domingo, 1 de marzo de 2009

C A P I T U L OS 34,35 y 36

C A P I T U L O 34

Varios días previos a la victoria ganada durante el banquete honrando al Obispo de Forbin Janson, Me encontré en un estado de gran desesperación a causa de la ira que había incurrido por establecer la sociedad de abstinencia. Mis sentimientos de aislamiento se volvieron insoportables. De verdad, fue una de las horas más oscuras de mi vida.

Mirando fijamente por mi ventana, noté que un extranjero llegó a la puerta. Observando su porte, percibí que era un caballero de calidad. Estrechando mi mano como si fuéramos viejos amigos, se presentó y con gran gozo procedió a explicarme el propósito de su visita.

El había sido escogido para informarme personalmente que la gran mayoría de la gente de habla inglés, no sólo de Qüebec, sino por todo Canadá, manifestaba la más profunda admiración por la gran reforma que yo había realizado en Beauport y que la gente que él representaba estaba enterada de la severa oposición de parte de mis superiores que yo tenía que confrontar.

El dijo: –Dios está de su parte (citando a Proverbios 23: 31 y 32). Tenga ánimo, señor, porque tiene a su favor a Jesucristo mismo; porque él ha dicho: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados . . . Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persiguen y digan toda clase de mal contra vosotros mintiendo (Mt. 5: 6 a 11). Aunque muchos se oponen, hay muchos más orando por usted día y noche, pidiendo a nuestro Padre Celestial que derrame sobre usted sus más abundantes bendiciones. Entonces prosiguió en darme sus opiniones sobre la abstinencia. ¡Eran idénticas a las mías! Me maravillé de su sinceridad de propósito y claridad de entendimiento.

Sus palabras de ánimo eran verdaderamente proféticas: –Aunque hoy se sostiene solo, pero firme y las semillas que ha sembrado hoy, frecuentemente las riega con sus propias lágrimas, yo sé que dentro de poco, un país agradecido bendecirá su nombre.

Apenas dándome tiempo para expresar mi gratitud, dijo: –Yo sé que usted ha de estar muy ocupado, no quitaré más de su valioso tiempo. Adiós, señor, que el Señor le bendiga y le guarde en todos sus caminos.

La noticia inesperada de que la gente de habla inglés estaba orando por mí llenó mi corazón de gozo y sorpresa. Mi primer pensamiento fue caer de rodillas y darle gracias a Dios por enviarme a semejante mensajero. Cada palabra de sus labios había caído sobre mi alma herida como el aceite del buen samaritano sobre las heridas ensangrentadas del caminante a Jericó.

De repente, mi mente se echó hacia atrás en horror acompañado por una sensación de humillación indecible. ¡Ese hombre era Protestante! ¡Una persona a quien mi Iglesia me había enseñado a anatematizar y maldecir como esclavos de Satanás y rebeldes contra Cristo! ¡Me sentí tan avergonzado al pensar en esa gente orando por mí! Sin embargo, una voz surgió dentro de mí y entre más intenté silenciarla, más fuerte se aumentaba: –¿Quién está más cerca de Dios?

Las respuestas que venían de mi alma no podían ser calladas. Fui forzado a escuchar y sonrojar ante la realidad que me saltaba a la vista. ¡Orgullo! ¡Sí, orgullo diabólico! Este es el vicio (por excelencia) de todo sacerdote de Roma. Así como está enseñado a creer y decir que su Iglesia está muy por encima de cualquier otra iglesia, lo mismo se enseña concerniente al sacerdocio. Como sacerdote, uno se cree estar por encima de todos los reyes, emperadores, gobernadores y presidentes del mundo. Orgullo es el pan cotidiano del Papa, de los obispos y sacerdotes y aun del laico más bajo de la Iglesia. Esto es el gran secreto de su poder y fortaleza. Les da el ánimo de una voluntad de acero para someter todo bajo sus pies, sujetar a todo ser humano a su voluntad. El sacerdote de Roma cree que él ha sido llamado por Dios Todopoderoso para mandar, subyugar y gobernar al mundo.

Si alguien sospecha que exagero, lea las siguientes palabras que el Cardinal Manning pone en los labios del Papa en uno de sus discursos: Yo no reconozco ningún poder civil; no estoy sujeto a ningún príncipe. Soy más que esto, me declaro ser el juez supremo y director de la conciencia de los hombres desde el campesino que ara el campo hasta el príncipe que se siente sobre el trono; desde el hogar que vive en la sombra de la privacía hasta el legislador que hace leyes para el reino. Yo soy el único, último y supremo juez de lo que es bueno o malo.

Ese orgullo que estaba en mí, aunque no lo veía en aquel entonces, recibió de mi visitante Protestante una verdadera y ruda reprensión.

¡Qué criatura tan extraña es el hombre! ¡Cuán volubles son sus juicios! En 1842 no tenían palabras suficientemente halagadoras para alabar al mismo hombre sobre quien habían escupido en 1838 por hacer la misma cosa. Este cambio repentino de condenación a la alabanza, cuando hacía la misma obra, tenía el buen efecto de curarme del orgullo natural que uno está propenso a sentir cuando es aplaudido públicamente por los hombres.

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C A P I T U L O 35

Por la gran misericordia de Dios, la parroquia de Beauport, que al principio me parecía como un abismo sin fondo en el cual iba a perecer, se había cambiado para mí en un paraíso terrenal. Un solo deseo había en mi corazón: nunca ser quitado de allí.

De repente la calesa del obispo de Qüebec llegó a la puerta de la casa parroquial. El subsecretario dirigió sus pasos al jardín donde yo estaba y me entregó la siguiente carta del Reverendísimo Turgeon, coadjutor de Qüebec:

Mi querido Sr. Chíniquy,
Su Señoría Obispo Signaie y yo deseamos consultar con usted sobre un asunto muy importante. Hemos enviado nuestra calesa para traerlo a Qüebec. Por favor, venga sin la menor dilación.

Sinceramente,

FLAV. TURGEON

Una hora después, yo estaba con los obispos. Mi Sr. Signaie dijo: –El Monseñor Turgeon te dirá por qué enviamos por ti con tanta prisa.

–Sr. Chíniquy, –dijo el Obispo Turgeon, –¿No es Kamouraska el lugar de tu nacimiento?

–Sí, mi señor.

–¿Te gusta ese lugar y te interesa mucho su bienestar?

–Por supuesto, mi señor, las horas más felices de mi juventud las pasé allí.

–Tú sabes, –contestó el obispo, –que el Rev. Sr. Varín ha estado demasiado enfermo estos últimos años para supervisar los intereses espirituales de ese importante lugar. Cientos de las mejores familias de Qüebec y Montreal recurren ahí cada verano. La borrachera, el lujo y la inmoralidad más degradante están desmoronando la vida misma de Kamouraska hoy.

Estas palabras traspasaron mi alma como una espada de dos filos: –Mi señor, espero que no es su intención quitarme de mi querida parroquia de Beauport.

–No, Sr. Chíniquy, no usaremos nuestra autoridad para romper los sagrados y dulces lazos que te unen a la parroquia de Beauport. Pero pondremos ante tu conciencia las razones por las cuales deseamos que estés a la cabeza de esa gran parroquia importante.

Por más de una hora, los dos obispos hicieron fuertes apelaciones a mi caridad por las multitudes hundidas en el abismo de la borrachera y toda clase de vicios sin tener quien les salvara.

El Obispo Signaie añadió: –¿No colocarán una corona doble en tu frente tus obispos, tu patria y tu Dios si consientes en ser el instrumento de las misericordias de Dios hacia la gente del lugar de tu nacimiento y los lugares vecinos? ¿Puedes descansar y vivir en paz ahora en Beauport, mientras oyes día y noche la voz de las multitudes que claman: Ven a ayudarnos, estamos pereciendo? ¿Qué responderás a Dios en el día postrero cuando él te muestre las miles de preciosas almas perdidas de Kamouraska, porque tú rehusaste ir a socorrerlas? Sus amistosas apelaciones paternales tenían mayor poder sobre mí que órdenes. Consentí en ir, bien consciente de los problemas sin fin y la guerra que tendría que confrontar.

La gente de Beauport hizo todo en su poder para convencer a los obispos a permitirme permanecer más tiempo entre ellos, pero el sacrificio tenía que hacerse. Di mi sermón de despedida en medio de clamores indescriptibles, sollozos y lágrimas; y el 17 de septiembre, salí rumbo a Kamouraska.

Cuando me despedí del obispo de Qüebec, él me enseño una carta recién recibida del Sr. Varín llena de las más amargas expresiones de indignación a causa de la selección de semejante fanático y agitador como Chíniquy para un lugar bien conocido por sus hábitos pacíficos y armonía entre todas las clases. Las últimas palabras de su carta eran las siguientes: El clero y la gente de Kamouraska y vecindades consideran como un insulto el nombramiento del Sr. Chíniquy a esta parroquia. Esperamos y pedimos que Su Señoría cambie de parecer al respecto.

Al mostrarme la carta, mis Sres. Signaie y Turgeon dijeron: –Tememos que tendrás más problemas de lo que esperábamos con el anciano cura y sus partidarios, pero te encomendamos a la gracia de Dios y la protección de la Virgen María acordándonos que nuestro Salvador ha dicho: En el mundo tendréis aflicción; mas confiad, yo he vencido al mundo. (Jn. 16: 33)

Llegué a Kamouraska el 21 de septiembre de 1842, uno de los finísimos días del año; pero mi corazón estaba lleno de desolación indecible, porque por todo el camino los curas me dijeron que la gente con su pastor anciano estaban unánimes en su oposición a mi presencia ahí.

Despedí al chofer, tomé mi morral, entré a la iglesia y pasé más de una hora en ferviente oración o más bien clamores y lágrimas. Me sentí tan deshecho que necesitaba esa hora de descanso y oración. Las lágrimas que derramé ahí desahogaron mi espíritu cargado.

Hay un poder maravilloso en las oraciones y lágrimas que surgen del corazón. Sentí como un hombre nuevo. Me parecía que escuchaba la trompeta de Dios llamándome al campo de batalla. Mi único propósito, entonces, era ir y luchar confiando solamente en él por la victoria.

Tomé mi morral, salí de la iglesia y caminé lentamente hacia la casa parroquial. Al tocar la puerta, una voz airada exclamó, –¡Entra!

Entré y di un paso hacia el anciano cura enfermo y estaba a punto de saludarlo cuando me dijo con enojo: –La gente de Beauport hicieron grandes esfuerzos para que continuaras entre ella, pero la gente de Kamouraska hará un esfuerzo igual para sacarte de este lugar.

–Monseñor le Cure, –le respondí con calma, –Dios sabe que yo nunca quería salir de Beauport para venir aquí, pero pienso que es el gran Dios misericordioso que me ha traído por la mano aquí y espero que él me ayudará a vencer toda oposición indistinto de donde venga.

El replicó con enojo: –¿Es para insultarme que me llamas Monseñor le Cure? Yo ya no soy el cura de Kamouraska, ahora, tú eres el cura, Sr. Chíniquy.

–Discúlpeme, mi querido Sr. Varín, –dije, –usted todavía es y espero que permanecerá toda su vida el honrado y amado cura de Kamouraska. El respeto y gratitud que yo le debo a usted me ha hecho rehusar los títulos y honores que nuestro obispo quería darme.

–Pues si yo soy el cura, entonces, ¿Qué eres tú? –replicó el sacerdote anciano con más calma.

–No soy más que un sencillo soldado de Cristo y un sembrador de la buena semilla del Evangelio, –respondí, –mientras yo peleo contra nuestro enemigo común en la llanura como hizo Josué, usted como Moisés se colocará en la cumbre de la montaña, levantará sus manos al cielo, enviará sus oraciones al propiciatorio y así ganaremos la batalla. Entonces ambos bendeciremos al Dios de nuestra Salvación por la victoria...

–¡Bien, bien! Esto es hermoso, grandioso y sublime, –dijo el anciano sacerdote con una voz llena de emoción amistosa, –pero, ¿Dónde están tus muebles y biblioteca?

–Mis muebles, –contesté, –consisten en este morral que tengo en mi mano. No quiero ninguno de mis propios libros mientras tenga el gusto y el honor de estar con el buen Monseñor Varín quien me permitirá, estoy seguro, registrar su biblioteca espléndida y estudiar sus libros raros y cultos.

–Pero, ¿Cuáles habitaciones quieres ocupar? –respondió el buen cura anciano.

–Como la casa parroquial será suya y mía, –respondí, –no quiero molestarlo de ninguna manera; por favor, dígame dónde usted quiere que duerme y descanse. Yo lo aceptaré con gratitud. Cuando yo era niño, un pobre huérfano en su parroquia hace unos veinte años, ¿No era usted un padre para mí? Por favor, sigue viéndome como su propio hijo, pues yo siempre lo he amado y estimado como padre y todavía así lo estimo. Usted era mi guía y consejero en mis primeros pasos en los caminos de Dios. Por favor, siga guiándome y aconsejándome hasta el fin de su vida.

No había terminado mis últimas palabras cuando el anciano se deshizo en lágrimas, me abrazó, apretándome a su corazón y dijo con una voz medio sofocada por sus sollozos: –Querido Sr. Chíniquy, perdóname las cosas malas que he escrito y dicho de ti. Estás bienvenido a mi casa parroquial y alabo a Dios por enviarme semejante joven amigo para ayudarme a sobrellevar la carga en mi vejez.

Luego le di la carta del obispo que confirmó todo lo que le dije acerca de mi misión de paz hacia él. Desde ese día hasta su muerte, que ocurrió seis meses después, nunca tuve un amigo tan sincero como el Sr. Varín.

La causa principal de oposición que la gente tenía contra mi venida fue que yo era el sobrino de Don Amable Dionne quien había hecho una fortuna colosal a expensas de ellos. El Rev. Sr. Varín, quien siempre le debía, fue forzado por las circunstancias a comprar de él tanto para sí mismo como para la iglesia y tenía que pagar sin quejarse los más exorbitantes precios por todo.

A la mañana siguiente, después de mi llegada, el sacristán me dijo que la iglesia necesitaba varios metros de algodón para hacer algunas reparaciones y me preguntó si debería ir como siempre a la tienda del Sr. Dionne. Yo le dije que fuera ahí primero a preguntar el precio de ese artículo, luego que fuera a las demás tiendas y que lo comprara en la más barata. Pedían 30 en la tienda del Sr. Dionne y sólo 15 en la del Sr. St. Pierre; por supuesto, lo compramos ahí.

No terminó el día antes que este hecho aparentemente insignificante fuera conocido en toda la parroquia tomando imprevistas dimensiones extraordinarias. Los granjeros se juntaron y se felicitaron que por fin las imposiciones que tenían que pagar en la tienda terminaron. Muchos buscaron al Sr. St. Pierre para oír de sus propios labios que su nuevo cura inmediatamente les había librado de lo que ellos estimaban ser una larga servidumbre ignominiosa. Se felicitaban por tener ahora un sacerdote con una mente tan independiente y honesto que no les haría ninguna injusticia ni aun para agradar a un pariente en cuya casa había pasado los años de su niñez.

Este sencillo acto de honestidad hacia la gente, ganó para mí su afecto. Sólo una mancha oscura quedó en sus mentes contra mí. Se les habían dicho que el único tema que yo predicaba era ron, whisky y borrachera.

Asistió una inmensa multitud el próximo domingo. Mi texto fue: Así como el Padre me amó, así os he amado. (Jn.15:9), enseñándoles cómo Jesús demostró que él era su amigo. Pero sus sentimientos de piedad y gusto por lo que oyeron no era nada en comparación a su sorpresa cuando vieron que prediqué casi una hora sin decir una sola palabra sobre whisky, ron o cerveza.

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C A P I T U L O 36

Al ser invitado por todos los curas a establecer entre su gente sociedades de abstinencia, tuve oportunidades, como ningún otro sacerdote de Canadá, de conocer los escándalos secretos y públicos de cada parroquia. Cuando visité a Eboulements, al lado norte del río, invitado por el Rev. Noel Toussignant, aprendí de los labios de ese joven sacerdote y del ex-sacerdote Tetreau la historia de un escándalo muy vergonzoso.

En 1830 un joven sacerdote de Qüebec llamado Derome se había enamorado de una de sus penitentes jovencitas de Vercheres donde había predicado varios días. El la convenció a seguirle a la casa parroquial de Qüebec. Para ocultar mejor su iniquidad del público, persuadió a su víctima a vestirse como hombre y echar su vestido en el río para convencer a sus padres y a toda la parroquia que ella se había ahogado.

Yo la había visto muchas veces en la casa parroquial de Qüebec bajo el nombre de José y había admirado sus modales refinados, aunque más de una vez fui inclinado a pensar que el elegante José no era más que una muchacha perdida. Pero el respeto que yo tenía por el cura de Qüebec (Quien era el coadjutor del obispo) y sus jóvenes vicarios, me hizo rechazar esas sospechas. Las cosas seguían tranquilamente entre José y el sacerdote durante varios años hasta que algunas sospechas suscitaron en las mentes de la gente observadora de la parroquia, quienes dijeron al cura que sería más prudente y honorable para él despedir a su sirviente. Para acabar con esas sospechas y retenerlo en la casa parroquial, el cura le persuadió a casarse con la hija de un pobre vecino.

Las dos muchachas fueron debidamente casadas por el cura, quien continuó sus intimidades criminales con la esperanza de que nadie le volvería a perturbar sobre el tema. Fue transferido a La Petite Riviere en 1838 y poco después, el Rev. Sr. Tetreau fue designado cura. Este nuevo sacerdote, desconociendo las abominaciones que practicaba su predecesor, siguió empleando a José. Un día, José estaba trabajando en la puerta de la casa parroquial cuando, en presencia de varias personas, un extranjero llegó y le preguntó si estaba en casa el Sr. Tetreau.

–Sí, señor, el Sr. Cura está en casa, –respondió José, –pero como usted parece ser un extranjero en este lugar, permíteme preguntarle, ¿De cuál parroquia viene usted?

–No me avergüenzo de mi parroquia, –respondió el extranjero, –vengo de Vercheres.

Cuando dijo la palabra Vercheres, José se puso tan pálido que el extranjero, perplejo, le miró cuidadosamente y exclamó: –¡Ay, Dios mío! ¿Qué es lo que veo aquí? ¡Genevieve, Genevieve! ¡Sobre quien hemos lamentado tanto tiempo como ahogada! ¡Aquí estás, disfrazada como hombre!

–¡Querido tío, (era su tío) por amor de Dios, ni una palabra más aquí!

Pero era demasiado tarde. Las personas que estaban presentes oyeron al tío y a la sobrina. Sus largas y secretas sospechas eran bien fundadas: uno de sus antiguos sacerdotes había mantenido a una muchacha disfrazada de hombre en su casa y para cegar más completamente a la gente, la había casado con otra muchacha para tener a las dos en su casa según su antojo sin despertar sospecha alguna.

Las noticias volaron casi tan rápido como relámpago de un extremo de la parroquia a la otra y se difundió por toda la región por ambos lados del Río St. Lawrence. Yo había oído de ese horror, pero no lo creía. Sin embargo, tenía que creerlo cuando oí directamente de los labios del ex-cura Sr. Tetreau y el nuevo cura, Sr. Noel Toussignant, y de los labios del dueño de la casa, el Honorable Laterriere los siguientes detalles que hacía poco tiempo fueron revelados.

Un juez de la paz investigó el asunto en nombre de la moralidad pública. José fue llevado ante los magistrados quienes decidieron pedir a un médico a hacer una encuesta, no pos-mortem, sino ante-mortem. El Honorable Laterriere, quien hizo la encuesta, declaró que José era mujer y los lazos de matrimonio fueron legalmente disueltos.

El obispo y sus vicarios inmediatamente enviaron a un hombre de confianza con dos mil dólares para persuadir a la muchacha a salir del país cuanto antes. Ella aceptó la oferta y cruzó a los Estados Unidos donde pronto se casó y allí permaneció.

Yo hubiera preferido nunca haber oído esa historia o que por lo menos pudiera dudar de algunas de sus circunstancias, pero no había remedio. Fui forzado a reconocer que en mi Iglesia de Roma había tanta corrupción, desde la cabeza hasta los pies, que apenas ha sido superada por Sodoma. Recordé lo que el Rev. Sr. Perras me había contado de las lágrimas y desolación del Obispo Plessis cuando descubrió que todos los sacerdotes de Canadá, con la excepción de tres, eran ateos.

Pero las abominaciones de las cuales José era víctima parecían sobrepasar los límites concebibles de infamia. Por primera vez, lamenté sinceramente haberme hecho sacerdote. El sacerdocio de Roma me parecía entonces ser el cumplimiento preciso de la profecía del Apocalipsis acerca de la gran ramera que embriagaba a las naciones con el vino de sus fornicaciones. (Ap. 17: 1-5)

La confesión auricular que yo sabía ser la causa de estas abominaciones me parecía lo que es en verdad, una escuela de perdición, tanto para el sacerdote como para sus penitentes femeninas. El juramento de celibato del sacerdote era ante mis ojos, en esas horas de aflicción, solamente un disfraz vergonzoso para ocultar una corrupción desconocida aun en los días del antiguo paganismo más depravado.

Yo todavía creía que fuera de la Iglesia de Roma no había salvación, pero mi alma se llenaba de perturbación y ansiedad. No sólo desconfiaba de mí mismo, sino perdí la confianza en los demás sacerdotes y obispos. Dondequiera que volteaba, mis ojos veían los ejemplos más seductivos de perdición. Yo quería salir de este mundo engañoso y perdido.

El Rev. Sr. Guigues, superior del monasterio de los Padres de los Oblatos de María Inmaculada en Longueuil cerca de Montreal, vino a pasar algunos días conmigo para el beneficio de su salud y yo le confesé mis temores.

El Rev. Superior me respondió: –Yo entiendo perfectamente tus temores. Son legítimos y demasiado bien fundados. Yo conozco los peligros formidables que rodean al sacerdote. Yo no me hubiera atrevido a ser un sacerdote secular por un solo día. Yo sabía la historia humillante y desgraciada de José y sé muchas cosas aún más horribles e indecibles que aprendí al predicar y oír confesiones en Francia y en Canadá. De hecho, en realidad es moralmente imposible para un sacerdote secular guardar su voto de celibato excepto por un milagro de la gracia de Dios.

Desde hace mucho, nuestra Iglesia hubiera sido una Sodoma moderna si Dios no le hubiera concedido gracia por los muchos sacerdotes que siempre han ingresado en las varias órdenes religiosas. Solamente los sacerdotes a quienes Dios en su misericordia llama a hacerse miembros de esas órdenes están fuera de peligro, porque ellos están bajo el cuidado paterno y la vigilancia de sus superiores, cuyo celo y caridad son como un escudo para protegerlos. Sus santas leyes estrictas son como un muro fuerte y torres altas que el enemigo no puede penetrar.

El último domingo de septiembre de 1846, di mi sermón de despedida a mi querida parroquia para ir a Longueuil y convertirme en un novato de los Oblatos de María Inmaculada.


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