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domingo, 1 de marzo de 2009

Introducción

Introducción: Cincuenta Años en la Iglesia de Roma Por Charles Chíniquy Traducido al Español por George W. Romer Copyright © 1997

Traducido al Español por

George W. Romer

Copyright © 1997 George W. Romer


D E D I C A C I O N

¡Fieles ministros del Evangelio! Presento a ustedes este libro para que sepan que la bestial Iglesia de Roma, quien derramó la sangre de sus antepasados, todavía está operando hoy, a su misma puerta, para encadenar a su gente a los pies de sus ídolos. Conocerán la vida interior del papado desde el arte despótico por el cual ata a la mente del niño tímido, hasta la degradación indecible del sacerdote bajo el talón de hierro del obispo.
Les mostrará las supersticiones, las ridículas prácticas humillantes y la secreta agonía mental de los monjes, monjas y sacerdotes. Los errores del Romanismo serán discutidos y refutados con claridad y sencillez.
A los obispos, sacerdotes y gente del Romanismo también dedico este libro por amor a sus almas inmortales. Por la misericordia de Dios, descubrirán en sus páginas cómo han sido cruelmente engañados por sus vanas y falsas tradiciones.
Descubrirán que no son salvos por sus ceremonias, misas, confesiones, purgatorio, indulgencias, rosarios, ayunos, etc. ¡La salvación es un don! ¡La vida eterna es una dádiva! ¡El perdón de los pecados es un don! ¡Cristo es el Don! Lo único que tienen que hacer es arrepentirse, creer y amar.
C. CHINIQUY
NOTA: LES PRESENTO ESTO MARAVILLOSO LIBRO PARA QUE LEAN POR LA BOCA DE UN EX-SACERDOTE CATÓLICO ROMANO QUE ROMA ES LA GRAN RAMERA DE LAS ESCRITURAS. QUE ROMA ES UNA GRAN COMEDIA MUY AMARGA ENVIANDO A LAS GARRAS DEL INFIERNO A MÁS DE UN BILLÓN DE CATÓLICOS ROMANOS. AUNQUE ESTE LIBRO NO TIENE LOS NOMBRES KADOSHIM DEL PADRE YHWH Y DEL HIJO YAHSHÚA, ES DIGNO DE SER LEÍDO POR TODOS. Eliyahu Eibzan


C A P I T U L OS 1 y 2

Cincuenta Años en la Iglesia de Roma

C A P I T U L O 1
Mi padre, Carlos Chíniquy, nacido en Qüebec, había estudiado allí para ser sacerdote. Pero algunos días antes de hacer sus votos, él presenció una gran iniquidad en las altas esferas de la Iglesia. Cambiando de opinión, estudió leyes y se casó con Reine Perrault. En 1803, fijó su residencia en Kamouraska, donde yo nací el 30 de julio de 1809.

Después de cuatro o cinco años, emigramos a Murray Bay donde no había escuela. Mi madre fue mi primera maestra.

Antes de salir del seminario, mi padre recibió de uno de los superiores, una Biblia en francés y latín, como muestra de su aprecio. Esa Biblia fue el primer libro, después del abecedario, que fui enseñado a leer. Mi madre escogía capítulos interesantes, que yo leía cada día hasta que sabía muchos de ellos de memoria.

Cuántas horas agradables pasaba al lado de mi madre, leyendo las páginas sublimes del libro divino. A veces ella me interrumpía para ver si entendía lo que leía. Cuando mis respuestas le aseguraban que sí lo entendía, me abrazaba y me besaba de puro gozo.

Vivimos a cierta distancia de la iglesia y en los días lluviosos, los caminos eran intransitables. Los domingos, los vecinos solían reunirse en nuestra casa por la tarde. Entonces, mis padres me paraban sobre una mesa grande en medio de la asamblea y yo recitaba ante esa gente buena los pasajes más bellos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Cuando me cansaba, mi madre, con su linda voz, cantaba algunos de los hermosos himnos franceses que llenaban su memoria.

Cuando el clima nos permitía ir a la iglesia, los granjeros me llevaban en sus calesas a la puerta del templo y me pedían que les recitara algún capítulo del Evangelio. Con perfecta atención, escuchaban la voz del niño a quien el Buen Maestro había escogido para darles el pan que viene del cielo. Recuerdo que más de una vez, cuando las campanas nos llamaban a entrar, lamentaban no poder oír más.

Un hermoso día de 1818, mi padre escribía en su oficina, mi madre estaba tejiendo y yo jugaba en la entrada de la puerta; de repente, vi a un sacerdote acercarse a la verja y sentí un escalofrío de inquietud. Fue su primera visita a nuestro hogar.

El sacerdote era de baja estatura con una apariencia desagradable. Tenía hombros grandes y era muy corpulento. Su cabello era largo y despeinado y su doble barba parecía gemir bajo el peso de sus mejillas flácidas.

De prisa corrí y dije en voz baja a mis padres, —El señor cura viene.

El sonido apenas había salido de mis labios cuando el Rev. Courtois llegó a la puerta. Mi padre le recibió, extendiéndole la mano para saludarlo.

El sacerdote nació en Francia, donde escapó por un pelo de ser condenado a muerte bajo la administración sangrienta de Robespierre. Se había refugiado en Inglaterra con muchos otros sacerdotes franceses; luego, vino a Qüebec; aquí el obispo le dio el cargo de la parroquia de Murray Bay.

Su plática era animada e interesante el primer cuarto de hora; nos dio verdadero gusto escucharlo. Pero, de repente, su rostro cambió como si una nube negra viniera sobre su mente y dejó de hablar. Mis padres habían quedado respetuosamente callados mientras le escuchaban. El silencio que seguía era sumamente desagradable para todos, como la hora pesada que precede a una tempestad.

Por fin, el sacerdote, dirigiéndose a mi padre, dijo: —Señor Chíniquy, ¿Es verdad que usted y su hijo leen la Biblia?

—Sí, señor, —fue su pronta respuesta, —mi hijo y yo leemos la Biblia y mejor aún, él ha memorizado un gran número de sus capítulos más interesantes. Si usted permite señor cura, él le recitará algunos.

—¡No vine con ese propósito! —contestó bruscamente el sacerdote, —Pero, ¿No sabe usted que está prohibido por el concilio de Trento leer la Biblia en francés?

—Me da lo mismo leer la Biblia en francés, griego o latín, —contestó mi padre, —porque entiendo estos idiomas con igual facilidad.

—Pero, ¿Ignora el hecho de que no puede permitir a su hijo leer la Biblia? —replicó el sacerdote.

—Mi esposa dirige a nuestro hijo en la lectura de la Biblia y no creo que cometemos ningún pecado.

—Señor Chíniquy, —respondió el sacerdote, —usted ha pasado todo un curso de teología. Usted sabe los deberes de un cura. Usted sabe que es mi penosa obligación venir aquí, quitarle la Biblia y quemarla.

Mi abuelo era un audaz marinero español (nuestro apellido original era Etchiniquía) y había demasiado orgullo y sangre española en mi padre para escuchar con paciencia a tales frases en su propia casa. Se paró rápido como un rayo; yo abracé, temblando, a mi madre quien también temblaba.

Al principio, temí que sucedería alguna escena desafortunada y violenta, porque el enojo de mi padre en ese momento era terrible. Pero más temía que el sacerdote echara mano a mi querida Biblia que estaba delante de él en la mesa. Era mía; fue un regalo de navidad del año pasado. Afortunadamente, mi padre se controló, pero se paseaba por la habitación con sus labios pálidos, temblando y hablando entre dientes.

El sacerdote le observaba atentamente, presionando sus manos convulsivamente a su bastón y su rostro manifestaba un terror bien fundado. Quedó claro que el embajador de Roma no se hallaba tan infaliblemente seguro de su posición. Después de sus últimas palabras, permaneció silencioso como una tumba.

Por fin, mi padre se paró súbitamente delante del sacerdote, —Señor, ¿Es eso todo lo que usted tiene que decir?

—Sí, señor. —dijo el sacerdote temblando.

—Bien, —añadió mi padre, —usted sabe por cual puerta entró a mi casa; por favor, salga por la misma y váyase rápido.

El sacerdote salió inmediatamente. Yo sentí gozo inefable de que mi Biblia estaba segura. Corrí a mi padre, le abracé, le besé y le agradecí su victoria. Y para compensarlo, en mi sencillez de niño, me subí a la mesa grande y en mi mejor estilo, recité la pelea entre David y Goliat. Por supuesto, en mi mente, mi padre era David y el sacerdote de Roma era el gigante a quien la pequeña piedra del arroyo había derribado.

Tú conoces, Oh Dios, que a esa Biblia leída en las rodillas de mi madre, yo debo, por tu infinita misericordia, el conocimiento de la verdad que tengo hoy; porque ella mandó a mi joven corazón inteligente, rayos de luz que todos los sofismas y errores de Roma nunca pudieron extinguir.

1

C A P I T U L O 2

En junio de 1818, mis padres me mandaron a una escuela excelente en St. Thomas. Ahí vivía una de las hermanas de mi madre, quien era esposa de un molinero laborioso, Estephan Eschenbach. Ellos no tenían hijos y me recibieron como su propio hijo.

El pueblo de St. Thomas ya tenía, para entonces, una población considerable. Dos ríos hermosos, uniéndose ahí antes de desembocar al río St. Lawrence, suministraban el poder hidráulico a varios molinos y fábricas.

La escuela del Sr. Allen Jones era digna de su fama difundida. Como maestro, él merecía y disfrutaba del mayor respeto y confianza de los alumnos y padres. Pero siendo un Protestante, el sacerdote estaba en contra de él y hacía todo lo posible para convencer a mis familiares de que yo asistiera a la escuela a cargo del mismo sacerdote.

El Doctor Tache era el hombre principal de St. Thomas. No le hacía falta la influencia de los sacerdotes y frecuentemente descargaba su desprecio supremo por ellos. Una vez por semana, había una reunión en su casa de los principales ciudadanos de St. Thomas, donde los asuntos más importantes de la historia y religión eran discutidos abierta y calurosamente. Pero, tanto las premisas como las conclusiones eran invariablemente adversas a los sacerdotes y la religión de Roma y con demasiada frecuencia a toda forma de Cristianismo.

Aunque estas reuniones no eran enteramente sociedades secretas, en gran parte eran secretas. Mi amigo Cazeault era sobrino del Dr. Tache y se hospedaba en su casa. Puntualmente él me avisaba del día y hora de las reuniones. Juntos nos metíamos a escondidas en una habitación contigua donde podíamos oír todo sin que sospecharan de nuestra presencia. Lo que oí y vi en esas reuniones ciertamente me hubiera arruinado si la palabra de Dios, con la cual mi madre llenó mi mente y corazón tierno, no habría sido mi escudo y fortaleza.

También había en St. Thomas, uno de los antiguos monjes de Canadá, conocido bajo el nombre de Capuchín o Recoletos a quienes la conquista de Canadá por Gran Bretaña, había forzado a salir de su monasterio. Era relojero y vivía honradamente de su oficio.

El hermano Mark, como se llamaba, era un hombre notablemente bien hecho, con las manos más hermosas que jamás había visto. Su vida era solitaria; vivía a solas con su hermana, quien cuidaba su casa. El hermano Mark solía pasar un par de horas cada día pescando y frecuentemente yo le encontraba junto a las riberas de los hermosos ríos de St. Thomas. En cuanto él encontraba un lugar donde los peces abundaban, me invitaba a compartir su buena suerte. Yo apreciaba su atención y le correspondía con sincera gratitud.

A menudo me invitaba a su pequeña casa, solitaria pero limpia. Su buena hermana me colmaba de atención y amor. Había una mezcla de timidez y dignidad en el hermano Mark que no he hallado en ningún otro. Era cariñoso con los niños y sonreía graciosamente cuando yo le mostraba aprecio por su amabilidad. Pero esa sonrisa y cualquiera otra expresión de gozo eran pasajeras. De repente cambiaba como si alguna nube misteriosa pasara sobre su corazón.

El y los demás monjes del monasterio habían sido librados por el Papa de sus votos de pobreza y obediencia. Ellos podían ser independientes y aun ascender a una posición respetable en el mundo por sus esfuerzos honrados. Pero el Papa había sido inflexible en cuanto a sus votos de celibato. El deseo honesto del buen monje de vivir conforme a las leyes de Dios, con una esposa que el cielo le concediera, llegó a ser imposible: ¡El Papa se lo había prohibido!

El hermano Mark, dotado de un corazón tan amoroso, ha de haber sufrido mucho intentando en vano aniquilar los instintos y afectos que Dios mismo había implantado en él.

Un día, yo estaba con varios amigos jóvenes cerca de la casa del hermano Mark. De repente, vimos algo cubierto de sangre, arrojado de la ventana, caer a corta distancia de nosotros. Al mismo instante, oímos fuertes gritos saliendo de la casa del monje: —¡Ay, Dios mío! ¡Ten misericordia de mí! ¡Sálvame! ¡Estoy perdido!

La hermana del hermano Mark salió precipitadamente y gritó a algunos hombres que pasaban: —¡Vengan a ayudarnos! ¡Mi pobre hermano se está muriendo! ¡Por amor de Dios, apresúrense, está perdiendo toda su sangre!

Yo corrí a la puerta, pero su hermana la cerró bruscamente, diciendo: —No queremos niños aquí.

Yo tenía un sincero afecto por el buen hermano; él había sido muy amable conmigo. Pero yo tenía que retroceder entre la multitud que rápidamente se había juntado. El misterio singular en que intentaban envolver al pobre monje me llenaba de preocupación y ansiedad.

Pero la preocupación pronto se convirtió en confusión indecible cuando oí la risa convulsiva y las bromas vergonzosas del gentío, después que el doctor anunció la naturaleza de la herida. Sobrecogido de horror, salí huyendo. Ya no quería saber más de esa tragedia. Ya sabía demasiado. Pobre hermano Mark dejó de ser hombre: se convirtió en eunuco.

¡Oh cruel y apóstata Iglesia de Roma! ¡Cuántos corazones has quebrantado con aquel celibato que sólo Satanás pudo haber inventado! Sin embargo, no murió esta víctima desafortunado de su acción precipitada; pronto recuperó su salud normal.

Habiendo, entre tanto, dejado de visitarlo, algunos meses después, estaba yo pescando en un lugar muy solitario. Estaba completamente absorto, cuando sentí en mi hombro la presión suave de una mano; era la del hermano Mark.

Pensé que iba a desmayar cuando los sentimientos opuestos de sorpresa, dolor y gozo entraron a mi mente al mismo tiempo. Con una voz afectuosa y temblorosa me dijo: —Mi querido hijo, ¿Por qué ya no vienes a visitarme?

No me atreví a mirarle. Me gustaba por sus hechos de bondad, pero la hora fatal, cuando en la calle delante de su puerta sufrí tanto a causa de él, pesaba sobre mi corazón como una montaña. No podía contestarle.

Luego, me preguntó nuevamente con el tono de un criminal suplicando misericordia: —¿Por qué es, mi querido hijo, que ya no vienes más a visitarme? Tú sabes que te amo.

—Querido hermano Mark, —le respondí, —nunca olvidaré tu bondad conmigo. ¡Te estaré eternamente agradecido! Yo quisiera que estuviera en mi poder seguir visitándote como antes, pero no puedo y tú ya sabes la razón.

Yo había dicho esas palabras con la timidez e ignorancia de un niño. Pero la acción de aquel hombre desafortunado me había sobrecogido de tanto horror que no podía ni pensar en volverlo a visitar.

Pasó dos o tres minutos sin hablar ni moverse, pero yo oí sus sollozos y clamor de desesperación y angustia, como nunca volví a oír.

Yo no podía contenerme más; estaba sofocado de emoción suprimida. Las lágrimas me hicieron bien; también a él le hicieron bien. Le dijeron que yo todavía era su amigo.

El me tomó en sus brazos y me abrazó; sus lágrimas se mezclaron con las mías. Pero yo no podía hablar; las emociones eran demasiadas para mi edad. Me senté sobre una piedra húmeda y fría para no desmayar. Cayó de rodillas a mi lado; elevó al cielo sus ojos, rojos e hinchados de llorar y con sus manos alzadas en súplica, clamaba con un acento que parecía partir mi corazón: —¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuán miserable hombre soy!

Los veinticinco años que duré como sacerdote de Roma, me han revelado que esos clamores de desolación que escuché ese día eran sólo el eco de los clamores que salen de cada convento, cada casa parroquial y cada casa donde seres humanos están atados por el celibato papista.



C A P I T U L OS 3, 4, 5 y 6

C A P I T U L O 3

Ningunas palabras pueden expresar la consternación, ansiedad y vergüenza de un niño romanista, cuando oye por primera vez a su sacerdote decir desde el púlpito en un tono severo y solemne: Esta semana mandarán a sus hijos a confesarse. Asegúrense que comprendan que esta acción es la más importante de sus vidas. Decidirá su eterna felicidad o miseria. Padres y madres, si su hijo oculta sus pecados y comienza a mentir al sacerdote, quien ocupa el lugar de Dios mismo, este pecado es casi irreparable. El diablo tomará posesión de su corazón; su vida será una serie de sacrilegios; y su muerte y eternidad, las de un malvado.

Yo estaba en la iglesia de St. Thomas cuando estas palabras cayeron sobre mí como una bomba. Frecuentemente había oído a mi madre decir que de la primera confesión dependía mi eterna felicidad o miseria. Por tanto, esa semana iba a decidir mi eterno destino.

Pálido y asustado, salí de la iglesia y volví a la casa de mis parientes. Tomé mi lugar en la mesa, pero no podía comer. Fui a mi recámara para examinar mi conciencia y acordarme de todas mis acciones, palabras y pensamientos pecaminosos. Aunque apenas cumplía diez años, esta tarea era abrumadora.

Cuando comencé a contar todos mis pecados, se confundía mi memoria, mi cabeza se sentía mareada, mi corazón pulsaba rápidamente y mi frente sudaba profusamente. Sentí desesperación; era imposible para mí acordarme de todo.

Pasé la noche casi sin dormir. En un sueño espantoso, sentí que había sido echado al infierno por no haber confesado todos mis pecados al sacerdote. Desperté fatigado por los fantasmas de aquella noche terrible. Pasé preocupaciones similares los tres días previos a mi primera confesión. Tenía constantemente delante de mí, el rostro de aquel sacerdote severo que nunca me sonreía. El estaba presente en mis pensamientos durante el día y en mis sueños durante la noche, como el ministro de un Dios airado, justamente irritado contra mí a causa de mis pecados. Perdón, en efecto, había sido prometido bajo la condición de una buena confesión; pero también mi lugar en el infierno me fue mostrado si mi confesión no fuera la más perfecta posible.

Ahora, mi conciencia afligida me decía que habría una probabilidad de noventa y nueve a uno que mi confesión sería mala. Fuera por olvidar algunos pecados o por falta de contrición de la cual había oído tanto, pero cuya naturaleza y efecto creaba un caos total en mi mente.

Así, la cruel Iglesia de Roma quitó mi tierno corazón del bueno y misericordioso Jesús, cuyo amor y compasión me hacía derramar lágrimas de gozo al lado de mi madre. El Salvador a quien esa Iglesia me hizo adorar, por medio del temor, no era el Salvador que llamó a los niños acercarse a él para bendecirlos y tomarlos en sus brazos. Sus manos impías pronto me colocarían a los pies de un hombre pálido y severo, digno representante de un dios despiadado. Yo temblaba ante el estrado de una divinidad implacable, mientras el Evangelio sólo pedía lágrimas de amor y gozo, derramadas a los pies del Amigo de los pecadores.

Por fin, llegó el día de la confesión, o más bien, de juicio y condenación. Yo me presenté ante el sacerdote.

El Sr. Beaubien era un sacerdote nuevo, quien no favorecía nuestra escuela más que su predecesor. Incluso se había encargado de predicar un sermón en contra de la escuela hereje. Su falta de amor por nosotros fue plenamente recíproca.

El Sr. Beaubien también ceceaba y tartamudeaba. Una de mis diversiones favoritas era imitarlo, la cual producía estallidos de risa en todos nosotros. Yo tenía que examinarme sobre cuántas veces me había burlado de él. Esta circunstancia no fue calculada para hacer mi confesión más agradable.

Por fin, me arrodillé al lado de mi confesor. Todo mi cuerpo temblaba. Repetí el rezo preparatorio a la confesión, sin saber lo que dije.

Según las instrucciones dadas antes de la confesión, creíamos que el sacerdote era casi la personificación de Jesucristo. Por lo tanto, creí que mi pecado más grande era el haberme mofado del sacerdote. Habiendo aprendido que era mejor confesar los pecados más grandes primero, comencé así: —Padre, me acuso de haberme burlado de un sacerdote.

Apenas había dicho estas palabras cuando este supuesto representante del humilde Salvador preguntó bruscamente: —¿De cuál sacerdote te burlaste muchacho?

Yo hubiera preferido cortarme la lengua que decirle en la cara quien era. Así que, guardé silencio un rato; mi silencio le puso nervioso y casi enojado. Con un tono arrogante dijo: —¿De cuál sacerdote tomaste la libertad de burlarte de él?

Vi que tenía que responder. Afortunadamente su arrogancia me hizo más firme y audaz. Dije: —Señor, usted es el sacerdote de quien me burlaba.

—¿Pero cuántas veces te encargaste de burlarte de mí, muchacho?

—Intenté descubrirlo, —contesté, —pero nunca pude.

—Tienes que decirme cuántas veces; porque burlarse de su propio sacerdote es un gran pecado.

—Es imposible darle el número de veces, —respondí.

—Bueno, hijo mío, ayudaré a tu memoria haciéndote preguntas. Dime la verdad. ¿Piensas que te hayas burlado de mí diez veces?

—Muchas más veces, señor.

—¿Cincuenta veces?

—Muchas más todavía.

—¿Cien veces?

—Diría quinientas veces o quizás más, —contesté.

—Bueno, muchacho, ¿Pasas todo el tiempo burlándote de mí?

—No todo, pero desgraciadamente lo hago muchas veces.

—Bien dices desgraciadamente, porque burlarse de su sacerdote, quien ocupa el lugar de nuestro Señor Jesucristo, es un gran pecado para ti. Pero, dime muchachito, ¿Por qué te has burlado de mí así?

En el examen de mi conciencia no había previsto que sería obligatorio a dar la razón por haberme burlado del sacerdote y estaba asombrado por sus preguntas. No me atreví a contestar, mudo por la vergüenza que me abrumaba. Pero con su perseverancia hostigadora, el sacerdote insistía que le dijera por qué me había burlado de él, diciendo que sería condenado si no dijera toda la verdad. Así que, le dije, —Me he burlado de usted por varias cosas.

—¿Qué es lo primero que te hizo burlar de mí? —siguió el sacerdote.

—Me reía de usted porque ceceaba. Entre los alumnos de nuestra escuela, muchas veces imitamos su predicación para provocar la risa.

—¿Has hecho esto frecuentemente?

—Casi todos los días, especialmente desde que predicó contra nosotros.

—¿Por cuál otra razón te reíste de mí, muchachito?

Por largo rato quedé en silencio. Cada vez que abría mi boca para hablar me faltaba valor. El seguía incitándome. Por fin, dije: —Hay rumores en el pueblo que usted enamora a las muchachas; que usted visita a las señoritas Richards todas las tardes y esto nos hace reír.

Evidentemente el pobre sacerdote fue abrumado por mi respuesta y dejó de preguntarme sobre ese tema. Cambiando la conversación, dijo: —¿Cuáles son tus otros pecados?

Empecé a confesarlos en el orden en que llegaban a mi memoria. Pero el sentimiento de vergüenza que me dominaba al repetir todos mis pecados a este hombre, era mil veces peor que el haber ofendido a Dios. No quedó ningún lugar para algún sentimiento religioso.

Cuando había confesado todos los pecados que podía recordar, el sacerdote me empezó a hacer las preguntas más extrañas sobre asuntos de los cuales mi pluma tiene que guardar silencio. Dije: —Padre, no entiendo lo que me pregunta.

—Yo te pregunto sobre el sexto mandamiento (séptimo en la Biblia). Confiesa todo; irás al infierno si por tu falta omites algo, —inmediatamente arrastró mi mente a regiones que, gracias a Dios, hasta ese momento me eran desconocidas.

Le respondí, —No entiendo o nunca he hecho esas cosas.

Astutamente volvió a asuntos secundarios; luego, sutilmente regresó a su tema favorito: pecados de libertinaje.

Sus preguntas eran tan inmundas que me ruboricé, nauseabundo de repugnancia y vergüenza. Más de una vez, lamentablemente, había estado en compañía de malos muchachos, pero ninguno había ofendido a mi naturaleza moral tanto como este sacerdote. En vano le decía que no era culpable de tales cosas y que aún no entendía lo que me preguntaba, pero no me iba a dispensar. Como un buitre, ese cruel sacerdote parecía determinado a contaminar y arruinar mi corazón.

Por fin, me hizo una pregunta con una forma de expresión tan vulgar que un sentimiento de horror me hizo temblar. Fui tan lleno de indignación que le dije: —Señor, yo soy muy malo; he visto, oído y hecho muchas cosas que lamento, pero nunca fui culpable de lo que usted me menciona. Mis oídos nunca han oído nada tan malvado como lo que usted ha dicho. Por favor, ya no me haga esas preguntas; no me enseñe más maldad de la que ya sé.

El resto de mi confesión era corto. La firmeza de mi voz evidentemente asustó al sacerdote y le hizo sonrojar. De pronto se detuvo y comenzó a darme un buen consejo que me hubiera sido útil si las profundas heridas de sus preguntas no me hubieran dejado tan absorto en mis pensamientos. Me dio una corta penitencia y me despidió.

Salí del confesionario irritado y confundido. Fui a un rincón retirado de la iglesia para hacer mi penitencia, es decir, repetir los rezos que me había indicado.

Permanecí un largo tiempo en la iglesia. Necesitaba calma después de una prueba tan terrible. Pero en vano busqué reposo. Las preguntas vergonzosas que me había hecho, el mundo de iniquidad al que fui introducido, los fantasmas impuros por los cuales mi corazón de niño había sido contaminado, confundieron y afligieron tan extrañamente a mi mente que empecé a llorar amargamente.

¿Por qué esas lágrimas? ¿Por qué esa desolación? ¿Lloré por mis pecados? ¡Ay! Mis pecados no suscitaron estas lágrimas. Yo pensaba en mi madre quien tan bien me cuidó; ella tuvo tanto éxito en proteger mis pensamientos de esas formas de pecado, los pensamientos que en ese momento contaminaban mi corazón. Dije a mí mismo: ¡Ah! Si mi madre hubiera escuchado esas preguntas, si ella pudiera ver los malos pensamientos que me inundan en este momento; si supiera a cual escuela me mandó cuando me aconsejó en su última carta ir a confesarme, cómo sus lágrimas se mezclarían con las mías. Parecía que mi madre no me amaría más, al ver la contaminación con la cual ese sacerdote había profanado mi alma.

Me sentí sumamente decepcionado al ser alejado tan lejos del Salvador por ese confesionario que había prometido acercarme más a él. Salí de la iglesia sólo cuando fui obligado a hacerlo por el anochecer y llegué a la casa de mi tío con el sentimiento de haber hecho una mala acción y el temor de ser descubierto.

Este tío, como la mayoría de los ciudadanos principales de St. Thomas, era Católico-romano en nombre, sin embargo, no creía ni una sola palabra de sus doctrinas. El se reía de los sacerdotes, sus misas, su purgatorio y especialmente de su confesión. El no ocultaba que cuando era niño se escandalizó por las palabras y acciones de un sacerdote en el confesionario. El me habló en bromas, aumentando mi pena y dolor. —Ahora, —me dijo, —serás un buen muchacho. Pero si has oído tantas cosas nuevas como yo la primera vez que fui a confesarme, eres un muchacho muy instruido. —Y estalló en risa.

Yo me sonrojé y guardé silencio. Mi tía quien era una Católico-romana devota, me dijo: —¿No es cierto que tu corazón siente alivio desde que confesaste todos tus pecados? Yo le di una respuesta evasiva, pero no podía ocultar mi tristeza.

Pensé que yo era el único niño a quien el sacerdote había hecho esas preguntas tan contaminantes. Pero grande fue mi sorpresa cuando supe que a mis compañeros no les había ido mejor. Pero en lugar de entristecerse, ellos se reían.

—¿Te hizo tal y tal pregunta? —demandaban riéndose estrepitosamente.

Yo rehusaba contestar y decía: —¿No se avergüenzan ustedes de hablar de esas cosas?

—¡Ja, ja! Cuán escrupuloso eres, —continuaban, —si no es un pecado para un sacerdote hablarnos de esas cosas, ¿Cómo podrá ser un pecado para nosotros?

Yo me quedé confundido, no sabiendo qué decir. Pronto percibí que aun las niñas habían sido contaminadas y escandalizadas por las preguntas del sacerdote. Pude entender que les hizo las mismas preguntas. Algunas estaban indignadas, mientras otras se reían de buena gana.

Mi intención no es sugerir que este sacerdote era más culpable que los demás, o que no hizo más que cumplir los deberes de su ministerio. Tal fue mi opinión en ese tiempo y detestaba a ese hombre con todo mi corazón, hasta que supe mejor. Este sacerdote sólo había hecho su deber; sólo estaba obedeciendo al Papa y sus teólogos.

La desgracia del Sr. Beaubien, como todos los sacerdotes de Roma, era haberse atado por juramentos terribles a no pensar por él mismo ni usar la luz de su propia razón.

Si hubiera quedado solo, el Sr. Beaubien naturalmente sería demasiado caballero para hacer tales preguntas. Pero sin duda él había leído a Ligorio, Dens y Debreyne, autores aprobados por el Papa y fue obligado a tomar las tinieblas por la luz y el vicio por la virtud.

1

C A P I T U L O 4

Poco después de la prueba de la confesión auricular, mi amiguito Louis Cazeault me abordó y me dijo: —¿Sabes lo que ocurrió anoche?

—No, —le contesté, —¿Qué pasó?

—Tú sabes que nuestro sacerdote pasa casi todas las tardes en la casa del Sr. Richards. Todo el mundo piensa que va ahí por sus dos hijas. Bueno, para curarlo, mi tío, el Dr. Tache, y otros seis hombres se enmascararon y le azotaron sin misericordia cuando venía de regreso a las once de la noche. Ya lo sabe todo la aldea y todos se parten de risa.

Mi primer sentimiento era de gozo; pues, sus preguntas me habían herido tanto que no podía perdonarlo. No obstante, oculté mi gusto y repliqué, —Tú me estás contando un cuento malvado; no puedo creer una sola palabra.

—Bueno, —dijo el joven Cazeault, —ven a las ocho, esta noche, a la casa de mi tío. A esa hora celebrarán una reunión secreta. Sin duda hablarán de la píldora dada al sacerdote anoche. Vamos a escondernos como siempre y escucharemos todo. Te aseguro que será interesante.

—Yo iré, —le contesté, —pero no creo ni una palabra de esa historia.

En la escuela, la mayoría de los alumnos se agruparon en plática animada y risa convulsiva. Algo fuera de lo normal había ocurrido en la aldea. Me acerqué a varios de esos grupos y todos me recibieron con la pregunta: —¿Sabías que le dieron una paliza al sacerdote anoche al venir de la casa de las señoritas Richards?

Yo dije, —Ese cuento fue inventado en broma; si alguien hubiera golpeado al sacerdote, seguramente no se jactaría del hecho.

—Pero nosotros oímos sus gritos, —respondieron muchas voces.

—Seguramente se equivocan acerca de su voz, —dije.

—Nosotros corrimos a ayudarle, —dijeron algunos, —y reconocimos la voz del sacerdote. Es el único en la aldea que cecea.

—Nosotros lo vimos con nuestros propios ojos, —dijeron otros.

La campana de la escuela puso fin a esa plática. Al salir de clases, regresé a casa y encontré a mi tío y mi tía metidos en un debate caluroso. Mi tío quería ocultar el hecho de que él contaba entre aquellos que habían azotado al sacerdote. Pero daba detalles tan precisos y se divertía tanto de la aventura, que era fácil ver que él participó en el complot. Mi tía estaba indignada.

Ese debate amargo me enfadó tanto, que me retiré a mi alcoba. Cambié muchas veces mi resolución de ir a la sesión secreta en la noche. Había rehusado ir a las dos sesiones anteriores y una voz silenciosa me dijo que había hecho bien. Luego me atormentaba el deseo de saber exactamente lo que había ocurrido.

Quince minutos antes de la reunión, mi amigo vino y dijo: Apresúrate, ya están llegando los miembros de la asociación.

Todos mis buenos propósitos se esfumaron y a los pocos minutos estaba escondido en un rincón de ese cuartito donde aprendí tantas cosas extrañas y escandalosas de las vidas de los sacerdotes de Canadá.

El Dr. Tache presidió. Era elocuente por naturaleza y hablaba con profunda convicción. Sus oraciones cortas y agudas penetraron en lo más recóndito del alma. En sustancia, dijo lo siguiente: —Caballeros, estoy feliz de ver aquí mayor número de asistentes de lo normal. Los eventos graves de anoche, sin duda, han hecho a muchos decidir asistir a los debates que algunos empezaron a abandonar; pero la importancia de los cuales parece aumentar de día en día.

—La cuestión discutida en nuestra última sesión, “El Sacerdote”, es asunto de vida y muerte, no sólo para nuestra Canadá joven y hermosa, sino moralmente para nuestras familias y cada uno de nosotros.

—Yo sé que hay una sola opinión entre nosotros tocante a los sacerdotes. Me alegro que esta opinión la sostiene todos los hombres educados de Canadá y Francia, más bien, de todo el mundo. El reinado del sacerdote es el reinado de la ignorancia, corrupción y la más descarada inmoralidad, bajo el disfraz de la hipocresía más refinada. El reinado del sacerdote es la muerte de nuestras escuelas; es la degradación de nuestras esposas y la prostitución de nuestras hijas. Es el reinado de la tiranía y la pérdida de libertad.

—Tenemos una sola escuela buena en todo nuestro condado y es un gran honor para nuestra aldea. Ahora, fíjense cuán enérgicamente todos los sacerdotes que vienen a trabajar aquí intentan cerrar esa escuela. Usan todos los medios posibles para destruir ese enfoque de luz que apoyamos con tanto sacrificio.

—Con el sacerdote de Roma, nuestros hijos no nos pertenecen. El es su amo. Déjenme explicar: El sacerdote nos honra con la creencia de que los cuerpos, carne y huesos, de nuestros hijos son nuestros y por tanto, es nuestro deber vestirlos y alimentarlos. Pero las partes más nobles y más sagradas, el intelecto, el corazón y el alma, el sacerdote reclama como propiedad suya. Tiene la audacia de decirnos que solamente a él le corresponde iluminar esos intelectos, formar esos corazones y moldear esas almas como a él le convenga. Tiene la impudencia de decirnos que somos demasiado tontos o perversos para saber nuestro deber al respeto; que no tenemos el derecho de escoger nuestro maestro de escuela; y que no tenemos el derecho de dar a esas almas, hambrientas de la verdad, una sola migaja de ese alimento preparado con tanta sabiduría y éxito por hombres ilustres de todas las edades.

—Por medio del confesionario, los sacerdotes envenenan las fuentes de vida en nuestros hijos. Los inician en misterios de iniquidad que aterrorizarían a un esclavo de las galeras. Antes que cumpliera quince años, ya había aprendido más sinvergüenzadas de la boca de mi confesor que los que he conocido en todos mis estudios y en mi vida como médico durante veinte años. Hace pocos días, pregunté a mi sobrinito Louis Cazeault lo que había aprendido en su confesión. El repitió cosas que me da vergüenza decir en presencia de ustedes y que ustedes, padres de familia, no podrían escuchar sin sonrojarse. Y no solamente ponen esas preguntas a nuestros niños, sino también a nuestras queridas niñas. ¿No somos los hombres más degradados si no rompemos el yugo de hierro que el sacerdote impone a nuestro querido país y por medio del cual nos mantiene a sus pies como viles esclavos, tanto a nosotros como a nuestras esposas e hijos?

—¿Necesito decirles que para la mayoría de las mujeres, el confesionario es una cita de coquetería y amor? ¿No sienten, como yo, que por medio del confesionario el sacerdote es más el amo de los corazones de nuestras esposas que nosotros mismos? ¿No van invariablemente nuestras esposas a los pies del sacerdote para abrirle los secretos más sagrados e íntimos de nuestras vidas como esposos y padres? El esposo ya no es la guía de su esposa en las sendas oscuras y difíciles de la vida. ¡Es el sacerdote! Ya no somos sus amigos y consejeros naturales. Ya no nos confían sus ansiedades y cuidados. Ya no esperan recibir de nosotros los remedios para las miserias de esta vida. Hacia el sacerdote vuelven sus pensamientos y deseos. El tiene su entera y exclusiva confianza. En una palabra, el sacerdote es el verdadero esposo de nuestras mujeres. El es quien posee su respeto y sus corazones a tal grado que ninguno de nosotros atrevimos aspirar.

—Si fuera el sacerdote un ángel, si no fuera carne y sangre como nosotros, entonces estuviéramos indiferentes a lo que pudiera ocurrir entre él y nuestras esposas a quienes tiene a sus pies, en sus manos y aún más en su corazón. Pero, ¿Qué me dice mi experiencia, no sólo como médico, sino también como ciudadano de St. Thomas? ¿Qué les dice la suya?

—Nuestra experiencia nos dice que el sacerdote en lugar de ser más fuerte, es más débil que nosotros generalmente en lo que respecta a las mujeres. Sus votos fingidos de castidad perfecta, lejos de hacerle menos vulnerable a las flechas de Cupido; le hacen más fácilmente la víctima.

—De hecho, los últimos cuatro sacerdotes que vinieron a St. Thomas, ¿No han seducido tres de ellos a muchas de las esposas e hijas de nuestras familias más respetadas? ¿No está llena de indignación toda la parroquia por las largas visitas de noche por nuestro sacerdote actual a dos muchachas cuyos morales disolutos no son secretos para nadie?

—En la sesión anterior, muchos pensaron que sería bien hablar al obispo acerca del escándalo causado por esas visitas de noche. Pero la mayoría opinó que el obispo no prestaría atención a nuestra queja, o mandaría a otro que no sería mejor. Esa mayoría decidió unánime administrarle la justicia con nuestras propias manos. El sacerdote es nuestro siervo; le pagamos un gran diezmo, por tanto, tenemos derecho sobre él. El ha abusado de nosotros por negligencia pública de las leyes más básicas de la moralidad. Sus visitas nocturnas dan a nuestra juventud un ejemplo de perversidad, los efectos del cual nadie puede calcular.

—Se decidió unánimemente darle una paliza, sin necesidad de decir por quienes fue hecho. Pueden estar seguros que la flagelación del Sr. Beaubien anoche, nunca será olvidada por él.

—¡Que el cielo conceda que esta corrección fraternal, enseñe a todos los sacerdotes de Canadá que su reinado de oro ya se acabó; que los ojos de la gente están abiertos y que su dominio está llegando a su fin!

Todos escucharon este discurso con silencio profundo y el Dr. Tache vio, por el aplauso, que sus palabras habían sido el sentir de todos.

Luego, siguió un caballero llamado Dubord quien, substancialmente, dijo lo siguiente: —Señor Presidente, yo no estaba entre aquellos que dieron al sacerdote esta expresión de sentimiento público con la lengua enérgica del látigo. No obstante, quisiera haberlo hecho. Gustosamente hubiera cooperado en darle esa lección a los sacerdotes de Canadá.

—Permítame decir la razón: Mi hija, quien tiene doce años, fue a confesarse con las otras, hace varias semanas. Lo hizo en contra de mi voluntad. Yo sé por experiencia propia que, de todas las acciones en la vida de una persona, el confesarse es la más degradante. ¿Por qué las naciones Católico-romanas son inferiores a las Protestantes? Entre más la gente de esas naciones van a confesarse, más rápido se echan abajo en inteligencia y moralidad. Tengo un ejemplo de esto en mi propia casa.

—Como dije, yo estaba en contra de que fuera a confesarse mi hija; pero su pobre madre, quien estaba bajo el control del sacerdote, fervientemente quería que fuera. Para no tener una escena desagradable en mi casa, cedí a las lágrimas de mi esposa.

—Al día siguiente, ellas pensaron que yo estaba ausente; pero estaba en mi oficina con la puerta suficientemente abierta para oír lo que se decía. Mi esposa y mi hija tuvieron la siguiente conversación: —¿Qué es lo que te hace tan pensativa y triste, mi querida Lucy, desde que fuiste a confesarte?

Deberías sentirte más feliz ya que has confesado tus pecados.

—Lucy no le contestó. Después de dos o tres minutos de silencio, su madre le dijo: —¿Por qué lloras mi querida hija? ¿Te sientes mal?

—Todavía no respondía la niña. Por supuesto, me puse muy atento. Ya me imaginé la prueba horrible que habría ocurrido. Mi corazón latía de inquietud y cólera. Después de una pausa, mi esposa le habló con suficiente firmeza para forzarla a contestar. Con voz temblorosa y medio suprimida por sollozos, mi querida hija respondió, —¡Ay, mamá!, si supieras lo que me preguntó el sacerdote y lo que él me dijo en el confesionario, estarías tan triste como yo.

—Pero, ¿Qué te dijo? El es un hombre santo. Ciertamente no le entendiste si piensas que te dijo algo malo para herirte.

—Querida madre, —dijo, echándose en los brazos de su madre, —¡No me pidas que te confiese lo que me dijo el sacerdote! El me dijo cosas tan vergonzosas que no puedo repetirlas. Pero lo que más me duele es la imposibilidad de desterrar de mis pensamientos las cosas odiosas que él me enseñó. Sus palabras inmundas son como las sanguijuelas puestas en el pecho de mi amiga Luisa, no podían quitarlas sin romper la carne. ¿Qué ha de ser su opinión de mí para haberme hecho tales preguntas?.

—Mi hija ya no dijo más, pero empezó a llorar. Después de un corto silencio mi esposa respondió: —Voy a ir al sacerdote y le diré que tenga más cuidado cómo habla en el confesionario. Yo misma me he fijado que se pasa de la raya con sus preguntas. No obstante, pensé que sería más prudente con los niños. Te pido, sin embargo, que nunca hables de esto con nadie, especialmente con tu pobre padre, porque él tiene tan poca religión y esto lo dejaría sin nada.

—Yo no podía contenerme más. Entré bruscamente en la sala. Mi hija corrió, llorando, a mis brazos; mi esposa gritó de terror y casi se desmayó.

—Dije a mi hija: —Si tú me amas, pon tu mano sobre mi corazón y prométeme que nunca volverás a confesarte. Teme a Dios, hija mía, anda en su presencia, porque él te ve en cualquier lugar. Día y noche está dispuesto a perdonarnos. Nunca vuelvas a ponerte a los pies de un sacerdote para ser contaminada y degradada por él.

—Esto, mi hija me prometió.

—Cuando mi esposa se recuperó de la sorpresa, le dije: —Señora, por largo tiempo el sacerdote ha sido todo para ti, y tu esposo nada. Hay un poder oculto y terrible que gobierna tus pensamientos, afectos y hechos y es el poder del sacerdote. Esto lo has negado muchas veces, pero la Providencia ha decidido hoy que este poder sea para siempre quebrantado para ti y para mí. Yo quiero ser el gobernante en mi propia casa y desde este momento, el poder del sacerdote sobre ti tiene que cesar, a menos que prefieras salir de mi casa para siempre. ¡El sacerdote ha reinado aquí demasiado tiempo! Pero, ahora que sé que ha manchado y contaminado el alma de mi hija, ¡Su imperio tiene que caer! Si tú vuelves a llevar tu corazón y tus secretos a los pies del sacerdote, ten la bondad de nunca volver a la misma casa conmigo.

Tres discursos más siguieron, todos cargados de detalles y hechos que prueban que el confesionario era la causa principal de la desmoralización deplorable de St. Thomas.

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C A P I T U L O 5

Al día siguiente, escribí una carta a mi madre: “Por amor a Dios, ven por mí; no soporto más estar aquí. Si supieras lo que mis ojos han visto y mis oídos han escuchado no demorarías en venir.”

De verdad, si no tuviera que cruzar el río St. Lawrence, hubiera salido a Murray Bay el día después de la sesión secreta. Me acordaba de los días tranquilos y felices que pasaba con mi madre leyendo los capítulos hermosos de la Biblia que ella escogía para instruirme e interesarme. ¡Cuán diferente era nuestra conversación después de esas lecturas de las conversaciones oídas en St. Thomas!

Dichosamente, el deseo de mis padres de verme nuevamente era tan grande como el mío. Después de varias semanas, mi madre vino por mí. Me apretó contra su corazón y me llevó a los brazos de mi padre.

Llegué a la casa el 17 de julio de 1821 y pasé toda la tarde al lado de mi padre. Con gusto él me examinó en gramática, álgebra y aun en geometría. Más de una vez le noté lágrimas de gozo cuando vio que mis respuestas fueron correctas. —¡Qué maestro tan admirable ha de ser este Sr. Jones, —dijo, —para haber avanzado tanto a un niño en el corto espacio de catorce meses!

¡Cuán dulces pero cortas eran esas horas! Tuvimos adoración en familia: Yo leí de Lucas, el regreso del hijo pródigo, luego mi madre cantó un himno de gozo y gratitud. Fui a dormir con mi corazón lleno de felicidad, para tomar el sueño más dulce de la vida. Pero, ¡Ay, Dios! ¡Qué terrible despertar habías preparado para mí!

Como a las cuatro de la mañana, los gritos de mi madre cayeron sobre mis oídos.

—¿Qué sucede, querida madre?

—¡Ay, mi querido hijo! ¡Ya no tienes padre! ¡Está muerto! al decir estas palabras, se desmayó y cayó inconsciente al suelo.

Mientras un amigo, quien había pasado la noche con nosotros, la atendía, me apresuré a la cama de mi padre. Le apreté a mi corazón, le besé, le cubrí con mis lágrimas, moví su cabeza, apreté sus manos e intenté levantarlo sobre su almohada. No podía creer que estaba muerto. Me parecía que aun si estuviera muerto, volvería a vivir; que Dios no podía quitarme así a mi padre en el preciso momento cuando me había vuelto a él, después de tan larga ausencia. Me arrodillé a orar, pero mis lágrimas y clamores eran inútiles. ¡Estaba muerto! ¡Ya estaba frío como hielo!

Dos días después, lo enterraron; mi madre, tan sobrecogida de dolor, no pudo seguir la procesión funeraria. Yo me quedé con ella como su único apoyo terrenal. ¡Pobre mamá! ¡Cuántas lágrimas derramó en esos días de sumo dolor! Aunque tan joven, yo comprendí la grandeza de nuestra pérdida y mezclé mis lágrimas con las de ella.

Cuán dolorosas son las noches desveladas de una mujer cuando Dios le quita a su esposo repentinamente en la flor de la vida y la deja sola, hundida en la miseria, con tres hijos pequeños, dos de ellos demasiado chicos para comprender su pérdida. Cada objeto en la casa y cada paso que toma, le recuerda su pérdida. Cuán amargas son las lágrimas cuando su niño más chiquito se echa en sus brazos y dice: —Mamá, ¿Dónde está papá? ¿Por qué no regresa?, ¡Me siento solo!

Yo escuchaba sus sollozos durante las largas horas de días y noches. Muchas veces, de rodillas, imploraba a Dios tener misericordia de ella y sus tres huérfanos infelices. Yo no podía hacer nada entonces para consolarla excepto amarla, orar y llorar con ella.
Pocos días después del entierro, vi al Sr. Courtois llegando a nuestra casa. El era el párroco que había intentado quitarnos nuestra Biblia. El tenía la fama de rico; por tanto, mi primer pensamiento fue que venía a consolarnos y ayudarnos. Y vi que mi madre tenía la misma esperanza. Ella le recibió como un ángel del cielo.

Desde sus primeras palabras, sin embargo, vi que nos iba mal. Intentó mostrarse compasivo y habló de la confianza que deberíamos tener en Dios en los tiempos de prueba, pero sus palabras eran frías y secas.

Volteándose a mí, dijo: —¿Sigues leyendo la Biblia muchachito?

—Sí, señor, —contesté, mi voz temblando del temor de que intentaría nuevamente quitarnos ese tesoro, ya que no tenía un padre para defenderlo.

Entonces dijo: —Señora, yo le dije que ni usted ni su hijo deben leer ese libro.

Mi madre bajó los ojos y respondió sólo con las lágrimas que caían de sus mejillas.

Después de un largo silencio, el sacerdote continuo: —Señora, necesita usted pagar las oraciones que se han cantado y los servicios que pidió que se ofrecieran por el reposo del alma de su marido. Le estaré muy agradecido si me paga esa pequeña deuda.

—Señor Courtois, —contestó mi madre, —mi esposo no me dejó nada, más que deudas. Solamente me quedan mis manos para ganarme la vida. No por mí, sino por amor a estos huérfanos, no tome lo poco que nos queda.

—Pero, señora, su esposo murió repentinamente sin ninguna preparación; así que, él está en las llamas del purgatorio. Para librarlo necesita usted unir sus sacrificios personales a las oraciones y misas de la Iglesia.

—Como le dije, mi esposo me ha dejado absolutamente sin fondos y es imposible darle algún dinero, —replicó mi madre.

—Pero, señora, las misas ofrecidas por el descanso de su marido tienen que ser pagadas, —respondió el sacerdote.

Mi madre cubrió su rostro con su pañuelo y lloró.

Mis sentimientos no eran de dolor, sino de enojo indecible. Mis ojos estaban fijos en la cara de ese hombre quien estaba torturando el corazón de mi madre. Mis manos se apretaban, listas para golpear. Sentía ganas de decirle: —¿No le da vergüenza a usted, que es tan rico, venir a quitar el último trozo de pan de nuestras bocas?

Pero no tenía suficiente fortaleza física y moral; me sentí lleno de pena y desilusión.

Después de un largo rato de silencio, mi madre levantó sus ojos enrojecidos con lágrimas y dijo: —Señor, ¿Ve usted esa vaca en el prado? Su leche y mantequilla forman la parte principal del alimento para mis hijos. Espero que no nos la quite. Sin embargo, si es necesario hacer tal sacrificio para libertar el alma de mi pobre esposo del purgatorio, llévesela como el pago de las misas que se ofrecieron para extinguir esas llamas devoradoras.

Al instante, se levantó el sacerdote diciendo: —Muy bien, señora, —y se salió.

Nuestros ojos le siguieron ansiosamente mientras dirigió sus pasos hacia el prado y condujo a la vaca en la dirección de su casa. Yo grité con desesperación: —¡Ay, madre! Está llevándose nuestra vaca, ¿Qué será de nosotros?

Mi madre también clamó con dolor al ver al sacerdote llevarse el único medio que el cielo le había dejado para alimentar a sus hijos. Echándome en sus brazos, le pregunté: —¿Por qué le regalaste nuestra vaca? ¿Qué será de nosotros? Seguramente moriremos de hambre.

—Querido hijo, —me contestó, —no pensé que el sacerdote sería tan cruel como para quitarnos el último recurso que Dios nos ha dejado. ¡Ay! Si hubiera creído que fuera tan despiadado, no le hubiera hablado de esa manera. Como tú dices mi hijo, ¿Qué será de nosotros?, pero, ¿No me has leído muchas veces en tu Biblia que Dios es el padre de las viudas y de los huérfanos? El escuchará nuestras oraciones y verá nuestras lágrimas. Vamos a arrodillarnos y pedirle que tenga misericordia de nosotros.

Los dos nos arrodillamos; ella tomó mi mano derecha en su izquierda y levantando la otra hacia el cielo, ofreció una oración por sus pobres hijos, semejante a la cual no he oído desde entonces. Cuando su voz se ahogaba por sus sollozos, hablaba con sus ojos ardientes levantados al cielo y con su mano alzada. Yo también oraba a Dios con ella, repitiendo sus palabras entre mis propios sollozos.

Cuando terminó su oración, se quedó largo rato pálida y temblando. Luego, abrazándome, dijo: —Querido hijo, si algún día llegas a ser sacerdote, te pido que nunca seas tan insensible hacia las pobres viudas como los sacerdotes de hoy. — Cuando me dijo esas palabras, sentí sus lágrimas ardientes caer sobre mis mejillas.

La memoria de esas lágrimas nunca me ha dejado. Yo las sentí constantemente durante los veinte y cinco años que duré predicando las supersticiones inconcebibles de Roma.

Yo no era mejor que otros sacerdotes. Yo creía las fábulas impías del purgatorio. Aceptaba el dinero que me daban los ricos por las misas que yo decía para extinguir las llamas. Pero el recuerdo de las palabras y lágrimas de mi madre me guardaron de ser cruel y despiadado con las viudas pobres.
El Señor, creo yo, había puesto en la boca de mi madre esas palabras tan sencillas pero tan elocuentes y hermosas, como una de sus grandes misericordias conmigo. Esas lágrimas, la mano de Roma nunca pudo borrar.

¿Hasta cuándo, Oh Señor, se engordará esa enemiga insolente del Evangelio, la Iglesia de Roma, de las lágrimas de las viudas y huérfanos con el cruel invento pagano del purgatorio? ¡Oh, quita el velo de los ojos de los sacerdotes y la gente de Roma como lo has quitado de los míos! Haz que entiendan que su esperanza de purificación no descansa en aquellas llamas, sino solamente en la sangre del Cordero derramada en el Calvario para salvar al mundo.

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C A P I T U L O 6

Dios escuchó la oración de la pobre viuda. Varios días después que el sacerdote se llevó nuestra vaca, ella recibió una carta de cada una de sus dos hermanas, Genevieve y Catherine.

La primera, casada con Etienne Eschenbach de St.Thomas, le dijo que vendiera todo y viniera con sus hijos a vivir con ella. Nosotros no tenemos familia, dijo, y Dios nos ha dado abundancia. Con mucho gusto lo compartiremos con ustedes.

La segunda, casada en Kamouraska con Don Amable Dionne, escribió: Supimos la triste noticia de la muerte de tu esposo. Hace poco, nosotros también perdimos nuestro único hijo. Quisiéramos llenar el vacío con Carlos tu hijo mayor. Lo criaremos como nuestro propio hijo y pronto él será tu sostén. Mientras tanto, vende en subasta todo lo que tienes y ve a St. Thomas con los dos chiquitos.

En pocos días, se vendieron todos nuestros muebles. Desgraciadamente, aunque había ocultado cuidadosamente a mi querida Biblia, ella desapareció. ¿Habría renunciado mi madre a ese tesoro, amenazada por un sacerdote? o ¿lo habría destruido alguno de nuestros familiares, creyendo que eso fuera su deber? No lo sé, pero sentí profundamente la pérdida.

Al día siguiente, con sollozos y lágrimas amargas, me despedí de mi pobre madre y mis hermanitos. Ellos se fueron a St. Thomas y yo a Kamouraska.

Mis tíos me recibieron con cariño sincero. Cuando se enteraron que yo deseaba ser sacerdote, me llevaron a estudiar latín bajo la dirección del Rev. Sr. Morín, Vicario de Kamouraska.

El era un hombre instruido, entre cuarenta y cincuenta años de edad y había sido sacerdote en Montreal. Pero, como sucede en la mayoría de los sacerdotes, su voto de castidad no era suficiente garantía contra los encantos de una de sus hermosas feligresas. El escándalo le costó el puesto y el Obispo le mandó a Kamouraska donde era desconocido. El me trató bien y yo le correspondí con afecto sincero.

Un día, al principio de 1822, él me llamó aparte y me dijo, —El Sr. Varín, el párroco, acostumbra a hacer una gran fiesta en sus cumpleaños. Ahora, los principales ciudadanos del pueblo, desean presentarle un ramo de flores. Yo fui nombrado a escribir un discurso y escoger a alguien para presentarlo delante del sacerdote y yo te escogí a ti, ¿Que te parece?

—Pero yo soy muy joven, —repliqué.

—Tu juventud sólo lo hará más interesante, —dijo el sacerdote.

—Bueno, no tengo inconveniente, siempre que el pasaje sea corto y tenga suficiente tiempo para aprenderlo.

Todo se preparó y llegó la hora. Como quince caballeros e igual número de damas de la alta sociedad de Kamouraska se reunieron en las salas hermosas de la casa parroquial. El Sr. Varín estaba presente cuando el galán Paschall Tache y su dama entraron conmigo. Fui colocado en medio de los invitados. Mi cabeza fue coronada de flores, porque yo debía representar al ángel de la parroquia, escogido para dar a su pastor la expresión pública de admiración y gratitud. Cuando el discurso terminó, yo presenté al sacerdote un ramo hermoso.

El Sr. Varín era chaparro, pero fornido; inteligencia y bondad irradiaban de sus expresivos ojos negros y su sonrisa graciosa. Era un anfitrión encantador y estaba apasionadamente aficionado a estas fiestas.

Fue conmovido hasta las lágrimas al oír el discurso y expresó su gozo y gratitud por ser tan altamente apreciado por sus feligreses.

Después que el pastor feliz expresó las gracias, las damas cantaron dos o tres cantos hermosos. Entonces abrieron las puertas del comedor; delante de nosotros estaba una mesa larga, repleta de las carnes y los vinos más deliciosos que Canadá puede ofrecer.

Nunca antes había asistido al banquete de un sacerdote. Además del Sr. Varín y su vicario, otros tres sacerdotes fueron colocados artísticamente entre las damas más hermosas de la compañía. Las damas, después de honrarnos con su presencia cerca de una hora, se retiraron a la sala de recepción.

El Sr. Varín se levantó y dijo: —Caballeros, brindemos a la salud de estas amables damas cuya presencia ha hecho más agradable la primera parte de nuestra pequeña fiesta.

Siguiendo al Sr. Varín, cada invitado llenó y vació su copa de vino. Luego, el galán Tache propuso: —A la salud del sacerdote más venerable y amado de Canadá, el reverendo señor Varín.

Nuevamente las copas fueron llenadas y vaciadas, excepto la mía, porque yo estaba sentado al lado de mi tío Dionne quien con su mirada severa me dijo: —Si tomas otra, te mandaré retirar de la mesa.

Hubiera sido difícil contar cuántos brindis hicieron, porque después de cada brindis pedían un canto o un cuento, los cuales producían aplausos, gritos de gusto y risa convulsiva. Cuando llegó mi turno para proponer un brindis, yo quería que me dispensaran, pero ellos rehusaron eximirme. Levantándome de mi silla, volteé al Sr. Varín y le dije: —¡Brindemos a la salud de nuestro Santo Padre, el Papa!

Nadie, hasta entonces, había pensado en el Papa, así que, la mención de su nombre por un niño, bajo tales circunstancia, parecía tan divertido a los sacerdotes y sus alegres invitados que prorrumpieron en carcajadas, golpeando el suelo con sus pies y gritando: ¡Bravo, bravo! ¡A la salud del Papa!

Tantos brindis no podían ser tomados sin tener su efecto natural: la embriaguez. El primero que sucumbió fue el Padre Noel. Yo había notado que en lugar de usar su copa, frecuentemente tomaba de un vaso grande. Los síntomas de su embriaguez se manifestaron cuando intentó llenar su vaso. Su mano tembló tanto que la botella cayó al suelo y se rompió. Queriendo seguir con alegría, empezó a cantar un canto Báquico, pero no pudo terminar, y su cabeza cayó en la mesa. Cuando intentó levantarse, cayó pesadamente en su silla.

Los otros sacerdotes y sus invitados sólo le miraban, riéndose estrepitosamente. Con un esfuerzo desesperado se levantó, pero después de dar dos o tres pasos, cayó de cabeza en el suelo. Sus dos vecinos acudieron a ayudarle, pero no pudieron; los tres rodaron bajo la mesa. Por fin, otro, menos afectado por el vino, le agarró de los pies y le arrastró a un cuarto contiguo donde lo dejó.

Esta primera escena me parecía bastante extraña, porque nunca había visto a un sacerdote borracho. Pero lo que más me asombró era la risa de los demás sacerdotes ante ese espectáculo.

Cuando los sacerdotes y sus amigos habían cantado, reído y tomado por más de una hora, el Sr. Varín se levantó y dijo: —Las damas no deben quedarse solas toda la tarde, ¿No serán doble nuestro gozo y felicidad si ellas los comparten con nosotros?

Esta proposición fue aplaudida y pasamos a la sala de recepción donde nos esperaban las damas. Varias piezas de música bien ejecutadas avivaron esta parte del espectáculo. Este recurso, sin embargo, pronto fue agotado. Además, varias de las damas notaban claramente que sus esposos estaban medio borrachos y se sentían avergonzadas.

Lo que más temía el Sr. Varín era una interrupción en las festividades que frecuentemente ocurrían en su casa parroquial: —Bien, bien, damas y caballeros, no alberguemos ningún pensamiento oscuro esta noche, la más feliz de mi vida. Vamos a jugar a la gallina ciega.

—¡Vamos a jugar a la gallina ciega! —repitieron todos.

—¿Pero a quien tapamos los ojos primero? —preguntó el sacerdote. —Los tuyos, Sr. Varín, —gritaron todas las damas, —Miramos a ti como buen ejemplo y lo seguiremos.

El Sr. Varín consintió e inmediatamente una de las damas colocó su pañuelo perfumado sobre los ojos de sus sacerdote y le llevó al centro del cuarto, empujándolo suavemente y diciendo: —¡Señor ciego! ¡Huyan todos, sálvese quien pueda!

No hay nada más curioso ni cómico que observar a un hombre embriagado, especialmente si no quiere que nadie lo note. Tal fue la posición del Sr. Varín.

Daba un paso hacia adelante y dos hacia atrás y se tambaleaba hacia la derecha y la izquierda. Todos se reían a carcajadas. Uno tras otro, le pellizcaba o le tocaba suavemente en la mano, brazo u hombro y pasando rápido, gritaba: —¡Córrele! De pronto agarró el brazo de una dama que se le acercó demasiado. Ella luchó en vano para escapar, porque la mano del sacerdote la detuvo firmemente. Usando la otra mano intentó tocar su cabeza para saber el nombre de su cautiva bonita. Pero, en ese momento, se debilitaron sus piernas y se cayó, arrastrando su feligresa hermosa al suelo. Ella se volteó encima de él para escapar, pero de pronto él se volteó encima de ella para detenerla mejor.

Aunque este incidente sólo duró un momento, duró lo suficiente para hacer sonrojar a las damas, quienes cubrían sus caras. Esto terminó el juego. ¡Nunca en mi vida había visto algo tan vergonzoso!

Solamente las mujeres sintieron vergüenza, porque los hombres estaban demasiado embriagados para sonrojar. Los sacerdotes o eran demasiado borrachos o demasiado acostumbrados a esas escenas para avergonzarse.

Al día siguiente, cada uno de estos sacerdotes celebró la misa y comió lo que llaman el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo, como si hubieran pasado la noche anterior en oración y meditación en las leyes de Dios.

Así, oh pérfida Iglesia de Roma, engañaste a las naciones que te siguen y estropeaste aun a los sacerdotes a quienes esclavizaste.





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