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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L OS 19, 20, 21 y 22

C A P I T U L O 19

El 24 de septiembre de 1833, el Rev. Sr. Casault, secretario del Obispo de Qüebec, me presentó las cartas oficiales donde me nombraron el vicario del Rev. Sr. Perras, el arcipreste y cura de St. Charles. Pronto me encaminé con corazón alegre para tomar el cargo asignado a mí por mi superior.

La parroquia de St. Charles está hermosamente situada como a veinte millas al suroeste de Qüebec en las riberas de un río. Las granjas grandes y graneros pulcramente blanqueados con cal eran símbolos de paz y consolación.

Muchas veces yo había oído que el Rev. Sr. Perras era uno de los sacerdotes más instruidos, piadosos y venerables de Canadá. Cuando llegué, él había salido a visitar a un enfermo, pero su hermana me recibió con todos los signos de cortesía. A pesar de la carga de sus 55 años, ella había preservado toda la frescura y amabilidad de la juventud.

Después de algunas palabras de bienvenida, me mostró mi estudio y recámara. Los dos cuartos eran la perfección de orden y comodidad. Cerré las puertas y caí de rodillas para dar gracias a Dios y a la Bendita Virgen por haberme dado semejante hogar. Diez minutos más tarde, regresé a la sala grande donde hallé a la Srta. Perras esperando para ofrecerme una copa de vino. Luego me dijo cuánto se alegraron ella y su hermano cuando supieron que yo iba a venir a vivir con ellos. Ella había conocido a mi madre antes de casarse y me contó cómo había pasado días felices con ella.

Ella no pudo haberme hablado de un tema más interesante que mi madre. Aunque había muerto hacía varios años, ella nunca dejó de estar presente en mi mente y cercana y querida a mi corazón.

Al rato, llegó el cura y me levanté para saludarlo, pero es imposible expresar adecuadamente lo que sentí en ese momento. Para entonces, el Rev. Sr. Perras tenía como 65 años de edad. Era un hombre alto y casi un gigante. Ningún rey jamás tuvo un porte de mayor dignidad. Sus hermosos ojos azules eran la encarnación de bondad. Había en su rostro una expresión de paz, calma, piedad y bondad que conquistó completamente mi corazón y respeto. Cuando, con una sonrisa en sus labios, extendió sus manos hacia mí, caí de rodillas y dije: —Señor Perras, Dios me envía a usted para que usted sea mi primer maestro y padre. Usted guiará mis primeros pasos inexpertos en el santo ministerio. Bendígame y ruegue que yo sea un buen sacerdote igual que usted mismo.

Esa acción mía, impremeditada y sincera, conmovió tanto al buen sacerdote anciano que apenas podía hablar. Inclinándose hacia mí, me levantó y me abrazó. Con una voz temblando de emoción dijo: —Que Dios te bendiga mi querido señor y él también sea bendito por haberte escogido para ayudarme a sobrellevar la carga del ministerio en mi vejez.

Después de una media hora de la conversación más interesante, me mostró su biblioteca que era muy grande y compuesta de los mejores libros que a un sacerdote de Roma le es permitido leer. Muy amablemente la puso a mi disposición.

Durante los ocho meses en que era mi privilegio permanecer con el venerable Sr. Perras, la conversación era sumamente interesante. Nunca oí de él ninguna plática frívola ni odiosa como se acostumbra haber entre los sacerdotes. Era bien versado en la literatura, filosofía, historia y teología de Roma. Había conocido personalmente a casi todos los obispos y sacerdotes de los últimos cincuenta años y su memoria estaba bien almacenado de anécdotas y hechos concerniente al clero casi desde los días de la conquista de Canadá.

Un par de meses antes de mi llegada a St. Charles, el vicario que me precedió, llamado Lajus, se fugó públicamente con una de sus penitentes hermosas. Después de tres meses de escándalo público, ella, arrepentida, volvió a sus padres que estaban destrozados de corazón. Casi al mismo tiempo, un cura vecino en el cual yo tenía mucha confianza, también se comprometió con una de sus bellas feligresas de una manera vergonzosa aunque menos publicada. Estos dos escándalos me angustiaban en extremo y por casi una semana me sentí tan inundado de vergüenza que tenía pavor de mostrar mi cara en público y casi me arrepentí de haber llegado a ser sacerdote. Mis noches eran desveladas; apenas podía comer. Mis pláticas con el Sr. Perras perdían su encanto.

—¿Estás enfermo mi joven amigo? —me preguntó un día.

—No señor, no estoy enfermo, —contesté, —pero sí estoy triste.

El replicó: —¿Puedo saber la causa de tu tristeza? Solías estar alegre y feliz desde que llegaste. Por favor, dime, ¿Qué te pasa? Yo soy un hombre anciano y conozco muchos remedios tanto para el alma como para el cuerpo.

—Los dos últimos escándalos terribles de los sacerdotes, —le respondí, —son la causa de mi tristeza. Las noticias han caído sobre mí como una bomba. Aunque había oído algo de esa naturaleza cuando era un sencillo eclesiástico en el colegio, la debilidad humana de tantos sacerdotes es verdaderamente angustiosa. ¿Cómo puede uno esperar estar firme sobre sus pies cuando ve a semejantes hombres tan fuertes caer a su lado? ¿Qué será de nuestra santa Iglesia en Canadá y en todo el mundo si sus sacerdotes más devotos son tan débiles y tienen tan poquito auto-respeto y tan poquito temor de Dios?

—Mi querido joven amigo, —respondió el Sr. Perras, —nuestra santa Iglesia es infalible. Las puertas del infierno no pueden prevalecer contra ella. Pero la seguridad de su perpetuidad e infalibilidad no depende de ningún fundamento humano; No depende de la santidad personal de sus sacerdotes. La prueba más clara de que nuestra santa Iglesia tiene promesa de perpetuidad e infalibilidad, se saca de los mismos pecados y escándalos de sus sacerdotes. Porque esos pecados y escándalos la hubieran destruido desde hace mucho tiempo si Cristo no estuviera en medio de ella para salvarla y sostenerla.

—Así como el arca de Noé fue salvada milagrosamente por la mano poderosa de Dios cuando de otra manera las aguas del diluvio la hubieran naufragado, también nuestra santa Iglesia se evita perecer en las inundaciones de iniquidad por las cuales demasiados sacerdotes han inundado al mundo. Por tanto, en medio de todos estos escándalos, mantén firmes e inconmovibles tu fe y confianza en nuestra santa Iglesia y tu respeto por ella, así como el soldado valiente hace un esfuerzo súper-humano para salvar la bandera cuando ve a los que la llevan caer degollados en el campo de batalla. ¡Ay! Y tú verás a muchos portadores de la bandera perecer antes que alcances a mi edad.

—Yo estoy por terminar mi carrera y gracias a Dios mi fe en nuestra santa Iglesia está más fuerte que nunca; aunque he visto y oído muchas cosas que en comparación con ellas, los hechos que ahora te afligen son meras pequeñeces.

—Para prepararte mejor para el conflicto, pienso que es mi deber decirte un hecho que me informó el fallecido Sr. Obispo Plessis. Nunca lo he revelado a nadie, pero mi interés en ti es tan grande que te lo contaré. Mi confianza en tu sabiduría es tan absoluto que estoy seguro no abusarás de ella. Nunca debemos permitir a la gente saberlo, porque no sólo disminuiría, sino destruiría su respeto y confianza en nosotros sin los cuales sería casi imposible guiarlos.

—Ya te conté que el fallecido venerable Obispo Plessis era mi amigo personal. Cada verano cuando terminaba los tres meses de visitación episcopal de su diócesis, él venía y pasaba ocho o diez días de reposo absoluto y disfrutaba de la vida solitaria y privada conmigo en esta casa parroquial. Los dos cuarto que tú ocupas eran de él y muchas veces él me dijo que los días más felices de su vida episcopal eran los que pasaba en esta soledad.

—Un verano, él llegó más cansado que nunca y casi me asustó el aire de angustia que cubría su rostro. Yo supuse que esto se debía a su fatiga extrema y esperaba que a la mañana siguiente volvería a ser el mismo hombre amable e interesante. Yo también estaba muy agotado y dormí profundamente hasta las tres de la mañana. Luego, de repente me despertaron los sollozos, lamentaciones medio suprimidas y oraciones que salían del cuarto del obispo. Sin perder un solo momento, fui y toqué a la puerta preguntando de la causa de estos sollozos. Aparentemente el pobre obispo no sospechaba que yo le podía oír.

—¿Sollozos, sollozos? —respondió, —¿Qué quiere decir con eso? Por favor, regrese a su cuarto a dormir. No se moleste por mí. Estoy bien.— y él absolutamente rehusó abrir la puerta de su cuarto. Las horas restantes de la noche, las pasé desvelado. Los sollozos del obispo eran más suprimidos, pero no podía evitar que yo los escuchara.

—A la mañana siguiente, sus ojos estaban rojos y en su rostro se veía que había sufrido intensamente. Después del desayuno le dije: —Mi señor, la noche pasada ha sido una noche de desolación para Su Señoría. Por amor de Dios y en el nombre de los lazos sagrados de amistad, por favor, dígame la causa de su dolor; disminuirá al momento que lo comparta con su amigo.

—El obispo me contestó: —Tiene usted razón cuando piensa que estoy bajo una carga de gran desolación, pero su causa es de tal naturaleza que no puedo revelarlo ni a usted, mi querido amigo.

—Durante el día, en vano hice todo lo posible para convencer al Monseñor Plessis a revelar la causa de su dolor. Esa noche, Su Señoría se metió a su recámara más temprano de lo normal. Era imposible para mí dormir esa noche, porque su desolación parecía ser tan grande que temí encontrar a mi querido amigo muerto en su cama la mañana siguiente. Yo le observé desde el cuarto adjunto desde las diez de la noche hasta la mañana siguiente y vi que su dolor era todavía más intenso.

—Formé una firme resolución, la cual efectué al momento que él salió de su cuarto por la mañana. —Mi señor, —le dije, —yo pensé, hasta anoche, que usted me honraba con su amistad, pero hoy veo que estaba equivocado. Usted no me considera su amigo, porque si yo fuera un amigo digno de su confianza, descargaría su corazón al mío. ¡De qué sirve una amistad si no es para ayudarnos a sobrellevar las cargas de la vida! Yo me sentía honrado por su presencia en mi casa mientras me consideraba su propio amigo. Pero me parece muy probable que la carga que quiere llevar usted solo, le matará y eso muy pronto. No me gusta nada la idea de encontrarle súbitamente muerto en mi casa parroquial y tener al juez de primera instancia pidiendo informes dolorosos. Por tanto, mi señor, no se ofenderá si le pido respetuosamente a Su Señoría que busque otro alojamiento lo más pronto posible.

—Mis palabras cayeron sobre el obispo como una bomba. Con un profundo suspiro me miró en la cara con lágrimas rodando de sus ojos y dijo: —Tiene usted razón, Sr. Perras, nunca debería ocultar mi dolor de un amigo, como usted siempre ha sido. Pero usted es el único a quien puedo revelarlo. Sin duda su corazón sacerdotal y Cristiano no será menos quebrantado que el mío, pero usted me ayudará a sobrellevarlo con sus oraciones y consejos sabios. Sin embargo, antes de iniciarlo en un misterio tan terrible, vamos a orar. Luego, nos arrodillamos y rezamos juntos un rosario para invocar el poder de la Virgen María; después, recitamos un Salmo.

—Entonces el obispo dijo: —Usted sabe que acabo de terminar la visita de mi diócesis inmenso de Qüebec. No le hablaré de la gente; ellos generalmente son verdaderamente religiosos y fieles a la Iglesia. Pero los sacerdotes, ¡Ay, Dios mío! ¿Te diré lo que son? Mi querido Sr. Perras, casi moriría de gozo si Dios me dijera que estoy equivocado. Pero, ¡Ay! No estoy equivocado. La triste y terrible verdad es ésta: ¡Los sacerdotes, con la excepción de usted y otros tres, todos son infieles y ateos! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Qué será de la Iglesia en manos de hombres tan malvados!— Y cubriendo su rostro con sus manos, el obispo estalló en llanto y por una hora no podía decir una sola palabra y yo mismo me quedé mudo.

—Al principio, lamenté haber presionado al obispo a revelar semejante “misterio de iniquidad” inesperado. Pero después de una hora de silencio, casi incapaces de mirarnos la cara, le dije: —Mi señor, lo que usted me acaba de decir ciertamente es la cosa más triste que jamás he oído, pero permíteme decirle que su dolor está fuera de límites.

Le llevé a la biblioteca y abrí las páginas de la historia de la Iglesia y le mostré los nombres de más de cincuenta Papas que habían sido ateos e infieles. Leí las vidas de Borgia, Alejandro VI y otra docena más que segura y justamente serían ahorcados hoy por el verdugo de Qüebec si ellos cometieran en esta ciudad la mitad de los crímenes públicos de adulterio, homicidio y perversiones de toda clase que ellos cometieron en Roma, Avignón, Nápoles, etc.

—Claramente le comprobé que sus sacerdotes, aunque infieles y ateos, eran ángeles de piedad, modestia, pureza y religión en comparación con un Borjia que vivió públicamente como hombre casado con su propia hija y tuvo un hijo por ella. El acordó conmigo que varios de los Papas: Los Alejandro, los Juan, los Pío y los Leo se hundieron mucho más profundo en el abismo de iniquidad que sus sacerdotes. Mi conclusión fue que si nuestra santa Iglesia pudo sobrevivir la influencia mortal de tales escándalos durante tantos siglos en Europa, no sería destruida en Canadá aun por la legión de ateos que la sirven hoy. El obispo reconoció la lógica de mi conclusión y me dio las gracias por impedir que se desesperara del futuro de nuestra santa Iglesia en Canadá. Los demás días que pasó conmigo, estaba casi tan alegre y amable como antes.

—Ahora, mi querido joven amigo, —añadió el Sr. Perras, —espero que tú seas tan razonable y lógico en tu religión como el Obispo Plessis, quien probablemente fue el hombre más grande que ha tenido Canadá. Cuando Satanás intenta conmover tu fe por los escándalos que ves, acuérdate de aquel Papa, quien para vengarse de su predecesor, le mandó exhumar; trajo su cadáver delante de los jueces; le acusó de los crímenes más horribles que él comprobó por muchos testigos oculares y sentenció al Papa muerto a ser decapitado, arrastrado con sogas por las calles lodosas de Roma y echado en el río Tiber. Sí, cuando tu mente está oprimida por los crímenes secretos de los sacerdotes que llegues a saber, sea por el confesionario o por rumor público, acuérdate que más de doce Papas fueron elevados a esa alta y santa dignidad por las prostitutas ricas de influencia de Roma con las cuales ellos vivían públicamente de la manera más escandalosa. Acuérdate del joven Juan XI, hijo del Papa Sergio, quien fue consagrado Papa, cuando tenía sólo doce años, por la influencia de su madre prostituta Marosia. El fue tan horriblemente disoluto que fue destituido por el pueblo y el clero de Roma.

—Bien, si nuestra santa Iglesia pudo pasar por semejantes tempestades sin perecer, ¿No es una evidencia viviente de que Cristo es su piloto; que ella es imperecedera e infalible, porque San Pedro es su fundamento?

¡Ay, Dios mío! ¿Confesaré lo que eran mis pensamientos durante ese discurso de mi cura que duró más de una hora? Sí, tengo que decir la verdad. Cuando el sacerdote me estaba exhibiendo los crímenes inmencionables de tantos de nuestros Papas, una voz misteriosa estaba repitiendo a los oídos de mi alma las palabras del querido Salvador: “Un árbol bueno no puede dar malos frutos ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mt.7:18-20) A pesar de mí mismo, la voz de mi conciencia clamaba en tonos de trueno: —Una Iglesia cuya cabeza y miembros son tan horriblemente corruptos, de ninguna manera puede ser la Iglesia de Cristo.

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C A P I T U L O 20

Generalmente, los sacerdotes vivían en unidad cordial y fraternal y solían, cada uno por turno, dar un gran banquete cada jueves. Varios días antes se hacían preparativos para colectar todo lo que podía agradar al gusto de los invitados. Se compraban los mejores vinos, se buscaban los pavos, pollos, corderos o lechones más gordos. Se hacían en casa o se traían de la ciudad los pasteles más deliciosos a toda costa y se pedían los postres y frutas más raros y costosos.

Había una extraña competencia entre aquellos curas para ver quien superaba al otro. Se empleaban varias ayudantes extras, unos días antes, para ayudar a las sirvientas ordinarias en preparar el “GRAN BANQUETE”.

El segundo jueves de mayo de 1834, le tocó al Sr. Perras. A las doce del día, éramos quince sacerdotes alrededor de la mesa.

Aquí, reconoceré los hábitos perfectos de moral y sobriedad del Sr. Perras. El, sí tomaba su copita social de vino, pero nunca le vi tomar más de dos copas en una misma comida. Quisiera poder decir lo mismo de todos los que estaban en su mesa ese día.

Nunca he visto, ni antes ni después, una mesa cubierta con tantas viandas apetitosas y exquisitas. El buen cura había superado a sí mismo. Una de las características más notables de estos banquetes era la ligereza y la falta absoluta de seriedad y gravedad. ¡Ni una sola palabra dicha en mi presencia ahí, indicaría que estos hombres tuvieran otro interés en el mundo aparte de comer, beber, contar y oír cuentos, reírse y llevar una vida alegre!

Al principio me agradó todo lo que oí, vi y gusté. Me reí de buena gana con los demás invitados de sus historias picantes de sus bellas penitentes o de las caricaturas chistosas que pintaban los unos de los otros; sin embargo, en ratos me sentí inquieto y molesto. Una y otra vez las lecciones de la vida sacerdotal recibidas de los labios de mi querido y venerable Sr. Leprohon llamaban fuertemente a la puerta de mi conciencia. Algunas palabras de las Santas Escrituras también hacían un ruido extraño en mi alma y mi propio sentido común me decía que esto no era la manera de vivir que Cristo enseñó a sus discípulos.

Hice un gran esfuerzo para sofocar esas voces molestas. A veces tuve éxito y me volvía alegre, pero un momento después fui agobiado nuevamente por ellas y sentí escalofríos como si hubiera percibido en las paredes del salón festivo el dedo de mi Dios airado escribiendo: “MENE MENE TEKEL UPHARSIN”. Entonces, toda mi alegría desapareció y a pesar de todos mis esfuerzos de parecer feliz, el Rev. Sr. Paquette, cura de St. Gervais, lo observó en mi rostro. Ese sacerdote era probablemente el que más disfrutaba de toda esa fiesta. Bajo el manto nevado de 65 años había guardado el afecto y jovialidad de la juventud. Era amado por todos y particularmente por los sacerdotes jóvenes quienes eran los objetos de su constante atención. Siempre había sido sumamente bondadoso conmigo y me atrevo a decir que mis horas más agradables eran las que pasé en su casa parroquial.

Mirándome en el preciso momento en que todo mi intelecto estaba bajo la nube más oscura, me dijo: —Mi querido Padrecito Chíniquy, ¿Estás cayendo en las manos de la melancolía mientras todos estamos tan felices? ¡Estabas alegre hace media hora! ¿Estás enfermo? ¡Te ves tan serio y ansioso como Jonás en el vientre de la ballena! ¿Te han dejado algunas de tus bellas penitentes para ir a confesarse con otro?

Ante estas preguntas chistosas, el comedor se conmovió de risa convulsiva. Yo quería haber participado, pero no había remedio. Un momento antes, vi que se sonrojaron las sirvientas. Se escandalizaron por unas palabras indecentes proferidas por un sacerdote joven acerca de una de sus penitentes, palabras que seguramente nunca hubiera dicho si no hubiera ingerido demasiado vino. Le respondí: —Estoy muy agradecido por su bondadoso interés y me siento muy honrado de estar aquí en medio de ustedes. Pero así como al día más claro no le faltan nubes, así es con nosotros a veces. Soy joven e inexperto y no he aprendido ver algunas cosas correctamente todavía. Cuando tenga más años espero ser más sabio y no ponerme en ridículo como hago hoy.

—¡Tah, tah, tah! —dijo el anciano Sr. Paquette, —ésta no es la hora de nubes oscuras y melancolía. Alégrate como conviene tu edad. Habrá suficientes horas durante el resto de tu vida para la tristeza y los pensamientos sobrios.— Y apelando a todos, preguntó: —¿No es cierto caballeros?

—¡Si, sí! —respondieron unánimes todos los invitados.

—Ahora, —dijo el sacerdote anciano, —tú oíste el veredicto del jurado. Está a favor mío y en contra tuya. Dime la causa de tu tristeza y me comprometo a consolarte y hacerte feliz como estabas al comienzo del banquete.

—Yo preferiría que ustedes siguieran disfrutando de esta hora agradable sin fijarse en mí, —respondí, —por favor, discúlpenme si no les molesto con las causas de mi necedad personal.

—Bien, bien, —dijo el Sr. Paquette, —ya lo veo. La causa de tu problema es que todavía no hemos brindado una sola copa de jerez. Llena tu copa de este vino y seguramente ahogarás a la melancolía que veo al fondo.

—Con gusto, —dije, —me siento honrado al brindar con usted.— Y eché algunas gotas de vino a mi copa.

—¡Ay, ay! ¿Veo lo que estás haciendo? ¡Sólo unas gotas en tu copa! Eso ni mojaría la pata hendida de la melancolía que te atormenta. Se requiere una copa llena y rebosando para ahogarla y acabar con ella. Llena tu copa de este vino precioso, el mejor que jamás he probado.

—Pero no puedo tomar más que estas gotitas.

—¿Por qué no? —replicó.

—Porque ocho días antes de su muerte me escribió mi madre pidiéndome prometerla que nunca tomaría más que dos copas de vino en la misma comida. ¡Le hice esa promesa en mi contestación y el mismo día que recibió mi promesa, partió de este mundo para transmitirla escrita en su corazón al cielo a los pies de su Dios!

—Guarda esa promesa sagrada, —respondió el cura anciano, —pero dime, ¿Por qué estás tan triste cuando nosotros estamos tan alegres?

—¡Sí, sí! —dijeron todos los sacerdotes, —tú sabes que simpatizamos contigo, por favor, dinos la causa de esta tristeza.

Entonces contesté: —Sería mejor para mí, guardar mi propio secreto que yo sé que me pondrá en ridículo aquí, pero como ustedes están unánimes en su petición, se los diré: Ustedes bien saben que he sido impedido hasta ahora asistir a algunos de sus gran banquetes. Dos veces tuve que ir a Qüebec, a veces he estado enfermo, varias veces fui llamado para visitar a una persona moribunda y otras veces, por el clima, los caminos eran intransitables. Este, entonces, es el primer gran banquete al cual tengo el honor de asistir con todos ustedes.

—Pero antes de proseguir, debo decirles que durante los ocho meses en que he tenido el privilegio de sentarme a la mesa del Rev. Sr. Perras, nunca he visto en esta casa parroquial cosas semejantes a los que acaban de suceder. Sobriedad, moderación y verdadera templanza evangélica en bebida y comida han sido la regla invariable. Nunca se ha dicho ninguna palabra que haría sonrojar a las sirvientas ni a los ángeles de Dios. ¡Quiera Dios que no estuviera aquí hoy! porque francamente estoy escandalizado por la mesa epicuriana delante de nosotros y el número increíble de botellas de los vinos más caros vaciados en esta comida.

—Sin embargo, espero que esté equivocado en mi evaluación de lo que he visto y oído. Soy el más joven de todos ustedes. No me corresponde enseñar a ustedes, sino es mi deber aprender de ustedes.

—¡Ay, ay! Mi querido Chíniquy, —respondió el cura anciano, —has agarrado al bastón por la punta equivocada. ¿No somos todos hijos de Dios?

—Sí, señor, —respondí, —somos hijos de Dios.

—Ahora, ¿No da un padre amoroso lo que él considere la mejor parte de sus bienes a sus amados hijos?

—Sí, señor, —repliqué.

—¿No se agrada ese padre amoroso cuando ve a sus amados hijos comer y beber las cosas buenas que les ha preparado?

—Sí, señor, —fue mi respuesta.

—Entonces, —respondió el sacerdote lógico, —entre más nosotros los amados hijos de Dios comamos estas viandas exquisitas y bebamos estos vinos deliciosos que nuestro Padre Celestial pone en nuestras manos, más se agrada de nosotros. Entre más nosotros, los más amados de Dios, nos alegramos y nos gozamos, más él mismo se agrada y se regocija en su reino celestial. Pues, si Dios, nuestro Padre, se agrada tanto de nosotros, ¿Por qué tú estás tan triste?

Esta obra maestra de argumentación fue recibido por todos (excepto el Sr. Perras) con aplausos de aprobación y gritos de “¡Bravo, bravo!”

Yo era demasiado cobarde para decir lo que sentía. Intenté ocultar mi tristeza creciente con sonrisas forzadas en mis labios. Para entonces, era la una y cuarto p.m. A las dos, todo el grupo fue a la iglesia donde, después de adorar a su dios oblea por quince minutos, cayeron de rodillas a los pies los unos de los otros a confesar sus pecados y conseguir perdón por la absolución de sus confesores.

Para las tres p.m. todos se habían ido y me quedé solo con mi venerable cura anciano Perras. Después de algunos minutos de silencio, le dije: —Mi querido Sr. Perras, no tengo palabras para expresar mi pesar por lo que dije en su mesa. Le pido perdón por cada palabra de esa desgraciada conversación a la cual fui arrastrado a pesar de mí mismo. Cuando pedí al Sr. Paquette que me dijera en qué me había equivocado, no tenía la menor idea que oiríamos a uno de los veteranos en el sacerdocio asociar el nombre de Dios con impiedades tan deplorables.

El Sr. Perras me respondió, —Lejos de desagradarme lo que oí de ti en esta comida, te diré que has ganado más de mi estimación por ello. Yo mismo me avergüenzo de estos banquetes. Nosotros los sacerdotes somos víctimas igual como el resto del mundo de modas, vanidades, orgullo y lascivia de aquel mundo contra el cual somos enviados a predicar. Los gastos que hacemos en estos banquetes ciertamente son un crimen frente a la miseria de la gente que nos rodea. Este será el último banquete que daré con tanta extravagancia tonta. Las palabras valientes que dijiste me han hecho bien. Les harán bien a ellos también; no estaban tan intoxicados para no recordar lo que has dicho.

Luego apretando mi mano en la suya me dijo: —Te doy gracias, mi buen Padrecito Chíniquy, por el corto pero excelente sermón. No será perdido. Me sacaste las lágrimas cuando nos mostraste a tu madre piadosa yendo a los pies de Dios en el cielo, con tu promesa sagrada escrita en su corazón ¡Oh, has de haber tenido una buena madre! Yo la conocí cuando ella era muy joven. En ese entonces, ya era una señorita conocida por su sabiduría y la dignidad de sus modales.

Entonces me dejó solo en la sala y salió a visitar a un enfermo en una de las casa vecinas. Al encontrarme solo, caí de rodillas para orar y llorar. Mi alma se llenó de emociones inexpresables que no pude contener. Lloré por mis propios pecados, porque no me hallé en mejor condición que los demás, aunque no había comido ni bebido en exceso como varios de ellos. Lloré por mis amigos que había visto tan débiles; después de todo, eran mis amigos. Yo les amé y sabía que ellos me amaban. Lloré por mi Iglesia servida por pobres sacerdotes tan pecadores. ¡Si! Lloré ahí de rodillas hasta quedarme satisfecho y me hizo bien. Pero mi Dios tenía guardada otra prueba para su pobre siervo infiel.

Después de mi oración, no había estado ni diez minutos en mi estudio cuando oí gritos extraños y un ruido como de un homicidio en acción. Evidentemente forzando una puerta en el piso superior, alguien bajaba por las escaleras. Los gritos de “¡Homicidio, homicidio!” llegaron a mis oídos. “¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿Dónde está el Sr. Perras?” llenaron el aire.

Corrí rápidamente a la sala para ver qué ocurría. ¡Ahí me encontré cara a cara con una mujer totalmente desnuda con su largo cabello ondeando por sus hombros, su cara tan pálida como la muerte y sus ojos clavados en sus cuencos! Extendió sus manos hacia mí con un chillido horrible y antes que pudiera moverme un solo paso, agarró mis dos brazos con las manos. Mis huesos crujían por su apretón y sus uñas rompían mi piel. Intenté escapar, pero era imposible. Pedí auxilio, pero el espectro viviente gritó todavía más fuerte: —No tienes nada que temer, cállate, soy enviada por el Dios Todopoderoso y la bendita Virgen María para darte un mensaje. Los sacerdotes que he conocido, sin excepción, son una banda de víboras; destruyen a sus penitentes femeninas a través de la confesión auricular. ¡Ellos me han destruido y mataron a mi niña! ¡No sigas su ejemplo!

Luego empezó a cantar con una voz hermosa una melodía conmovedora, un cierto poema que ella había compuesto el cual conseguí después secretamente de una de sus sirvientas, la traducción del cual es la siguiente:

“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!

¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!

¡Ay, mi niña, querida niña! Desde tu sitio en el cielo,

¿Ves las lágrimas de tu madre culpable?

¿Nunca me consolará tu rostro sonriente?”

Mientras cantaba estas palabras, lágrimas grandes corrían por sus pálidas mejillas y su triste voz pudiera derretir un corazón de piedra. ¡Fui petrificado en la presencia de ese fantasma viviente! No me atreví a tocarla de manera alguna con mis manos. Me sentí horrorizado y paralizado mirando ese espectro pálido, cadavérico y desnudo. Cuando la pobre sirvienta intentó en vano arrastrarla para quitarla de mí, le asustó con el grito: —¡Si me tocas, te estrangularé en un instante!

—¿Dónde está el señor Perras? ¿Dónde está la señorita Perras? ¿Dónde están las demás sirvientas? —grité a la sirvienta que estaba temblando y fuera de sí.

—La señorita Perras fue corriendo a la iglesia por el cura, —respondió, —y no sé adonde fue la otra muchacha.

En ese instante, entró el Sr. Perras. Corrió de prisa hacia su hermana y dijo: —¿No te da vergüenza presentarte desnuda ante semejante caballero? —y con sus brazos fuertes intentó forzarla a soltarme.

Volteando su cara hacia él y con ojos de una tigre grito: —¡Miserable hermano! ¿Qué has hecho con mi niña? ¡Veo su sangre en tus manos!

Mientras luchaba con su hermano, hice un gran esfuerzo repentino de escapar de su apretón y esta vez tuve éxito; pero viendo que quería echarse encima de mí nuevamente, salté por una ventana abierta. Rápido como un rayo, ella se zafó de las manos de su hermano y también saltó por la ventana persiguiéndome. De pronto, me caí de cabeza con mis pies enredados en mi larga y negra sotana sacerdotal.

Providencialmente, dos hombres fuertes atraídos por mis gritos acudieron para rescatarme. A ella la envolvieron en una cobija y la llevaron a su aposento donde quedó encerrada con seguro, bajo la vigilancia de dos sirvientas fuertes.

La historia de esa mujer es verdaderamente triste. Viviendo en la casa de su hermano sacerdote, cuando era joven y muy hermosa, le sedujo su padre confesor y llegó a ser madre de una niña a la cual amó con corazón de una verdadera madre. Ella estaba determinada a quedarse con ella y criarla.

Pero esto no correspondía a las opiniones del cura. Una noche mientras dormía la madre, le quitaron la niña. El despertar de esa mujer era terrible. Cuando comprendió que nunca volvería a ver a su hija, llenó la casa parroquial con sus gritos y lamentaciones. Al principio, rehusó comer para que muriera, pero pronto se volvió maniática.

El Sr. Perras, demasiado apegado a su hermana para mandarla a un manicomio, resolvió cuidarla en su propia casa parroquial que era muy grande. Una habitación en su piso superior fue arreglada de tal forma que sus gritos no se oyeran y donde tendría todas las comodidades posibles en sus tristes circunstancias. Dos sirvientas fueron contratadas para cuidarla. Todo esto fue tan bien planeado que yo tenía ocho meses viviendo en esa casa parroquial sin siquiera sospechar que hubiera un ser tan desgraciado bajo el mismo techo.

Parece que ocasionalmente, durante muchos días, su mente estaba perfectamente lúcida. Luego pasaba su tiempo orando y cantando el poema que ella misma compuso y que cantó cuando me tenía agarrado. En sus mejores momentos, había abrigado un odio invencible contra los sacerdotes que había conocido. Oyendo a sus sirvientas hablar de mí frecuentemente, varias veces expresó el deseo de verme, el cual, por supuesto, le negaron. Antes de haber forzado la puerta, escapando de las manos de su guardia, había pasado varios días diciendo que había recibido de Dios un mensaje para mí que me entregaría aunque tuviera que pasar por encima de los cadáveres de todos en la casa.

¡Qué víctima tan desgraciada de la confesión auricular! ¿Cuántos más cantarían las palabras tristes de su canto:

“¡Los sacerdotes de Satanás han contaminado mi corazón!

¡Han condenado mi alma! ¡Han asesinado a mi niña!”?

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C A P I T U L O 21

Charlesborough, 25 de mayo de 1814

REV. SR. C. CHINIQUY,

Mi querido señor:

Mi Sr. Panet me ha escogido nuevamente este año para acompañarlo en su visita episcopal. Yo he consentido con la condición de que usted tomara mi lugar a la cabeza de mi querida parroquia durante mi ausencia. Porque no tendré ninguna ansiedad al saber que mi gente está en manos de un sacerdote que aunque tan joven, se ha elevado muy alto en la estimación de todos que le conocen. Por favor, venga a verme lo más pronto posible para decirle muchas cosas que harán más fácil y bendecido su ministerio aquí en Charlesborough. Su Señoría me ha prometido que cuando usted pase por Qüebec, él le dará todos los poderes que desea para administrar mi parroquia durante mi ausencia como si usted fuera su cura.
Su devoto hermano sacerdote y amigo en el amor y corazón de Jesús y María,

ANTONIO BEDARD

Me sentí absolutamente confundido por esta carta, me parecía evidente que mis amigos y mis superiores habían exagerado extrañamente mi débil capacidad. En mi contestación protesté respetuosamente contra semejante decisión, pero una carta enviada por el obispo mismo me ordenó ir sin demora a Charlesborough.

El Rev. Sr. Bedard me recibió con palabras tan amables que se derritió mi corazón. El tenía como 65 años de edad, era chaparro, con hombros grandes y energía indomitable y ojos radiantes con una expresión de bondad insuperable.

El era uno de los pocos sacerdotes en quien he hallado una verdadera fe honesta en la Iglesia de Roma. El creía con la fe de un niño todas las cosas absurdas que la Iglesia de Roma enseña y vivió conforme a su fe honesta y sincera.

En la religión del Sr. Perras había verdadera calma y serenidad, mientras la religión del Sr. Bedard tenía más relámpago y trueno. ¿Quién podría oír uno de sus sermones sin sentir conmovido su corazón y su alma lleno de terror. Nunca oí nada tan emocionante como sus palabras cuando predicaba sobre los juicios de Dios y el castigo de los malos. El Sr. Perras nunca ayunó excepto los días fijados por la Iglesia; el Sr. Bedard, por otra parte, se condenó a ayunar dos veces por semana.

El Sr. Perras dormía toda la noche como un niño inocente; el Sr. Bedard, en cambio, casi cada noche que pasé con él se levantaba y se azotaba de la manera más despiadada con tiras de cuero que tenían trozos de plomo en la punta. Mientras se imponía esos terribles castigos, recitaba de memoria el Salmo 51 en latín: “Ten misericordia de mi, oh Dios, conforme a tus piedades”. Aunque parecía estar inconsciente de ello, rezaba con una voz tan fuerte que yo oía cada palabra que decía. También golpeaba su carne con tanta violencia que yo podía contar todos los golpes.

Un día, protesté respetuosamente contra semejante auto-imposición tan cruel como dañosa para su salud y que estaba quebrantando su constitución. —”Cher petit frere” (Querido hermanito), —contestó, —nuestra salud y constitución no pueden ser perjudicados por tales penitencias, pero fácil y frecuentemente se arruinan por nuestros pecados. Aunque me he impuesto estos castigos saludables y bien merecidos durante muchos años, yo soy uno de los hombres más saludables de mi parroquia. Y aunque estoy anciano, sigo siendo un gran pecador. Tengo un enemigo implacable e indomitable en mi corazón que no se puede sojuzgar, excepto por castigar a mi carne. Si no hago estas penitencias por mis transgresiones innumerables, ¿Quién hará penitencias por mí? Si no pago las deudas que debo a la justicia de Dios, ¿Quién las pagará por mí?

—Pero, —le respondí —¿No pagó nuestro Salvador Jesucristo nuestras deudas en el Calvario? ¿No nos salvó y nos redimió a todos por su muerte en la cruz? ¿Por qué usted y yo hemos de pagar nuevamente la justicia de Dios que fue pagado tan perfecta y absolutamente por nuestro Salvador?

—¡Ay! mi querido joven amigo, —pronto replicó el Sr. Bedard, —esa doctrina que tienes es Protestante y ha sido condenado por el santo concilio de Trento. Cristo ciertamente ha pagado nuestras deudas, pero no de una manera tan absoluta que no haya más para ser pagado por nosotros. San Pablo dice en su epístola a los Colosenses: “Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia.” Aunque Cristo pudiera haber pagado entera y absolutamente nuestras deudas si hubiera sido su voluntad, es evidente que tal cosa no fue su voluntad. Dejó atrás algo que Pablo, tú, yo y cada discípulo debemos tomar y sufrir en nuestra carne por su Iglesia. Por la misericordia de Dios, las penitencias que me impongo y los dolores que sufro por estas flagelaciones, purifican mi alma culpable y levantándome de este mundo contaminante, me acercan más y más a mi Dios cada día. Entre más hacemos penitencia e infligimos dolores a nuestros cuerpos por ayunos y flagelaciones, más nos alegramos en la seguridad de así levantarnos mucho más arriba del polvo de este mundo pecaminoso y nos acercamos más y más a ese estado de santidad del cual habló nuestro Salvador cuando dijo: “Sed santos como yo soy santo.”

Cuando el Sr. Bedard alimentaba mi alma de estas hojarascas, me hablaba con gran animación y sinceridad. Igual que yo, estaba muy lejos de la casa del Buen Padre. Nunca había probado el pan de los hijos. Ninguno de nosotros conocíamos la dulzura de ese pan. Teníamos que aceptar esas hojarascas como nuestro único alimento, aunque no nos quitaba el hambre.

Le respondí: —Lo que usted me dice aquí es lo que encuentro en todos nuestros libros ascéticos y tratados teológicos y en las vidas de todos nuestros santos. Pero esta mañana leí en el segundo capítulo de Efesios: “Pero Dios que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo, ... Porque por gracia sois salvos por medio de la fe y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras para que nadie se gloríe.” (Ef. 2: 5-8)

—Ahora, mi querido y venerable Sr. Bedard, permítame preguntarle respetuosamente, ¿Cómo es posible que su salvación sea sólo por gracia si usted tiene que pagarla cada día rompiendo su carne y azotando su cuerpo de una manera tan temible? ¿No es una forma muy extraña de gracia la que enrojece su piel con su sangre y malluga su carne cada noche?

—Querido hermanito, —respondió el Sr. Bedard, —Cuando el Sr. Perras me habló de tu piedad, no me ocultó que tienes un defecto muy peligroso, que es el de pasar demasiado tiempo en la lectura de la Biblia en preferencia a cualquier otro de nuestros libros santos. Me dijo que tienes la tendencia fatal de interpretar las Escrituras demasiado conforme a tu propia mente y de una manera que es más Protestante que Católica. Lamento ver que el cura de St. Charles tenía demasiada razón. Pero, él añadió que aunque tu lectura excesiva de las Santas Escrituras traía algunas nubes a tu mente, al final siempre cedías al sentido dado por nuestra santa Iglesia. Esto no me impidió el deseo de tenerte en mi lugar durante mi ausencia y espero que no tendré que lamentarlo, porque estamos seguros de que nuestro querido joven Chíniquy nunca será un traidor a nuestra santa Iglesia.

Estas palabras, dichas con gran solemnidad mezcladas con la bondad más sincera, atravesaron mi alma como una espada de dos filos. Sentí confusión y pesar inexpresables y mordiéndome el labio, dije: —He jurado a nunca interpretar las Santas Escrituras, excepto conforme al consenso unánime de los Santos Padres y con la ayuda de Dios cumpliré mi promesa. Lamento en gran manera no estar de acuerdo con usted por un momento. Usted es mi superior en edad, en conocimiento y en piedad. Por favor, perdóneme esta desviación momentánea de mi deber y pida por mí que yo sea como usted: Un soldado fiel y valiente de nuestra santa Iglesia hasta el fin.

En ese momento entró la sobrina del cura para informarnos que la comida estaba lista. Pasamos a una mesa modesta, pero bien surtida. Sin embargo, lo que más gusto me dio, fue que se terminó esa conversación penosa. Apenas teníamos cinco minutos sentados a la mesa cuando un hombre pobre llamó a la puerta y pidió un trozo de pan por amor de Jesús y de María. El Sr. Bedard se levantó de la mesa, se acercó al pobre extranjero y le dijo: —Pase, mi amigo, siéntese entre mí y nuestro Padrecito Chíniquy. Nuestro Salvador era el amigo de los pobres; él era el padre de la viuda y del huérfano y nosotros sus sacerdotes tenemos que seguirle. No se preocupe, siéntase como en su casa. Aunque yo soy el cura de Charlesborough, soy su hermano. Puede ser que en el cielo usted se siente en un trono más alto que el mío si usted ama a nuestro Salvador Jesucristo y a su santa Madre María más que yo.

Con estas palabras pusieron las mejores cosas de la mesa en el plato del pobre extranjero, quien al principio vaciló, pero terminó por devorar las viandas excelentes.

Después de esto no necesito decir que el Sr. Bedard era caritativo con los pobres; siempre los trataba como sus mejores amigos. Así también era mi cura anterior de St. Charles y aunque su caridad no era tan demostrativa y fraternal como la del Sr. Bedard, nunca vi a ningún pobre salir de la casa parroquial de St. Charles cuyo pecho no se llenaba de gratitud y gozo.

El Sr. Bedard era exactamente como el Sr. Perras en que se confesaba una y a menudo dos veces por semana y prefiriendo no fallar en ese acto humillante, ambos, al estar ausente su confesor normal y muy en contra de mis propios sentimientos, varias veces se arrodillaron humildemente a mis pies juveniles a confesarse.

Estos dos hombres notables tenían la misma opinión acerca de la inmoralidad y la falta de religión de la mayoría de los sacerdotes. Ambos me contaron cosas de la vida secreta del clero que nadie creería si lo publicara. Ambos admitieron repetidamente que la confesión auricular era la fuente diaria de perversiones indecibles entre los confesores y sus penitentes tanto femeninas como masculinos, pero ninguno de los dos tenía suficiente luz para deducir de esos hechos que la confesión auricular fuera una institución diabólica. Ambos sinceramente creyeron como yo, en ese entonces, que la institución era buena, necesaria y divina y que resultó ser una fuente de perdición a tantos sacerdotes solamente a causa de su falta de fe y piedad y principalmente por su negligencia en rezar a la Virgen María.

Ellos no me dieron esos detalles con un espíritu de crítica contra nuestros hermanos débiles. Su intención era advertirme contra los peligros que eran tan fuertes para mí como para otros. Ambos invariablemente terminaban esas confidencias invitándome a rezar más y más constantemente a la Madre de Dios, la bendita Virgen María; a vigilarme y a evitar estar a solas con una penitente femenina. Me aconsejaron también a tratar mi propio cuerpo como mi peor enemigo, reduciéndolo a sujeción a la ley y crucificándolo día y noche.

Las revelaciones que recibí de estos dignos sacerdotes en ninguna manera conmovieron a mi fe en la Iglesia. Ella se volvió más querida para mí como una madre recibe más afecto y devoción de un hijo obediente mientras más se aumentan sus pruebas y aflicciones. Me parecía, después de este conocimiento, que era mi deber mostrar más que nunca mi respeto, amor y devoción sin reserva a mi santa y querida madre, la Iglesia de Roma fuera de la cual (creía yo sinceramente en ese entonces) no había salvación.

Aunque estos dos sacerdotes profesaron tener el más profundo amor y respeto por las Santas Escrituras, dedicaron muy poco tiempo a su estudio. Ambos, varias veces me reprendieron por pasar muchas horas en su lectura atenta y repetidamente me advirtieron contra el hábito de apelar constantemente a ellas contra ciertas prácticas y enseñanzas de nuestros teólogos. Como buenos sacerdotes Católico-romanos, no tenían el derecho de ir directamente a las Santas Escrituras para saber que “¡Así dice el Señor!” ¡Las tradiciones de la Iglesia eran su fuente de ciencia y luz! Me asombraba la facilidad con que enterraban bajo las nubes oscuras de su tradición a los textos más claros de las Santas Escrituras que yo citaba en defensa de mi posición en nuestras conversaciones y debates.

Ambos, con igual celo y desgraciadamente con demasiado éxito, me persuadieron que era correcto para la Iglesia mandarme a jurar que nunca interpretaría las Santas Escrituras, excepto según el consenso unánime de los Santos Padres. Pero cuando yo les mostraba que los Santos Padres nunca habían estado unánimes en nada, excepto para no estar de acuerdo el uno con el otro en casi cualquier tema que trataban y cuando demostré, por nuestros historiadores eclesiásticos, que algunos Santos Padres tenían opiniones muy diferentes que las de nosotros sobre muchos temas, nunca contestaron mi pregunta excepto para silenciarme con el texto: “Si no oyere a la Iglesia, tenle por gentil y publicano” y me daban largos sermones sobre el peligro del orgullo y auto-confianza.

Ambos me enseñaron que el inferior tiene que obedecer ciegamente a su superior, así como el bastón a la mano que lo detiene, asegurándome al mismo tiempo que el inferior no era responsable por los errores que cometiera al obedecer a su superior legítimo.

El Sr. Perras y el Sr. Bedard tenían un gran amor por su Salvador Jesús, pero el Jesucristo que ellos amaron, respetaron y adoraron no era el Cristo del Evangelio, sino el Cristo de la Iglesia de Roma. Ellos tenían un gran temor como un gran amor por su Dios que profesaban crear cada mañana por el acto de consagración. También creían y predicaban que la idolatría era uno de los crímenes mas grandes que el hombre podía cometer, sin embargo, ellos mismos, cada mañana adoraban a un ídolo de su propia creación. Eran obligados por su Iglesia a renovar la terrible iniquidad de Aarón con esta única diferencia que mientras Aarón hizo sus dioses de oro fundido, ellos hacían el suyo de harina entre dos planchas calientes y bien pulidas o en la forma de un hombre crucificado.

Cuando Aarón habló al pueblo de su becerro de oro, dijo: “Estos son tus dioses, oh Israel, que te sacaron de la tierra de Egipto.” Igualmente el Sr. Bedard y el Sr. Perras, exhibiendo la oblea a la gente engañada, decían: “¡Ecce agnus Dei qui tollit peccata mundi!” (“¡He aquí, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”)

Estos dos sacerdotes sinceros, ponían toda su confianza en las reliquias y escapularios. Oí a ambos decir que ningún accidente fatal podría suceder al que llevaba un escapulario en su pecho y que ninguna muerte repentina podría venir al que fielmente guardaba esos escapularios benditos en su persona. Sin embargo, ambos de repente murieron las muertes más tristes. El Sr. Bedard cayó muerto, el 19 de mayo de 1837, en un gran banquete dado por sus amigos. Estaba en el acto de tragar una copa de esa bebida de la cual dice Dios: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente, mas al fin como serpiente morderá y como áspid dará dolor.” El Sr. Perras, tristemente, se volvió loco y murió de un ataque de delirio, el 29 de julio de 1847.

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C A P I T U L O 22

A principios de septiembre de 1834, el Obispo Synaie me designó el puesto envidiable de uno de los vicarios de St. Roch, Qüebec, donde el Rev. Sr. Tetu había sido cura aproximadamente un año. El era uno de los diecisiete hijos del Sr. Francisco Tetu, uno de los granjeros más respetados y ricos de St. Thomas. Tan amable era mi nuevo cura que nunca lo vi de mal humor ni una sola vez durante los cuatro años que estuve con él. Aunque a veces, sin querer, puse a prueba su paciencia, nunca oí una sola palabra desagradable salir de sus labios.

Durante una de las horas agradables que pasamos después de la comida, uno de sus vicarios, el Sr. Louis Parent, dijo al Rev. Sr. Tetu: —He entregado esta mañana más de cien dólares al obispo como el precio de las misas que mis penitentes piadosos me han pedido que celebrara, la mayor parte de ellas por las almas en el purgatorio. Cada semana tengo que hacer lo mismo igual que usted y cada uno de los cientos de sacerdotes de Canadá tienen que hacer. Ahora quiero saber cómo los obispos pueden disponer de todas esas misas y qué hacen con las grandes sumas de dinero que reciben de todas partes del país.

El buen cura contestó, bromeando como siempre: —Si se celebran todas, el purgatorio debería vaciarse dos veces al día, porque yo he calculado que las sumas dadas por esas misas en Canadá no pueden ser menos de cuatro mil dólares cada día. Hay tres veces más Católicos en los Estados Unidos que aquí, así que, no es una exageración decir que diariamente en estos dos países se dan por lo menos $16,000 dólares para echar agua fría a las llamas ardientes de esa prisión de fuego. Ahora, multiplicando por trescientos sesenta y cinco días del año, llega a la suma generosa de $5,840,000 dólares cada año. Pero como todos sabemos que se paga dos veces más por las misas mayores que por las menores, es evidente que más de diez millones de dólares se gastan para ayudar a las almas del purgatorio a terminar sus torturas cada doce meses en Norteamérica solamente.

—No hay suficientes sacerdotes en el mundo para decir todas las misas pagadas por la gente. Yo no sé más que ustedes en cuanto a lo que los obispos hacen con esos millones de dólares. Pero si quieres saber mi opinión sobre ese tema delicado, te diré que entre menos pensamos y hablamos de ello, mejor para nosotros. Yo rechazo esos pensamientos lo más posible y te aconsejo que hagas lo mismo.

Los otros vicarios parecían inclinados con el Sr. Parent a aceptar esa conclusión, pero como yo no había dicho una sola palabra, me pidieron mi opinión y se la di: —Hay muchas cosas en nuestra santa Iglesia que se ven como manchas negras, pero espero que sea debido a nuestra ignorancia. Entre tanto que no sabemos qué hacen los obispos con esas misas innumerables pagados en su mano, yo prefiero creer que actúan como hombres honestos.— Apenas dije esas cuantas palabras cuando me mandaron llamar a visitar a un feligrés enfermo y se terminó la conversación.

Ocho días después, yo estaba a solas en mi cuarto leyendo el “L’Ami de la Religión et du Roi” un periódico que recibí de París editado por Picot. Mi curiosidad fue excitada por el título de la cabecera de la página en letras grandes: “Piedad Admirable de la Gente Canadiense Francés” La lectura de esa hoja me hizo llorar lágrimas de vergüenza y sacudió mi fe hasta el fundamento.

Corrí al cura y los vicarios y les dije: —Hace pocos días, intentamos en vano descubrir qué sucedía con las grandes sumas de dinero pagadas por nuestra gente a los obispos para decir las misas. Aquí está la respuesta.

Entonces leímos juntos el artículo que decía en sustancia: ¡Que los venerables obispos de Qüebec habían enviado no menos de cien mil francos en diferentes ocasiones a los sacerdotes de París para que ellos dijeran 400,000 misas al costo de cinco centavos cada uno! ¡Aquí tenemos la triste evidencia que los obispos habían tomado para sí mismos 400,000 francos de nuestra pobre gente, bajo el pretexto de salvar las almas del purgatorio! Ese artículo nos cayó como una bomba. Nuestras lenguas se paralizaban de vergüenza.

Por fin, Baillargeon, dirigiéndose al cura dijo —¿Será posible que nuestros obispos sean estafadores y nosotros los instrumentos para defraudar a nuestra gente? ¿Qué diría la gente si supiera que no solamente no decimos las misas por las cuales ella constantemente llena nuestros manos con su dinero difícilmente ganado, sino que mandamos decir esas misas en París por cinco centavos? ¿Qué pensará de nosotros nuestra buena gente cuando sepa que nuestros obispos se embolsan 20 centavos de cada misa que nos pide celebrar?

El cura respondió, —Es afortunado que la gente no sabe, porque seguramente nos echarían a todos en el río. Vamos a guardar ese comercio vergonzoso lo más secreto posible. Pues, ¿Qué es el crimen de simonía, si esto no es una instancia?

Yo repliqué: —¿Cómo pueden esperar guardar secreto ese tráfico del cuerpo y sangre de Jesucristo, cuando no menos de 40,000 copias del periódico se circulan en Francia y más de 100 vienen a Canadá y los Estados Unidos. El problema es mayor de lo que sospechan. ¿No fue a causa de tales crímenes públicos e innegables y los trucos viles del clero de Francia, que el pueblo francés en general, hace medio siglo, condenaron a muerte a todos los obispos y sacerdotes de Francia?

—Pero esa operación astuta de nuestros obispos toma un color todavía más oscuro, porque esas “misas de cinco centavos” que dicen en París no valen un solo centavo. ¿Quién entre nosotros ignora el hecho de que la mayoría de los sacerdotes de París son ateos y muchos de ellos viven públicamente con concubinas? ¿Pondría su dinero en nuestras manos la gente, si fuéramos lo suficiente honestos para decirles que sus misas serían dichas por cinco centavos en París por tales sacerdotes? ¿No les engañamos cuando aceptamos su dinero bajo la condición bien entendida que ofreceríamos el santo sacrificio según sus deseos? Pero si me permiten hablar un poco más, tengo otro hecho extraño que considerar con ustedes.

—Sí, habla, habla, —contestaron los cuatro sacerdotes.

Luego continué: —¿Recuerdan como fueron seducidos a entrar a la “Sociedad de Tres Misas”? ¿Quién entre nosotros tenía la idea que la mayor parte del año se pasaría diciendo misas por los sacerdotes y así ser imposible satisfacer las demandas piadosas de la gente que nos apoya? Ya pertenecíamos a las sociedades de la Bendita Virgen María y de San Miguel que levantaron a cinco el número de misas que teníamos que celebrar por los sacerdotes difuntos. Deslumbrados por la idea de que tendríamos 2,000 misas dichas por nosotros en nuestra muerte, mordimos la carnada que nos presentó el obispo. Tuvimos que decir 165 misas por los 33 sacerdotes que murieron el año pasado lo cual significa que cada uno de nosotros tuvo que pagar 41 dólares al obispo por las misas que él mandó decir en París por ocho dólares. Siendo obligados, la mayor parte del año, a celebrar el santo sacrificio en beneficio de los sacerdotes difuntos, no podemos celebrar las misas que la gente nos paga diariamente y por tanto, somos forzados a transferirlas al obispo quien las manda a París después de hacer desaparecer 20 centavos de cada una. Luego entre más sacerdotes se inscriben en su sociedad de “Tres Misas”, más los 20 centavos puede embolsar de nosotros y de nuestra gente piadosa. Eso explica su celo admirable por inscribir a cada uno de nosotros. No es tan importante el valor del de dinero, pero me siento desolado al ver que nos volvemos los cómplices de su comercio simoniaco. Sin embargo, ¿Por qué lamentar el pasado? Ya no hay remedio. Aprendamos del pasado a ser sabios en el futuro.

El Sr. Tetu respondió: —Nos has mostrado nuestro error, ahora, puedes indicarnos algún remedio?

—El remedio sería abolir la sociedad de “Tres Misas” y establecer otra de “Una Misa” la cual se celebrará en la muerte de cada sacerdote. Es cierto que en lugar de 2,000 misas, tendremos solamente 1,200 en nuestra muerte. Pero si 1,200 misas no nos abren las puertas del cielo, es porque estaremos en el infierno. De esta manera podemos decir más misas a petición de nuestra gente y se disminuirá el número de misas de cinco centavos dichas por sacerdotes en París a petición de nuestro obispo. Si siguen mi consejo, nombraremos inmediatamente al Rev. Sr. Tetu presidente de la nueva sociedad, el Sr. Parent será el tesorero y yo consiento en ser el secretario. Una vez organizada nuestra sociedad, presentaremos nuestra renuncia al presidente de la otra sociedad. Enviaremos inmediatamente una circular a todos los sacerdotes dándoles la razón del cambio y pidiéndoles respetuosamente que se unan con nosotros en esta sociedad para disminuir el número de misas de cinco centavos celebrados por los sacerdotes de París.

Dentro de dos horas la nueva sociedad fue plenamente organizada. Las razones para su formación fueron escritas en un libro y enviamos una carta respetuosa al obispo renunciando nuestra membresía en la sociedad de “Tres Misas”. Esa carta fue firmada: C. Chíniquy, secretario. Tres horas más tarde recibí la siguiente nota del palacio del obispo:

Mi Señor Obispo de Qüebec quiere verte inmediatamente sobre un asunto importante. No faltes en venir sin dilación, sinceramente,
CHARLES P. CAZEAULT, Secretario

Enseñé la misiva al cura y los vicarios y les dije: —Una tempestad está estallando en la montaña. Esto es el primer trueno y el ambiente se ve oscuro y pesado. Oren por mí para que hable y actúe como un sacerdote honesto y valiente.

En la antesala del obispo, hallé a mi amigo personal Cazeault. El me dijo: Mi querido Chíniquy, estás navegando en un mar agitado, serás un dichoso marinero si escapas del naufragio. El obispo está muy enojado contigo, pero no te desanimes, el derecho está a tu favor.

Entonces amablemente me abrió la puerta de la sala del obispo y dijo: —Mi señor, el Sr. Chíniquy está aquí esperando sus órdenes.

—Pásalo, —respondió el obispo.

Entré y me arrodillé a sus pies, pero dando un paso hacia atrás me dijo de la manera más irritada: —No tengo bendición para ti hasta que me des una explicación satisfactoria de tu conducta extraña.

Me levanté y dije: —Mi señor, ¿Qué desea usted de mí?

—Quiero que me expliques el significado de esta carta firmada por ti como secretario de una sociedad recién nacida llamada “Sociedad de Una Misa”.

Le respondí: —Mi señor, la carta está escrita en buen francés. Su Señoría debería de haberlo entendido bien. No sé como una explicación mía podrá hacerla más clara.

—Quiero saber tu motivo por salir de la antigua y respetable “Sociedad de Tres Misas”. ¿No se compone de tus obispos y de todos los sacerdotes de Canadá? ¿No te hallaste entre suficiente buena compañía? ¿Te opones a las oraciones rezadas por las almas del purgatorio?

Le repliqué: —Mi señor, responderé trayendo un hecho a la atención de Su Señoría. El gran número de misas que decimos por las almas de los sacerdotes difuntos hace imposible el decir misas por la gente que nos paga. Somos forzados a transferir este dinero a sus manos y luego en lugar de que sean ofrecidos estos santos sacrificios por los buenos sacerdotes de Canadá, Su Señoría recurre a los sacerdotes de París donde las consigue a cinco centavos. Vemos dos grandes males aquí: primero, sacerdotes en los cuales no tenemos ni la menor confianza dicen nuestras misas; porque entre usted y yo, las misas dichas por los sacerdotes de Francia y particularmente los de París, no valen ni un centavo. El segundo mal es todavía peor, uno de los crímenes más grandes que nuestra santa Iglesia siempre ha condenado es el crimen de simonía.

—¿Quieres decir, —replicó indignado el obispo, —que yo soy culpable del crimen de simonía?

—Si, mi señor, es exactamente lo que quiero decir. No veo como Su Señoría no comprende que el comercio de misas por el cual usted gana 400,000 francos de una mercancía espiritual que usted consigue por 100,000, no sea simonía.

—¡Tú me insultas! ¡Tú eres el hombre más impudente que jamás he visto! ¡Si no retractas lo que has dicho, te suspenderé y te excomulgaré!

—Mi suspensión y excomulgación no mejorará la posición de Su Señoría. Porque la gente sabrá que usted me ha excomulgado, porque protesté contra su comercio de misas. Ellos sabrán que usted embolsó 20 centavos de cada misa y que las mandó decir por cinco centavos en París por sacerdotes, la mayoría de los cuales viven con concubinas. Y usted verá que unánimes me bendecirán por mi protesta y a usted le condenarán por su comercio simoniaco, —dije estas palabras con una calma tan perfecta que el obispo vio que yo no tenía el menor temor de sus amenazas.

—Me es evidente, —dijo, —que tu objetivo es ser un reformador, un Lutero en Canadá. ¡Pero nunca lograrás ser más que un chango!

Vi que el obispo estaba fuera de sí y que mi calma perfecta añadió a su irritación. Le respondí: —Si Lutero no hubiera hecho algo peor de lo que yo hago hoy, debería ser bendito por Dios y los hombres. Pido respetuosamente a Su Señoría que se calme. El tema de que estoy hablándole es más serio de lo que usted piensa. Está usted cavando debajo de sus propios pies y los pies de sus sacerdotes el mismo abismo en el cual la Iglesia de Francia casi pereció hace menos de medio siglo. Yo soy su mejor amigo cuando sin temor le digo esta verdad antes que sea demasiado tarde. Dios sabe que es porque le amo y le respeto como a mi propio padre que deploro profundamente las consecuencias terribles que seguirían. ¡Ay de Su Señoría! ¡Ay de mí! ¡Ay de nuestra santa Iglesia el día que nuestra gente sepa que en nuestra santa religión, el cuerpo y sangre de Cristo se conviertan en mercancías para llenar el tesoro de los obispos y los Papas!

Era evidente que estas últimas palabras, dichas con el más perfecto dominio propio, no se perdían del todo. El obispo se calmó y me respondió: —Yo podría castigarte por esta libertad con que te has atrevido a hablar a tu obispo, pero prefiero advertirte a ser más respetuoso y obediente en el futuro. Me has pedido quitar tu nombre de la “Sociedad de Tres Misas”; tú y los cuatro simplones que han cometido el mismo acto de necedad son los únicos perdedores en el asunto. En lugar de 2,000 misas dichas por la liberación de sus almas de las llamas del purgatorio, tendrán solamente 1,200. Pero estoy seguro que hay demasiada sabiduría y verdadera piedad en mi clero como para seguir tu ejemplo. Serás dejado solo y cubierto de ridículo, porque ellos te llamarán “el pequeño reformador”.

Respondí al obispo: —Es verdad que soy joven, pero las verdades que he dicho a Su Señoría son tan antiguas como el Evangelio. Tengo tanta confianza en los méritos infinitos del santo sacrificio de la misa que creo sinceramente que 1,200 misas dichas por sacerdotes buenos son suficientes para limpiar mi alma y extinguir las llamas del purgatorio. Pero además, prefiero 1,200 misas dichas por cien sacerdotes canadienses sinceros que un millón, dichas por los sacerdotes de cinco centavos de París.

Estas últimas palabras dichas medio en serio y medio de broma trajo un cambio a la cara de mi obispo. Pensé que era un buen momento para conseguir su bendición y despedirme de él. Tomé mi sombrero, me arrodillé a sus pies, obtuve su bendición y me salí.


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