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domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L O 50

C A P I T U L O 50

El primero de agosto de 1855, recibí una carta de mi obispo en Chicago instruyéndome a asistir a un retiro espiritual que sería dado el próximo mes en el colegio de Chicago para todo el clero de las diócesis de Chicago y Qüincy.

Queriendo conocer al personal del clero irlandés del cual el Obispo Vandeveld me había dicho tantas cosas espantosas, llegué a la Universidad de Sta. María dos horas temprano. Nunca había visto a semejante banda de tipos joviales. Su disipación y risa, su intercambio de ingeniosas e indecorosas expresiones, el ruido tremendo que hacían al saludarse de lejos: Su ¡Hola, Patrick! ¡Hola, Murphy! ¡Hola, O’Brian! ¿Qué tal? ¿Cómo estás? ¿Cómo está Bridget? ¿Está Margarita todavía contigo? y las respuestas: ¡Sí, sí, ella no me dejaría! o ¡No, no, ya se fue esa muchacha loca! eran seguidas invariablemente de estallidos de risa.

¿Cuál extranjero al entrar en ese grande salón sospecharía que esos hombres estaban a punto de empezar una de las acciones más sublimes y sagradas de un sacerdote? Con la excepción de cinco o seis, parecían más a una banda de gancheros jaraneros.

Como una hora antes de la apertura de ejercicios, vi a uno de los sacerdotes con un sombrero en la mano, acompañado por otros dos, pasando entre todos recolectando dinero. Yo suponía que esta colecta fue proyectada para pagar nuestro alojamiento durante el retiro y me preparé para donar quince dólares. El sombrero grande estaba literalmente rebosando de billetes de cinco y diez dólares. Pregunté: –¿Cuál es el objetivo de esta colecta?

–¡Ah, Ah! –respondieron los colectores con una estrepitosa risa, –Querido Padre Chíniquy, ¿Será posible que todavía no sabes? ¿No ves que al estar tan apretados como estaremos aquí, los cuartos están propensos a calentarse demasiado y nos dará sed; entonces, se necesita una gotita para refrescar la garganta y mitigar la sed? –Y se rieron.

Les respondí con cortesía y seriedad: –Caballeros, yo vine aquí para meditar y orar. He abandonado desde hace mucho el uso de bebidas alcohólicas. Por favor, discúlpenme, soy abstemio.

–¡También nosotros! –respondieron con una risa, –todos hemos hecho la promesa del Padre Mathew, pero eso no nos impide tomar una gotita para mitigar la sed y mantener nuestra salud. El Padre Mathew no es tan despiadado como tú.

–Conozco bien al Padre Mathew, –les respondí, –le he escrito y lo he visto muchas veces. Permítanme decirles que somos de la misma opinión tocante al uso de bebidas intoxicantes.

–¿Será cierto que conozcas al Padre Mathew y que intercambias cartas con él? ¡Qué hombre tan santo es él y cuánto bien ha hecho en Irlanda y dondequiera! –contestaron.

–Pues el bien que ha hecho no durará mucho, –dije, –si todos sus discípulos guardaran sus promesas como ustedes.

Mientras hablábamos, se acercaron un buen número de sacerdotes alrededor de nosotros para oír lo que se decía, porque era evidente a todos que el barco de los colectores, no sólo había entrado a aguas de poca profundidad, sino que había pegado a una roca.

Uno de los sacerdotes dijo: –Pensé que nos iba a predicar el Obispo Spaulding; no tenía idea que el Padre Chíniquy tenía ese cargo.

–Caballeros, –les respondí, –tengo tanto derecho de predicarles a ustedes a favor de la abstinencia como ustedes tengan de predicarme de su falta de moderación. Ustedes pueden hacer lo que quieran respecto a las bebidas alcohólicas durante el retiro, pero espero tener el mismo derecho de pensar y hacer a mi agrado en este asunto.

Ellos me dejaron diciendo algo que no entendí, pero evidentemente estaban disgustados por lo que ellos consideraban mi obstinación y falta de buenos modales.

Debo decir, sin embargo, que dos de ellos, el Sr. Dunn y otro desconocido para mí, vinieron a felicitarme por la severa reprensión que les había dado.

Después de pedirme disculpas por el comportamiento de sus colegas, el Sr. Dunn expresó su repugnancia por lo que acaba de suceder, informándome que la cantidad total recolectada fue $500.00 dólares. Dando un paso más cerca, me dijo: –No pienses que estás sin amigos aquí en medio de nosotros. Tienes más amigos de lo que piensas entre los sacerdotes irlandeses y yo soy uno de ellos aunque no me conoces. El Obispo Vandeveld me habló frecuentemente de tu obra de colonización.

Luego, apretando mi mano en la suya, me apartó de los demás y me dijo: –Considérame de aquí en adelante como tu amigo. Has perdido un verdadero amigo en el Obispo Vandeveld y temo que el obispo actual no te hará justicia. Lebel y Carthuval lo han prejuiciado contra ti. Pero yo te apoyaré si te tratan injustamente como temo que hará la administración de la diócesis. Después del gobierno bondadoso y paternal del Obispo Vandeveld, ni los sacerdotes ni la gente de Illinois soportarán más las cadenas de hierro que el obispo actual tiene guardadas para todos nosotros.

Le agradecí al Sr. Dunn por sus palabras amables y le dije que ya había probado el amor paternal de mi obispo al ser arrastrado dos veces por Spink ante los tribunales por rehusar vivir en paz con los dos sacerdotes más inmorales que jamás había conocido.

En ese momento la campana nos llamó a la capilla para oír los reglamentos del obispo para el retiro. A las 8:00 p.m. tuvimos nuestro primer sermón por el Obispo Spaulding de Kentucky. El era un hombre bien parecido, un gigante de estatura y un buen orador. Pero la manera en que presentó los temas, aunque muy hábil, dejó en mi mente la impresión de que no creía ni una palabra de lo que decía. Presentó dos sermones cada día y el Rev. Sr. Vanhulest, un Jesuita, nos dio dos meditaciones que duraron de cuarenta a cincuenta minutos cada una.

El resto del tiempo se ocupaba en leer en voz alta la vida de algún santo, en recitar el breviario, en el examen de la conciencia y confesión. Teníamos comidas de media hora seguidos por una hora de receso y así se pasaba el día. ¡Pero las noches, las noches! ¿Qué diré de ellas? Mi pluma rehúsa apuntar todo lo que mis ojos vieron y mis oídos oyeron durante las largas horas de esas noches.

Usualmente comenzaban a tomar como a las nueve, pero a la media hora el alcohol comenzaba a desatar las lenguas y trastornar los cerebros. Comenzaban las historias ingeniosas seguidas por las más indecentes y vergonzosas recitaciones. Los cantos lujuriosos y las más infames anécdotas volaban de cama en cama, de habitación en habitación hasta la una o las dos de la mañana.

Una noche, tres sacerdotes tuvieron ataques de delirio casi al mismo tiempo. Uno gritaba que tenía una docena de víboras en su camisa; el segundo estaba luchando contra miles de murciélagos que intentaban sacarle los ojos de sus cuencas; el tercero, con un palo, estaba repelando a millones de arañas que, según él decía, eran del tamaño de pavos silvestres, todos tratando de devorarlo. Además, docenas de ellos vomitaban sus estómagos sobrecargados en las camas y por todos lados. Al tercer día, yo estaba tan repugnado e indignado que determiné irme sin ruido bajo el pretexto de estar enfermo.

Había, sin embargo, algo todavía más abrumador: La terrible lucha moral en mi alma. La voz de mi conciencia (que creí ser la voz de satanás) clamaba en mis oídos: –¿No ves claramente que tu Iglesia es la Iglesia del diablo y que estos sacerdotes en lugar de ser los sacerdotes del Cordero de Dios, son los sucesores de los antiguos sacerdotes de Baco?

–Lee tu Biblia con un poquito más de atención y fíjate si esto no es el reinado de la Gran Ramera que contamina al mundo con sus abominaciones. ¿Hasta cuándo permanecerás en este mar de Sodoma? ¡Sal fuera! ¡Sal fuera de Babilonia si no quieres perecer con ella! ¿Puede el Hijo de Dios bajar cada mañana en cuerpo, alma y divinidad a las manos y estómagos de semejantes hombres? ¿Pueden las naciones ser guiadas en los caminos de Dios por ellos? ¿No eres culpable de un crimen imperdonable al plantar con tus propias manos en este magnífico país un árbol que produce semejante fruto? ¿Cómo te atreves a encontrarte con tu Dios después de engañarte a ti mismo y a la gente haciéndoles creer que estos son los representantes de Cristo, líderes y sacerdotes de la Iglesia fuera de la cual no hay salvación?

¡Oh, cuán terrible es resistir a la voz de Dios! ¡Creer que él es el maligno cuando, por sus advertencias, procura salvar tu alma! Temiendo perder enteramente mi fe en mi religión y convertirme en un ateo absoluto si permaneciera más tiempo en medio de tanto libertinaje, determiné irme. Pero antes de hacerlo, quería consultar a mi nuevo amigo quien la providencia de Dios me había provisto en el Sr. Dunn.

Lo busqué después de la comida y llevándolo aparte, le conté lo que ocurrió la noche pasada y le pedí su consejo sobre mi determinación de abandonar el retiro.

El respondió: –No me revelas nada nuevo, porque yo pasé la noche en el mismo dormitorio. Un sacerdote me contó de todas las orgías ayer; casi no le creí lo que me dijo, por tanto, decidí ir para ver y oírlo yo mismo. No exageras, no has mencionado ni la mitad de los horrores de anoche. Escapa a toda descripción y es sencillamente increíble para cualquiera que no estuviera allí para atestiguarlo.

–Sin embargo, te aconsejo que no te vayas. Tu salida te arruinaría para siempre en la mente del obispo. Lo mejor que puedes hacer es ir y contarlo todo al Obispo Spaulding. Yo lo hice esta mañana, pero sentí que no creyó ni la mitad de lo que dije. Cuando el mismo testimonio viene de ti, entonces lo creerá y probablemente tomará algunas medidas con nuestro propio obispo para poner fin a esos horrores.

–Tengo que decirte algo en confianza que sobrepasa todo lo que sabes de las abominaciones de estas tres noches pasadas: Un respetable policía, que pertenece a mi congregación, vino a mí esta mañana para decirme que la primera noche, seis prostitutas vestidas como caballeros, y anoche, doce vinieron a la universidad después del anochecer, entraron al dormitorio y fueron directamente por señas a los que las habían invitado, cada una teniendo la llave necesaria.

–Yo acabo de informarle al Obispo O’Regan del hecho, pero en lugar de prestar atención a lo que dije, se enfureció contra mí, diciéndome: ¿Tú crees que voy a bajar de mi dignidad de obispo para oír los informes de un policía degradado o viles espías? Si ellos quieren condenarse, no hay remedio, ¡Qué vayan al infierno! ¡No estoy más obligado ni tengo más poder que Dios para impedirles! ¿Les impide Dios? ¿les castiga él? ¡No! ¡Bueno, no puedes esperar de mí más celo y poder que nuestro Dios común!–Con estas finas palabras, –dijo el buen Sr. Dunn, –tuve que salir rápidamente de su habitación. Es inútil hablar con el Obispo O’Regan sobre ese asunto. ¡Es inútil! El quiere recibir una cuota grande de esos sacerdotes al final del retiro y está más inclinado a manearlos que castigarlos con tal de obtener los cien mil dólares que él quiere para construir su palacio de mármol blanco en la ribera del lago.

Le repliqué: –Aunque añades a mi desolación en lugar de disminuirla por lo que me dices de los extraños principios de nuestro obispo, voy a ir a hablar con mi señor Spaulding como tú me aconsejas.

Sin perder un momento, fui a su habitación. El me recibió muy amablemente y no parecía nada sorprendido por lo que le dije como si estuviera acostumbrado a ver lo mismo o aún peores abominaciones. Sin embargo, cuando le dije la cantidad de licor que tomaron y que el retiro sería solamente una comedia ridícula si no habría ninguna intención de reformar, él acordó que sería aconsejable intentarlo: –Aunque esto no está en nuestro programa, podríamos dar uno o dos sermones sobre la necesidad de los sacerdotes de dar un ejemplo de abstinencia a su congregación. Por favor, acompáñeme a la habitación de mi señor O’Regan para conferir sobre el asunto después que tú le digas lo que está sucediendo.

–¡Sí! –dijo el Obispo O’Regan, –es muy triste ver que nuestros sacerdotes tienen tan poquito auto-respeto aun durante días tan solemnes como estos de un retiro público. El Rev. Sr. Dunn acaba de decirme la misma triste historia como el Padre Chíniquy. Pero, ¿Qué remedio podemos hallar para tal estado de cosas? Quizás haría bien darles un buen sermón sobre la abstinencia. Sr. Chíniquy, me dicen que te llaman El Apóstol de Abstinencia de Canadá y que eres un poderoso orador sobre ese tema. ¿No te gustaría darles uno o dos discursos sobre el daño que hacen a sí mismos y a nuestra santa Iglesia por su borrachera?

–Si esos sacerdotes pudieran entender francés, –repliqué, –con mucho gusto aceptaría el honor que usted me ofrece, pero para que ellos me entiendan, tendría que hablar en inglés y no domino lo suficiente a este idioma para intentarlo. Mi inglés quebrado sólo pondría en ridículo a la santa causa de abstinencia. Pero mi señor Spaulding ya ha predicado sobre ese tema en Kentucky y un discurso de Su Señoría sería escuchado con mayor atención y beneficio.

Entonces, fue acordado que él cambiaría su programa y daría dos discursos sobre la abstinencia. Pero aunque estos discursos eran realmente elocuentes, eran perlas echadas delante de los puercos. Los sacerdotes borrachos durmieron como siempre y hasta roncaron durante casi toda la pronunciación. Es cierto que notamos un poco de mejoramiento y menos ruido las siguientes noches; el cambio, no obstante, fue muy poco.

Al cuarto día del retiro, el Rev. Sr. Lebel se acercó a mí con su maleta en la mano. Se veía furioso, dijo: –Ahora has de estar satisfecho. Estoy suspendido y expulsado ignominiosamente de esta diócesis. ¡Es obra tuya! Pero fíjate en lo que te digo; Tú también pronto serás expulsado de tu colonia por el tirano mitrado que acaba de derrumbarme a mí. El me dijo varias veces que a toda costa quebrantará tus planes de colonización francés, enviándote al suroeste de Illinois junto al río Mississippi a un antiguo poblado francés cerca de St. Louis. Está enfurecido contra ti por haberte rehusado a entregarle tu fina propiedad en St. Anne.

Le respondí: –Estás equivocado al pensar que yo soy el autor de tus desgracias. Te has desgraciado a ti mismo por tus propios hechos. Nadie lamenta más que yo tu desgracia y mi más sincero deseo es que el pasado sea una lección para guiar tus pasos en el futuro. El deseo del obispo de expulsarme no me aflige. Si es la voluntad de Dios guardarme a la cabeza de esa gran obra, el obispo de Chicago bajará de este trono episcopal antes que yo baje del hermoso cerro de St. Anne.

El, pronto se desapareció; ¡Pero cómo me entristeció la caída de este sacerdote a quien había amado tan sinceramente!

El siguiente domingo fue el último día del retiro. Todos los sacerdotes entraron a la catedral en procesión para recibir la santa comunión y cada uno de ellos comió lo que teníamos que creer ser el verdadero cuerpo, alma y divinidad de Jesucristo. Esto no evitó, sin embargo, que trece de ellos pasaran la próxima noche en la cárcel donde fueron llevados por la policía habiéndolos sacado de las casas de mala fama donde estuvieron alborotándose y peleándose. ¡Fueron puestos en libertad la mañana siguiente después de pagar grandes multas por el disturbio de esa noche!

Al día siguiente, fui a la casa parroquial del Sr. Dunn para preguntarle si él pudiera darme alguna explicación del rumor que el Sr. Lebel había mencionado que yo sería quitado de mi colonia por el obispo y enviado a alguna parte lejana de su diócesis.

–Desgraciadamente es la verdad, –dijo, –el Obispo O’Regan cree que tiene la misión del cielo de deshacer todo lo que su predecesor ha hecho. Uno de los mejores planes grandiosos del Obispo Vandeveld fue asegurar la posesión de este magnífico estado de Illinois para nuestra Iglesia induciendo a todos los Católico-romanos emigrados de Francia, Bélgica y Canadá a fincar aquí. Nuestro obispo actual se opone a ese plan y te trasladará a tal distancia que tus planes de colonización se acabarán. El dice que generalmente los franceses son rebeldes y desobedientes a sus superiores eclesiásticos. En vano he intentado cambiarle de opinión. Ya te dije que frecuentemente me pide mi opinión sobre lo que yo creo ser lo mejor para su diócesis, pero ahora mi impresión es que quiere saber nuestra opinión sólo por el gusto de hacer lo opuesto a nuestro consejo.

Al final del retiro, la petición por fondos del Obispo O’Regan tuvo éxito, aunque todos los que estaban presentes sintieron que era absurdo construir un palacio de cien mil dólares en un diócesis tan joven y pobre. Inmediatamente se juntó entre nosotros siete mil dólares en efectivo y pagarés como muestra de buena voluntad. Luego de prometer que haríamos todo en nuestro poder para juntar el saldo de esa ridícula cantidad, fuimos simultáneamente bendecidos y despedidos del retiro.

Caminé sólo algunos pasos de la universidad cuando un sacerdote irlandés, desconocido para mí, me alcanzó para decirme: –Mi señor O’Regan quiere verte inmediatamente. Cinco minutos después, estaba a solas con mi obispo quien, sin ningún prefacio, me dijo: –Sr. Chíniquy, oigo muchas cosas extrañas y dañosas acerca de ti de todas partes. Pero lo peor de todo es que dicen que tú eres un secreto emisario Protestante; que en lugar de predicar las verdaderas doctrinas de nuestra santa Iglesia, de la Inmaculada Concepción, el purgatorio, etc., pasas tu tiempo distribuyendo Biblias y Nuevos Testamentos entre tus inmigrantes. Quiero saber de tus propios labios si esto es cierto o no.

Le respondí: –Una parte de lo que la gente le ha dicho es falso y parte es verdad. No es cierto que he descuidado la predicación de las doctrinas de nuestra santa Iglesia del purgatorio, la Inmaculada Concepción de María, la confesión auricular o el respeto que debemos a nuestros superiores. Pero sí es verdad que distribuyo la Santa Biblia y el Evangelio de Cristo entre mi gente.–En lugar de sonrojar de semejante conducta impropia para un sacerdote, pareces estar orgulloso de ella, –respondió el obispo airado.

–No entiendo, mi señor, por qué un sacerdote de Cristo debería sonrojarse por distribuir la Palabra de Dios entre su congregación. Puesto que estoy obligado a predicar esa Santa Palabra, no es sólo mi derecho, sino mi deber dársela. Estoy plenamente convencido que no hay predicación más eficaz y poderosa que la de nuestro Dios mismo cuando nos habla por medio de su Santo Libro.

–¡Esto es puro Protestantismo, Sr. Chíniquy, puro Protestantismo! –respondió airado.

–Mi querido obispo, –calmadamente respondí, –si dar la Biblia a la gente e invitarla leer y meditar en ella es Protestantismo, nuestro santo Papa Pío VI era un buen Protestante: En su carta a Martini, que probablemente está en las primeras páginas de la hermosa Biblia que veo en la mesa de Su Señoría, no solamente le bendice por traducir ese Santo Libro, sino invita a la gente a leerla.

El obispo, asumiendo un aire de sumo desprecio, replicó: –Tu respuesta muestra tu ignorancia total sobre el tema del cual hablas tan confiadamente. Si fueras mejor informado sobre ese grave tema, sabrías que la traducción por Martini, que el Papa aconseja a la gente italiana a leer, formó una obra de veintitrés tomos grandes que por supuesto nadie excepto la gente muy rica y ociosa podía leer. Ni uno entre diez mil italianos tiene los medios para comprar semejante obra y ni uno entre veinte mil tiene el tiempo ni la voluntad para examinar semejante masa de comentarios sin fin. El Papa nunca hubiera dado semejante consejo a leer la Biblia como la que tú distribuyes tan imprudentemente.

–Entonces, mi señor, –le respondí, –¿Usted me dice positivamente que el Papa dio permiso de leer la traducción de Martini porque él sabía que la gente común no podía conseguirla debido a su tamaño enorme y precio tan alta, y me asegura que él nunca hubiera dado tal consejo si la misma gente pudiera comprar y leer esa santa obra?

–¡Sí, señor! Eso es lo que quiero decir, –respondió el obispo con un aire de triunfo, –Yo sé positivamente que esto es un hecho.

Con calma le repliqué: –Espero que Su Señoría se ha equivocado sin querer, porque si estuviera correcto, los principios austeros e impávidos de la lógica me obligarían a pensar y decir que el Papa y todos sus seguidores son engañadores y que esa Encíclica en sus manos es un fraude público, porque todos los sacerdotes Católicos en todo el mundo la usamos y la imprimimos en todas nuestras propias Biblias para que la gente, tanto Protestante como Católica, crea que nosotros aprobamos la lectura de nuestras propias versiones de la Santa Biblia.

Si hubiera echado una chispa de fuego en un barril de pólvora, la explosión no hubiera sido más pronto ni tan terrible como la furia de ese prelado. Apuntando su dedo en mi cara, dijo: –Ahora veo la verdad de lo que me han dicho que tú eres un Protestante disfrazado desde el mismo día que fuiste ordenado sacerdote. ¡La Biblia! ¡La Biblia es tu lema! ¡Para ti la Biblia es todo y la santa Iglesia con sus Papas nada son! ¡Qué palabra tan insolente y me atrevo a decir cuán blasfema acabo de oír de ti! ¡Tú te atreves a llamar a una carta encíclica de uno de nuestros santos Papas, un fraude!

En vano intenté explicar; no me escuchó y me silenció diciendo: –¡Si nuestra santa Iglesia, en un día desgraciado te haya ordenado uno de sus sacerdotes en mi diócesis, fue para predicar las doctrinas y no a distribuir la Biblia! ¡Si te olvidas de eso, te lo haré recordar! Y con ese comentario tuve que salir por la puerta que él había abierto.

Gracias a Dios que esta primera persecución que recibí por causa de mi querida Biblia no disminuyó mi amor y respeto por la Santa Palabra de Dios ni mi confianza en ella. Al contrario, al llegar a mi casa, cayendo de rodillas, la tomé en las manos, la apreté a mi corazón y pedí a mi Padre Celestial que me concediera el favor de amarla más sinceramente y seguir su enseñanza divina con más fidelidad hasta el fin de mi vida.



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