El 3 de agosto de 1858, en la colina de St. Anne, Illinois, el poder maravilloso del Evangelio había pulverizado el poder de Roma y puso en fuga al arrogante representante del Papa. Las banderas de la libertad Cristiana fueron alzadas en el lugar marcado por el obispo como el futuro baluarte del papado en los Estados Unidos. Semejante obra fue tan por encima de mi capacidad que me sentí más su testigo que su instrumento. Mis únicos sentimientos eran gozo inefable y gratitud a Dios, pero entre más grandes los favores del cielo, más grandes las responsabilidades. Las noticias de esta reforma repentina se extendieron como relámpago en América y en Europa. Un increíble número de cartas de Episcopales, Metodistas, Congregacionalistas, Bautistas y Presbiterianos de todo rango y color me pidieron amablemente más detalles. Sintiéndome demasiado joven e inexperto en los caminos de Dios para dar un apreciación correcta de las hazañas del Señor entre nosotros, generalmente les respondía: Por favor, vengan a ver con sus propios ojos las cosas maravillosas que nuestro Dios misericordioso está haciendo en medio de nosotros y nos ayudarán a bendecirlo a él.
En menos de seis meses, más de cien venerables ministros de Cristo y prominentes laicos Cristianos de diferentes denominaciones nos visitaron. Me alegro decir que esos eminentes Cristianos sin una sola excepción, después de pasar de uno a veinte días con nosotros, declararon que ésta era la más notable Reforma Evangélica entre los Católico-romanos que jamás habían visto. Los Cristianos de Chicago, Baltimore, Washington, Philadelphia, New York, Boston, etc. expresaron deseos de oír de mí, acerca de las hazañas del Señor entre nosotros. Di discursos en sus iglesias principales y fui recibido con tanta amabilidad e interés que nunca podré dar suficientes gracias a Dios.
Después de muchas consideraciones serias en oración, decidimos relacionarnos con esa rama de la vid que más se identifica con los Protestantes franceses que dio tantos mártires a la Iglesia de Cristo. Por consiguiente, fue nuestro privilegio ser admitidos a la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos. El presbiterio de Chicago tenía la cortesía de celebrar su reunión anual en nuestra aldea humilde, el 15 de Abril de 1860. Les presenté casi 2,000 conversos incluyendo a mí mismo quienes fuimos recibidos a la plena comunión de la Iglesia de Cristo. Esta acción pronto fue seguida por el establecimiento de misiones y congregaciones en Chicago, Aurora, Kankakee, Middleport, Watseka, Momence, Sterling, Mantego, etc. donde la luz del Evangelio había sido recibido por grandes números de nuestros emigrantes canadienses franceses cuando les había visitado anteriormente.
Las almas preciosas arrancadas del asimiento de hierro del papado, ahora, contaban como 6,500. Esto mucho sobrepasaba mis esperanzas y sería difícil expresar el gozo que me dio, pero mi gozo tenía mezclado cierta inquietud. Fue imposible, para mí solo, distribuir el pan de vida a tantas multitudes esparcidas sobre cientos de millas. Decidí con la ayuda de Dios establecer un colegio donde los hijos de nuestros conversos se prepararían para predicar el Evangelio... 32 de nuestros jóvenes se ofrecieron y comencé enseñándoles el curso preparatorio de estudios para su futura obra Evangélica.
Escocia escogió a 1860 par celebrar el aniversario tricentenario de su reforma y el comité administrativo me invitó a dar conferencias en sus reuniones generales en Edinburg. Al terminar ese gran concilio, fui invitado durante los próximo seis meses a dar conferencias en Gran Bretaña, Francia, y Suiza para levantar fondos necesarios para nuestro colegio. Más de $15,000.00 dólares me fueron entregados para nuestro colegio de discípulos de Cristo.
En 1874, fui invitado nuevamente a la Gran Bretaña para hacer el discurso de felicitación de la gente inglesa a los Emperadores de Alemania y de Bismark por su noble resistencia a las usurpaciones del Papa. Tomé la palabra en las reuniones en Exeter Hall, bajo la presidencia del Sr. John Russell, el 27 de enero de 1874. Al día siguiente, varios ministros del Evangelio me presionaron a publicar mis 25 años de experiencia de la confesión auricular como antídoto a los esfuerzos criminales y demasiado exitosos del Dr. Pusey quien quería restaurar esa práctica infame entre los Protestantes de Inglaterra.
Después de mucha vacilación y mucha oración, escribí el libro titulado: El Sacerdote, la Mujer y el Confesionario que Dios ha bendecido para la conversión de muchos. Pasé los próximo seis meses dando conferencias sobre el Romanismo en las ciudades principales de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
Al regresar, fui presionado por la Iglesia de Canadá a salir de mi colonia de Illinois por un tiempo para predicar en Canadá. Fui a Montreal donde en el corto espacio de cuatro años, tuvimos el gozo inefable de ver a 7,000 Católico-romanos canadienses franceses y emigrantes de Francia, renunciar públicamente los errores de Roma para seguir al Evangelio de Cristo.
En 1878, agotado por tantos años de labor incesante, mis médicos me aconsejaron a respirar el aire refrescante del Océano Pacífico. Crucé las montañas Rocky y pasé dos meses dando conferencias en San Francisco, Portland, Oregon y en el territorio de Washington donde encontré a muchos de mis compatriotas franceses, muchos de los cuales recibieron la luz del Evangelio con gozo.
Después de esto, prediqué en las Islas Sandwich, crucé el Pacífico a las antípodas y di conferencias durante dos años en Australia, Tasmania y Nueva Zelandia. Necesitaría escribir un tomo muy grande para contar las grandes misericordias de Dios hacia mí durante ese largo, peligroso, pero interesante viaje.
Durante esos dos años, di 610 conferencias públicas y volví a mi colonia con una salud tan perfectamente restaurada que podía decir con el salmista David: Bendice, alma mía, al Señor. . . que te rejuvenece como el águila. (Sal. 103: 1-5)
Pero el lector tiene el derecho de saber algo de los peligros por los cuales le agradó a Dios que yo pasara.
Roma es la misma hoy como era cuando quemó a John Huss y Wishart y cuando causó la matanza de 70,000 Protestantes en Francia y exterminó a 100,000 en Piedmont en Italia.
El 31 de diciembre de 1869, forcé al Reverendísimo Obispo Foley de Chicago a jurar ante el tribunal civil de Kankakee que la siguiente oración es una traducción exacta de la doctrina de la Iglesia de Roma como se enseña hoy en todos los seminarios, colegios y universidades Católico-romanos de la Summa Theologica de Santo Tomás Aquino, Vol. IV pg. 90:
Aunque los herejes no tienen que ser tolerados porque lo merecen, tenemos que soportarlos hasta que por una segunda amonestación sean vueltos a la fe de la Iglesia. Pero aquellos que, después de una segunda amonestación, permanecen obstinados en sus errores deben ser no solamente excomulgados, sino también entregados al poder secular para ser exterminados.
A causa de esta ley de la Iglesia de Roma que todavía está en pleno vigor, se hicieron no menos de treinta atentados públicos contra mi vida desde mi conversión.
La primera vez que visité a Qüebec en la primavera de 1859, cincuenta hombres fueron enviados por el obispo de Qüebec (Baillargeon) para forzarme a jurar que nunca predicaría la Biblia o matarme si yo rehusaba.
A las cuatro de la mañana, garrotes fueron levantados sobre mi cabeza, una daga puesta a mi pecho y gritos de una turba furiosa sonaba en mis oídos: –¡Apóstata infame! Ahora, estás en nuestras manos. ¡Eres un hombre muerto si no juras que nunca más predicarás tu maldita Biblia!
Nunca había visto a hombres tan furiosos alrededor de mí; sus ojos parecían más a los de tigres que de humanos. Esperaba en cualquier momento recibir el golpe mortal y pedí a mi Salvador que viniera a recibir mi alma, mientras los supuestos asesinos gritaron nuevamente: –¡Renegado infame! ¡Jura que nunca predicarás tu maldita Biblia o eres un hombre muerto!
Levanté mi ojos y mis manos al cielo y clamé: –¡Oh Dios mío! Oye y bendice las últimas palabras de tu pobre siervo: ¡Yo juro solemnemente que mientras mi lengua pueda hablar, predicaré tu Palabra tal como la encuentro en la Santa Biblia! –luego, abriendo mi chaleco dije: –Ahora, ¡Ataca!
Pero mi Dios estaba ahí para protegerme. Ellos no me atacaron. Pasé por en medio de sus filas a la calle donde encontré a alguien para transportarme al Sr. Hall, el alcalde de la ciudad. Le dije: –Acabo de escapar milagrosamente de las manos de hombres jurados a matarme si yo vuelva a predicar el Evangelio de Cristo. Sin embargo, estoy determinado a predicar hoy a mediodía, aunque muera en el intento.
Me puse bajo la protección de la bandera británica. Pronto, más de mil soldados británicos me rodearon con bayonetas armadas. Se formaron en dos filas por las calles por los cuales el alcalde me llevó en su propia calesa al salón de conferencias. Entonces, presenté mi discurso sobre La Biblia a por lo menos 10,000 personas. Después de esto, tuve el gozo de distribuir entre 500 y 600 Biblias a la multitud hambrienta.
He sido apedreado 20 veces. El 10 de julio de 1873, el Rev. P. Goodfellow caminando conmigo al salir de su iglesia fue golpeado varias veces con piedras que por poco me hubieran pegado también. Su cabeza fue tan mal herida que cayó al suelo bañado de sangre. Yo lo levanté en mis brazos aunque yo mismo estaba herido y sangrando. Seguramente nos hubieran matado ahí si un noble Escocés no hubiera abierto la puerta de su casa en peligro de su propia vida para darnos refugio contra los asesinos del Papa.
La turba, furiosa porque habíamos escapado, rompieron los vidrios y sitiaron la casa desde las 10:00 a.m. hasta las 3:00 a.m. del día siguiente. Muchas veces amenazaron prender fuego a la casa. Fueron detenidos de hacerlo sólo por temor de encender toda la aldea incluyendo sus propias casas. Varias veces pusieron escaleras largas contra la pared esperando alcanzar las habitaciones superiores para hallar y matar a sus víctimas. Todo esto fue hecho bajo la supervisión de cinco o seis sacerdotes.
En Montreal, en el invierno de 1870, al salir de la Iglesia de la Calle Cote donde prediqué, acompañado por el Principal, MacVicar, recibimos una descarga de piedras que hubiera herido seriamente si no fatalmente al doctor si no hubiera sido protegido por una gorra gruesa de piel y un abrigo.
Después de dar una conferencia en Paramenta, cerca de Sidney, Australia, fui atacado otra vez con piedras por Católico-romanos. Una golpeó a mi pierna izquierda con tanta fuerza que pensé que estaba rota y estuve cojo por varios días.
En New South Wales, Australia, fui azotado con látigos y garrotes que me dejaron marcas en los hombros.
En Marsham, de la misma provincia, el primero de abril de 1879, los romanistas tomaron posesión de la iglesia donde yo estaba predicando. Corrieron hacia mí blandiendo dagas y pistolas, gritando: –¡Mátalo, mátalo!
En el tumulto, providencialmente escapé por una puerta secreta. Para escapar de la muerte tuve que arrastrarme de manos y rodillas en una zanja lodosa por una larga distancia.
En la misma ciudad, cuando estaba esperando el tren, una señora bien vestida se me acercó y me escupió en la cara. Fui cegado y mi cara cubierto de suciedad. Ella huyó inmediatamente, pero pronto la regresaron mi secretario y un policía, quien dijo: –Aquí está la mujer miserable que acaba de insultarlo, ¿Qué haremos con ella?
Para entonces, casi había terminado de limpiarme la cara. Yo respondí: –Déjala ir a su casa en paz. Ella no lo ha hecho de motivo propio; fue enviada por su confesor. Ella piensa que hizo una buena acción. Cuando escupieron en la cara de nuestro Salvador, él no castigó a los que le insultaron. Nosotros tenemos que seguir su ejemplo. Ella fue puesta en libertad para el gran pesar de la multitud.
En 1879, mientras daba conferencias de Melbourne, Australia, recibí una carta de Tasmania firmada por doce ministros del Evangelio diciendo: Estamos en gran necesidad de usted aquí, porque aunque los Protestantes son la mayoría, la administración está casi enteramente en las manos de Católico-romanos que nos rigen con una vara de hierro. Quisiéramos tenerlo con nosotros, pero no nos atrevemos a invitarlo a venir. Los Católico-romanos han jurado matarlo y tememos que cumplirán su promesa. Pero aunque no nos atrevemos a invitarlo, le aseguramos que hay una grande obra para usted aquí y nosotros le apoyaremos con nuestras congregaciones. Si usted cae, no caerá solo.
Les respondí: Somos soldados de Cristo y tenemos que estar dispuestos a morir por él, así como él hizo por nosotros. Voy a ir.
El 24 de junio, mientras yo estaba dando mi primera conferencia en Hobart Town, los Católico-romanos, con la aprobación del Obispo, rompieron la puerta del salón y corrieron hacia mí, gritando: –¡Mátalo, mátalo!
La turba estaba sólo unos metros de mí blandiendo sus dagas y pistolas, cuando los Protestantes se interpusieron entre nosotros y una pelea furiosa cuerpo a cuerpo ocurrió y muchos resultaron heridos. Los soldados del Papa fueron vencidos, pero el gobernador tuvo que poner la ciudad bajo ley marcial por cuatro días. Llamó a toda la milicia para salvar mi vida de los asesinos.
En una noche oscura, mientras iba saliendo en un barco sobre el río Ottawa en Canadá, dos veces las balas de los asesinos silbaron a la distancia de dos o tres pulgadas de mis oídos.
El 17 de junio de 1884, después de predicar en Qüebec sobre el tema: ¿Qué debo hacer para tener la vida eterna?, una turba de más de 500 Católico-romanos guiados por dos sacerdotes, rompieron los vidrios de la iglesia y me atacaron con piedras. Más de cien piedras me golpearon. Seguramente hubiera muerto ahí si no fuera por dos abrigos pesados. Puse uno sobre la cabeza y el otro sobre los hombros. Muchos policías y otros amigos que vinieron a rescatarme fueron heridos. Mi vida fue salvada por una organización de mil jóvenes, quienes bajo el nombre de La Guardia Protestante me arrancaron de las manos de los asesinos. Cuando los obispos y los sacerdotes vieron que era tan difícil destruirme con piedras, garrotes y dagas, determinaron destruir mi carácter: 32 veces mi nombre fue llevado ante los tribunales civiles y criminales de Kankakee, Joliet, Chicago, Urbana y Montreal. Fui acusado por el Gran Vicario Mailoux de haber matado a un hombre y haber echado su cadáver al río para ocultar el crimen.
Fui acusado de prender fuego a la iglesia de Bourbonnais. Sesenta y dos falsos testigos fueron traídos por los sacerdotes para apoyar esta última acusación; pero, gracias a Dios, cada vez los mismos labios de los testigos perjurados dieron prueba de que estaban jurando falsamente a instigación de sus confesores. Mi inocencia fue probada por los mismos hombres que habían sido pagados para destruirme. En este último juicio, el Padre Brunet, fue culpado de inventar las acusaciones y apoyarlas con falsos testigos. El Padre Brunet fue condenado a pagar $2,500.00 dólares o ser confinado 14 años en la cárcel.
El escogió la cárcel, teniendo la promesa de sus amigos Católico-romanos que ellos romperían las puertas de su prisión y lo dejarían escapar a un remoto lugar. Fue encarcelado en Kankakee, pero en una noche oscura y tempestuosa, seis meses después, fue rescatado y huyó a Montreal a una distancia de 900 millas. Allí, él hizo creer a los Católicos que la Bendita Virgen María, vestida de una hermosa bata blanca, había venido personalmente para abrir las puertas de la prisión.
No menciono estos hechos para crear malos sentimientos contra los pobres esclavos ciegos del Papa, es sólo para mostrar que la Iglesia de Roma es hoy absolutamente la misma que cuando enrojeció a Europa con la sangre de los mártires. Mi motivo para hablar de los atentados de asesinatos es para inducir a los lectores a ayudarme a bendecir a Dios, quien con tanta misericordia me salvó de las manos de mis enemigos.
Con Pablo podía decir frecuentemente: Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, mas no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte del Señor Jesús, para que también la vida de Jesús se manifiesta en nuestros cuerpos. (2 Cor. 4: 8-10)
Estas persecuciones constantes, lejos de impedir la marcha hacia adelante del movimiento Evangélico al cual he consagrado mi vida, parece haberle dado un nuevo impulso. Nunca olvidaré el día después de la terrible noche cuando más de 1,000 Católico-romanos habían venido y me habían herido severamente con piedras. Más de 100 de mis compatriotas me pidieron que enlistara sus nombres bajo la bandera del Evangelio y públicamente enviaron al obispo un escrito renunciando los errores de Roma.
Hoy, el Evangelio de Cristo está avanzando con un poder irresistible entre los canadienses franceses, desde el Océano Atlántico hasta el Pacífico. Entre estos conversos ahora contamos 25 sacerdotes y más de 50 ministros jóvenes que habían nacido en la Iglesia de Roma. En cientos de lugares, la Iglesia de Roma ha perdido su prestigio y los sacerdotes son tratados con indiferencia si no menosprecio aun por los que no han aceptado la luz todavía. Un notable movimiento religioso, recientemente inaugurado entre los Católico-romanos irlandeses bajo el liderazgo de los Rev. McNamarra, O’Connor y Qüinn, promete mantener el paso con, si no exceder, el progreso del Evangelio entre los franceses.