sr. Varín consintió e inmediatamente una de las damas colocó su pañuelo  perfumado sobre los ojos de sus sacerdote y le llevó al centro del cuarto,  empujándolo suavemente y diciendo: —¡Señor ciego! ¡Huyan todos, sálvese quien  pueda!
No hay nada más curioso ni cómico que observar a un hombre embriagado,  especialmente si no quiere que nadie lo note. Tal fue la posición del Sr.  Varín.
Daba un paso hacia adelante y dos hacia atrás y se tambaleaba hacia la  derecha y la izquierda. Todos se reían a carcajadas. Uno tras otro, le  pellizcaba o le tocaba suavemente en la mano, brazo u hombro y pasando rápido,  gritaba: —¡Córrele! De pronto agarró el brazo de una dama que se le acercó  demasiado. Ella luchó en vano para escapar, porque la mano del sacerdote la  detuvo firmemente. Usando la otra mano intentó tocar su cabeza para saber el  nombre de su cautiva bonita. Pero, en ese momento, se debilitaron sus piernas y  se cayó, arrastrando su feligresa hermosa al suelo. Ella se volteó encima de él  para escapar, pero de pronto él se volteó encima de ella para detenerla  mejor.
Aunque este incidente sólo duró un momento, duró lo suficiente para hacer  sonrojar a las damas, quienes cubrían sus caras. Esto terminó el juego. ¡Nunca  en mi vida había visto algo tan vergonzoso!
Solamente las mujeres sintieron vergüenza, porque los hombres estaban  demasiado embriagados para sonrojar. Los sacerdotes o eran demasiado borrachos o  demasiado acostumbrados a esas escenas para avergonzarse.
Al día siguiente, cada uno de estos sacerdotes celebró la misa y comió lo que  llaman el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo, como si hubieran  pasado la noche anterior en oración y meditación en las leyes de Dios.
Así, oh pérfida Iglesia de Roma, engañaste a las naciones que te siguen y estropeaste aun a los sacerdotes a quienes esclavizaste.



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