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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L O 45

C A P I T U L O 45

Llegué a Chicago el 29 de octubre de 1851 y pasé seis días con el Obispo Vandeveld, madurando los planes para nuestra colonización Católica. El me dio sabios consejos con los poderes más amplios que un obispo puede conceder a un sacerdote y me instó a comenzar en seguida a escoger el sitio más conveniente para un proyecto tan importante e inmenso. Mi corazón se llenó de emociones incontrolables cuando llegó la hora de dejar a mi superior y salir a conquistar al magnífico estado de Illinois para beneficio de mi Iglesia. Me arrodillé delante de él para pedir su bendición y le supliqué que nunca me olvidara en sus oraciones. El no fue menos afectado que yo y apretándome a su pecho, baño mi cara con sus lágrimas y me bendijo.

Duré tres días en cruzar las llanuras entre Chicago y Bourbonnais. Estas llanuras eran una inmensa soledad con caminos casi intransitables. Por invitación del sacerdote, el Sr. Courjeault, varias personas habían venido de largas distancias para recibirme y colmarme con expresiones públicas de gozo y respeto.

Después de algunos días de reposo en medio de su joven e interesante colonia, expliqué al Sr. Courjeault que había sido enviado por el obispo para fundar una colonia para inmigrantes Católico-romanos de una escala suficientemente grandiosa para dominar al gobierno de Illinois y que era mi deber ir más al sur para buscar el sitio más conveniente para la primera aldea. Pero para mi pesar indecible, en el mismo momento en que le dije el objetivo de mi venida a Illinois, sentí el espíritu de celo convertirlo en un enemigo implacable. Lo mismo sucedió con el Rev. Sr. Lebel en Chicago.

Entretanto que ellos creían que yo había salido de Canadá para ayudarles a aumentar sus pequeñas congregaciones al inducir a los inmigrantes a fijar su residencia entre ellos, me colmaban con las señas de su estimación, tanto en público como en privado. Pero el momento que vieron que yo iba a fundar en el mero corazón de Illinois colonias de una escala tan grande, se unieron para paralizar y arruinar mis esfuerzos. Si hubiera sospechado semejante oposición de parte de los mismos hombres en cuya ayuda moral había dependido para el éxito de mis planes de colonización, nunca hubiera salido de Canadá hacia Illinois. Pero ahora era demasiado tarde para detener mi marcha hacia adelante.

Confiando solamente en Dios por el éxito, convencí a seis de los ciudadanos más respetados de Bourbonnais a acompañarme con tres vagones en búsqueda del mejor sitio para el centro de mi futura colonia. Llevé una brújula para guiarme por esas llanuras inmensas que se extendían delante de mí como un océano. Yo quería escoger el punto más alto en Illinois para el primer poblado para asegurar el aire y el agua más pura para los nuevos inmigrantes. Afortunadamente por la dirección de Dios, tuve mayor éxito de lo que esperaba, porque recientemente los topógrafos del gobierno han reconocido que la aldea de St. Anne ocupa el punto más alto de ese estado espléndido.

Para mi gran sorpresa, diez días después que escogí ese sitio, cincuenta familias de Canadá plantaron sus tiendas alrededor de la mía en el sitio hermoso que hoy forma la aldea de St. Anne. Se acercaban los últimos días de noviembre y aunque el tiempo todavía estaba templado, sentí que no debería desperdiciar una sola hora en procurar albergues para cada familia antes que el invierno trajera enfermedad y muerte entre ellas. La mayor parte eran analfabetos y pobres, sin una sola idea de los peligros y dificultades increíbles de establecer una nueva colonia. Al principio, había solamente dos casas pequeñas para hospedarnos. Una medía ocho por diez metros y la otra, cinco por siete metros. Junto con todos mis queridos inmigrantes, envuelto en vestimentas de búfalo, con mi abrigo como almohada, dormí profundamente en el duro suelo durante los tres meses que duré erigiendo mi primera casa.

Hice un censo de la gente el primero de diciembre y encontré 200 almas, 100 de las cuales eran adultos. Les dije: –No hay tres de ustedes que dejados solos sean capaces de preparar un albergue para su familia este invierno, pero si se olvidan de ustedes mismos y trabajan los unos por los otros como verdaderos amigos y hermanos, aumentarán sus fuerzas diez veces y en pocas semanas habrá suficientes edificios, pequeños pero sólidos, para protegerlos contra las tempestades y nieve del invierno que rápidamente se aproxima.

–Vamos hoy al bosque juntos a cortar la madera, mañana la arrastraremos a uno de los lotes que han escogido y verán con cuanta rapidez se erige la casa. Pero antes de salir al bosque, arrodillémonos a pedir a nuestro Padre Celestial que bendiga la obra de nuestras manos, que nos conceda ser de un solo corazón y que nos proteja de los accidentes tan comunes en los bosques y obras de construcción.

Todos nos arrodillamos en el pasto y tanto con nuestras lágrimas como con nuestros labios, enviamos al propiciatorio una sincera oración y luego salimos al bosque.

¡Cuán rápidamente se erigieron las primeras 40 pequeñas pero bonitas casas en nuestras hermosas llanuras. Mientras los hombres cortaban madera y construían sus casas los unos de los otros con unidad, gozo, buena voluntad y diligencia, las mujeres preparaban comidas en común. Obtuvimos nuestra harina y carne de puerco de Bourbonnais y Momence a precios muy bajos y como yo tenía buena puntería, salía con uno o dos amigos y cazamos cada día suficientes gallinas silvestres, codornices, patos y gansos silvestres, barnaclas y venado para alimentar a más gente que había en nuestra joven colonia.

Cuando vi que suficientes casas habían sido construidos para dar albergue a todos los primeros inmigrantes, convoqué una reunión y les dije: –Mis queridos amigos, creo que ahora debemos construir una casa de dos pisos, la parte superior será usado como escuela para sus niños entre semana y como capilla los domingos. La planta baja será mi casa parroquial. Yo proveeré el dinero para el solado, las tablillas, clavos, etc. y ustedes proveerán la mano de obra, cortando, trayendo y colocando la madera. Yo también pagaré al arquitecto sin pedir a ustedes un solo centavo. ¿Cómo les parece?
Unánimes respondieron: –¡Sí! Después que usted ha trabajado tan duro para darnos un hogar a cada uno de nosotros, es justo que nosotros le ayudemos a construir una para usted. Nos alegra saber que es su intención procurar una buena educación para nuestros hijos. Empecemos a trabajar en seguida. Esto fue el 16 de enero de 1852. El sol era tan caluroso como en un día hermoso de mayo en Canadá. Nuevamente nos arrodillamos para implorar la ayuda de Dios.

El día siguiente, éramos 72 varones en el bosque cercano cortando los grandes robles. El día 17 de abril, sólo tres meses más tarde, ese fino edificio de dos pisos de casi trece metros cuadrados fue bendecido por el Obispo Vandeveld. Fue coronado de un campanario de diez metros y una campana que pesaba 250 libras cuyo sonido solemne proclamaría nuestros goces y tristezas por las llanuras sin límite. Para entonces, contábamos con más de 100 familias con más de 500 adultos. La capilla que al principio pensábamos que sería demasiado grande, se llenó a su máxima capacidad el día de su consagración a Dios.

Menos de un mes más tarde, decidimos añadir otros trece metros cuadrados, los cuales, cuando fueron terminados seis meses después, se hallaban todavía insuficientes para acomodar la inundación de inmigrantes que constantemente aumentaba, llegando no sólo de Canadá, sino de Bélgica y Francia. Pronto, era necesario hacer un nuevo centro y expandir los límites de mi primera colonia, lo cual hice, colocando una cruz en L’Erable como a 15 millas al sur de St. Anne y otra en un lugar que llamamos St. Mary, doce millas al sureste en el condado de Iroquois. Estas aldeas pronto se llenaron, porque esa misma primavera más de 1,000 familias nuevas llegaron de Canadá para unirse con nosotros.

Las palabras no pueden expresar el gozo de mi corazón cuando vi cuán rápidamente mi (en ese tiempo) querida Iglesia de Roma estaba tomando posesión de esas tierras magníficas y cómo ella pronto sería la dueña sin rival, no sólo de Illinois, sino de todo el Valle Mississippi. Pero los caminos de los hombres no son los caminos de Dios. Yo había sido llamado por los obispos de Roma a Illinois para extender el poder de esa Iglesia, pero mi Dios me llamó ahí para dar a esa Iglesia el golpe más mortal que jamás recibió en este continente.

Ahora, mi tarea es contar a mis lectores cómo el Dios de verdad, luz y vida, rompió uno tras otro los lazos encantados por los cuales fui cautivado a los pies del Papa y cómo él abrió mis ojos y los ojos de mi gente a las abominaciones insospechadas e inauditas del Romanismo.